fe adulta
El amor en Dios no es una relación entre dos seres, sino identificación absoluta de todos con Él.
Hoy cambiamos de escenario. Jesús lleva ya unos días en Jerusalén. Ha realizado ya la purificación del templo; ha discutido con los jefes de los sacerdotes, maestros de la ley y ancianos sobre su autoridad para hacer tales cosas; con los fariseos y herodianos sobre el pago del tributo al César; con los saduceos sobre la resurrección. El letrado que se acerca hoy a Jesús no demuestra ninguna agresividad, sino interés por la opinión del Rabí.
La pregunta tiene sentido porque la Torá contiene 613 preceptos. Para muchos rabinos todos los mandamientos tenían la misma importancia, porque eran mandatos de Dios y había que cumplirlos solo por estar mandados. Para algunos el mandamiento más importante era el sábado. Para otros el amor a Dios era lo primero. Aunque Jesús responde recitando la “shemá”, da un salto en la interpretación, uniendo ese texto del Deuteronomio, que hablaba solo del amor a Dios, con otro en (Lv 19,18) que habla del amor al prójimo.
El amor a Dios fue un salto de gigante sobre el temor al Dios amo poderoso y dueño de todo. En el AT el amor a Dios debía ser absoluto, “sobre todas las cosas”. El amor al prójimo era relativo, “como a ti mismo”. Según la Tora, era perfectamente compatible un amor a Dios y un desprecio absoluto, no solo a los extranjeros sino también a amplios sectores de la propia sociedad judía, a quienes creían rechazados por el mismo Dios.
Según Jesús la palabra mandamiento tiene que dar un cambio radical y significar algo muy distinto cuando la aplicamos a Dios. Dios no manda nada. Dios no hace leyes, sino que pone en la esencia de cada criatura el plano, la hoja de ruta para llegar a su plenitud. Dios no “quiere” nada de nosotros ni para nosotros. Su “voluntad” es la más alta posibilidad que se encuentra en cada criatura, no algo añadido desde fuera después de haberla creado.
En Juan los dos mandamientos se convierten en uno solo: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. Jesús no dice que le amemos a él, ni que amemos a Dios, ni que ames al prójimo como a ti mismo, sino que ames a los demás como él los ha amado. El cambio no puede ser más radical. Aún no nos hemos dado cuenta de esta novedad. Dios no es un ser separado de mí, al que debo amar, sino el amor que me permite sentirme uno con todos.
En nosotros el amor es una cualidad que puedo tener o no tener. En Dios el amor es su esencia. Si dejara de amar, dejaría de ser. Lo que queremos decir cuando hablamos del amor a Dios o del amor de Dios no tiene nada que ver con lo que queremos significar cuando hablamos del amor humano. El amor humano es siempre una relación entre dos. El amor de Dios es la identificación de dos. De este amor es del que habla el evangelio.
Se trata de una posibilidad específicamente humana. El amor-Dios y nuestro amor no son grados distintos de la misma realidad, sino realidades sustancialmente distintas. Dios no se puede relacionar con las criaturas como lo hacemos nosotros, porque no está fuera de ninguna de ellas. Nosotros podemos relacionarnos con las demás criaturas, pero no con Dios porque es nuestro ser. Vivir esto nos permite identificarnos con los demás y amarlos.
Una vez más el lenguaje nos juega una mala pasada. La palabra “amor” es una de las más manoseadas del lenguaje. Hablar con propiedad de Dios-Amor-Unidad, es imposible. Nuestro lenguaje es para andar por casa. Al emplearlo para hablar de lo divino se convierte en trampa que pretende ir más allá de lo que puede expresar. Intentar llegar a Dios con nuestros conceptos es inútil. La manera de trascender el lenguaje es la vivencia. Solo la intuición puede llevarnos más allá de todo discurso. Solo amando sabrás lo que es el amor.
En realidad, el camino hacia el amor empezó en las primeras millonésimas de segundo después del Big-Bang; cuando las partículas primigenias se unieron para formar unidades superiores. Esta tendencia de la materia a formar entidades más complejas, lleva en sí la posibilidad de perfección casi infinita. La aparición de la vida, que consigue integrar billones de células, fue un gran salto hacia esa capacidad de unidad. No sabemos que es la vida biológica, pero conocemos sus efectos sorprendentes. Dios es otra Vida que unifica todo.
Llegada la inteligencia y superada la pura racionalidad el ser humano está capacitado para alcanzar una unidad que no es la del egoísmo individual. Un conocimiento más profundo y una voluntad que se adhiere a lo mejor, hacen posible una nueva forma de acercamiento entre seres que pueden llegar a un grado increíble de unidad, aunque no sea física. Descubierta esa unidad, surge lo específicamente humano. Esta capacidad de salir de la individualidad e identificarme con Dios y con el otro, es lo que llamamos amor.
Este amor es consecuencia de un conocimiento, pero no racional. Es inútil que nos empeñemos en explicar por qué debemos amar a los demás. Este amor solo llegará después de haber experimentado la presencia en nosotros del Amor que es Dios. Lo mismo que llamamos vida a la fuerza que mantiene unidas a todas las células de un viviente, podemos llamar AMOR a la energía que mantiene unidos a todos los seres de la creación. Si descubro que la base de todo ser es lo divino, descubriré la “razón” del verdadero amor.
Todos los místicos de todas las religiones de todos los tiempos han llegado a la misma vivencia y nos hablan de la indecible felicidad de sentirse uno con el Todo y fuera del tiempo. Esa sensación de integración total es la máxima experiencia que puede tener un ser humano. Una vez llegado a ese estado, el ser humano no tiene nada que esperar. Fijaos hasta qué punto demostramos nuestro despiste, cuando seguimos llamando “buen cristiano” al que va a misa, confiesa y comulga, solo porque tiene asegurada la otra vida. Ser cristiano no es el objetivo último del hombre, solo un medio para llegar a amar.
No debo comerme el coco tratando de averiguar si amo a Dios. Lo que tengo que examinar es hasta qué punto estoy dispuesto a darme a los demás. Solo eso cuenta a la hora de la verdad. El amor teórico, el amor que no se manifiesta en obras y actitudes concretas, es una falacia. Ya lo decía Juan en su primera carta: “Si alguno dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, es un embustero y la verdad no está en él”. Pero es imprescindible que nos examinemos bien. No debemos confundir amor con instinto. Si apartamos de nuestro amor a una sola persona, todo lo demás es egoísmo.
El amor planteado desde la razón no tiene sentido, porque la razón nunca te llevará a amar con el amor que nos propone Jesús. Tampoco podemos entenderlo como mandamiento que obliga desde fuera con normas o preceptos. Aprender a amar es la tarea más importante para todo ser humano. La religión debía ser un instrumento que me permitiera desplegar esa capacidad de amar. Nadie puede sustraerse a la necesidad de crecer en humanidad. Pues ser más humano es ser capaz de amar más. Todo lo demás será tarea inútil.
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