El aeropuerto de Cali hormiguea con el amanecer. Para llegar desde Buga hemos atravesado kilómetros de carretera suficientemente cuidada y dos pagos de peaje. La caña de azúcar se extiende por el inmenso llano a uno y otro lado de la vía hasta prácticamente chocar con las cordilleras que a oriente y occidente contienen el Valle del Cauca. El olor a biocombustible nos invade a ratos provenientes de los ingenios estratégicamente distribuidos. «Por aquí era lo de la pesca milagrosa», dice Miguel, el taxista, pero corrige: «Y sigue siendo». Ayer, mientras subíamos hacia un manantial, cerca de Restrepo, también nos hablaron de la pesca. «La guerrilla o los paramilitares te paraban y te decían:  ‘Mira, ve, ¿quién es usted?’; y si encontraban un pez pagador: ‘Dele, súbase a la camioneta, vamos para la vereda, y a esperar rescate’». Todavía están. Son diferentes grupos, narcoguerrillas que quedaron como herencia criminal de los duros años vividos. Así que la gente mira con creciente pesimismo el esfuerzo del gobierno Petro por la “paz total”.

Tras el almuerzo del penúltimo día del encuentro, la chiva, una guagua colorista que me recuerda los viajes por Las Mimbreras, al norte de La Palma, mi isla natal, camino de Garafía, serpea subiendo hacia un manantial que gestiona una comunidad campesina. Con más sentido de fiesta, chachareamos la ruta hablando de lo divino y lo humano. A medida que ascendemos, el paisaje que contemplamos muestra las heridas rojizas de una erosión creciente que degrada los suelos en contraste con los lugares donde los árboles, como soldaditos en una parada militar, nos hablan de empresas madereras que dan siete años al eucalipto y quince al pino antes de talarlos para la fábrica de papel.

Elcira, lideresa comunitaria, en torno a los cincuenta, piel clara, ojos miel alargados, muy vivos, pequeños, nos explica la importancia simbólica del gesto planteado por la Oficina de Comunicación Jesuitas de Colombia: sembrar árboles autóctonos en la quebrada donde está el manantial. “El Estado no está”, dice. Así quedó todo después de las guerrillas. Si no es por la organización comunitaria, no tendrían el agua. El Instituto Mayor Campesino, obra de los jesuitas presente en la región, hace seis décadas que promueve soluciones técnicas y busca financiamiento internacional. «Fue Alboan la que consiguió el dinero», nos dice Pedro, ingeniero agrónomo del IMCA, mientras nos muestra la planta de depuración de aguas construida con tecnología propia, el trabajo de las mingas campesinas y la financiación de la ONG. «Los costes no son muchos, pero están fuera del alcance de la comunidad», cuenta Pedro, quien nos confiesa que la gestión de aguas comunitarias es su pasión. Estamos a unos mil setecientos metros, en la cordillera occidental del Valle del Cauca, a poco más de una hora de Buenaventura, el puerto del Pacífico que María José, del JRS, describe con crudeza: «Es una ciudad entregada a las bandas y el crimen organizado». María José siente pasión por la labor del JRS (la marca que hoy nos sirve para determinar al servicio jesuita a refugiados, fundado por Pedro Arrupe SJ en la segunda mitad del siglo XX, cuando la crisis asiática de refugiados que huían de Vietnam). María José muestra su preocupación por los agentes de la institución presentes en lugares donde no se es capaz de garantizar la seguridad. 

En la ruta de vuelta, mientras bajamos ya en la noche hacia Buga, mi compañero de traqueteo, Fabián, me explica: «Eran paramilitares. Los pusieron en marcha los propietarios de la zona. Luego, cuando se fue la guerrilla, quedaron como los amos de la ruta del narco y ahora se dedican a la trata de personas, migrantes atrapados entre la pobreza y una normativa que los arroja a las manos de los coyotes». Se refiere al Clan del Golfo. Fabián es un diácono que trabaja en el Centro Ignaciano de Reflexión y Espiritualidad. Él y su esposa colaboran con el empeño jesuita de difundir una espiritualidad que ayude a afrontar los quiebres de la vida y la sociedad con entereza y corazón, discreción y amor inteligente, eficaz, transformador.

Durante tres días de temperatura tropical, entre arboledas, palmeras y bananeros, y en unas instalaciones apropiadas, Male y su equipo, la oficina de comunicación de la Compañía de Jesús en Colombia, nos hacen gozar de un encuentro añorado. Por primera vez tras la pandemia, los equipos responsables de comunicación de las diferentes instituciones vinculadas a la Compañía de Jesús en Colombia se reúnen para compartir sobre los desafíos de la propia misión. «La radio requiere trabajo y lo de la financiación siempre es una búsqueda sin término», dice Erasmo, director de Ecos de Pasto, la emisora jesuita de Nariño, fronteriza con Ecuador, al que hasta esta ocasión conocía únicamente a través de los medios telemáticos. “Pero no se tiene una radio para hacer negocio, ni es sostenible porque tenga números equilibrados. Es cosa de misión”, subraya. En Colombia, además de Ecos, otras dos emisoras, vinculadas a la Universidad Javeriana, están en la red de instituciones jesuitas. La responsable de comunicación de la Universidad Javeriana Bogotá, Diana, tercia en la conversación reconociendo la importancia que da a una alianza con Radio Caracol. «Hacemos la pre-producción. Caracol se encarga de la edición y la emisión. Conseguimos así colocar en la agenda temas que las radios comerciales no suelen afrontar y, además, con una profundidad y profesionalidad que los hace atractivos».

«La credibilidad», subraya Diana, que en su día trabajó en un equipo de la campaña política de no sabemos qué candidato. “Eso se consigue en la radio; y por eso muchos candidatos huyen, porque quedan desnudos”. Nos explica que en su tiempo de comunicadora política descubrió que los equipos se orientaban a desinformar sobre el adversario. “Bulos, rumores, mentiras”, nos describe como si fuera el menú de un desayuno mientras dialogamos sobre una misión, la de fe y justicia, reconciliación y diálogo, que solo puede prosperar en la verdad. «Fue como llegar a un mundo de cartón piedra, pero ahora más voluble, porque es digital. La apariencia es el criterio», subraya.

Diana, de comunicaciones del CINEP/Programa de Paz, se muestra firme partidaria de la presencia comunicativa: «Si no estás en las redes, no existes». CINEP, dirigido actualmente por Martha L. Márquez Restrepo, es una institución con medio siglo de trayectoria que nació como un compromiso con la paz de los jesuitas de Colombia. Diana subraya la necesaria profundidad de nuestra comunicación: “El CINEP nació como un Centro de Investigación y Acción Social, y sin la investigación, nuestras propuestas comunicativas se vacían. Pero los medios simplifican y nuestra labor trata de darle una respuesta compleja a una realidad que es, todavía, más compleja«. Disfruto junto a Diana durante el recorrido en la chiva que traquetea y descoloca las cervicales. Vamos llegando al recinto del Instituto Mayor Campesino. Nos espera la cena y luego una cerveza en torno al fuego..

«Se nos llama a soñar e inspirar lo imposible», explica Laura, secretaria ejecutiva de Planificación Apostólica de los Jesuitas de Colombia. Ahora, en el aeropuerto tengo delante la imagen de la ingeniera agrónoma que trabaja en la potabilización de las aguas de la comunidad de Aguacate y Potrillo, cerca de Restrepo. Me cuenta que dejó Cali convencida de que hace falta otro modo de vida. Se encarga del vivero de plantas que llevamos a la quebrada del nacimiento. Estamos allí y con nuestras manos hemos sembrado. Darán sombra al cauce, atraerán humedad y darán cobijo a las especies autóctonas. «Se trata de vivir de otro modo. Por eso me vine. Por eso estoy aquí». Me llaman a embarcar. Doy gracias por tanto bien recibido. Delante del fuego, la noche anterior, Male, la responsable de Comunicación Jesuitas de Colombia, me agradece la presencia y enfatiza: «Soñar lo imposible, esa es nuestra labor comunicativa».

[Imagen del encuentro cedida por el autor]