fe adulta
Para una persona teísta, que lo concibe como un ser separado, por más que pueda experimentarse como una “presencia íntima”, amar a Dios no es tan diferente de lo que podría ser amar a cualquier persona. Se trataría de poner en él la atención y el corazón, en una actitud de docilidad y obediencia.
Lo que ocurre es que ese “dios separado” tiene mucho, si no todo, de constructo humano, de creación de la mente proyectiva que, imaginándolo, “personifica” en un supuesto ser el misterio de la Profundidad de todo lo que es y somos. Tal forma de verlo encaja perfectamente con un nivel de consciencia mítico y con un modelo mental de cognición. Es decir, siempre que se identifica el conocer con el pensar -dando por supuesto que solo existe el conocimiento mental-, es imposible referirse a aquella dimensión que nos trasciende sin objetivarla, es decir, sin convertirla en un objeto. De ese modo, aquello que no tiene límite se convierte, en la práctica, en algo limitado; y aquello que no puede tener nombre -por no ser un objeto-, se convierte en un concepto que, en el extremo, la mente cree llegar a poseer: en el proceso, «Dios» se ha convertido en un ídolo.
Ya en el propio teísmo, el mandato de amar a Dios por encima de todas las cosas entrañaba riesgos, como aquel de pensar en un dios celoso y un tanto narcisista, capaz de enojarse, castigar y condenar eternamente a quien no lo amara lo suficiente.
Superado el teísmo, ¿qué podría significar la expresión “amar a Dios”? Entendida literalmente, y teniendo en cuenta la carga histórica y cultural que arrastra, suena hueca y carente de sentido. Sin embargo, si se toma simbólicamente, tras soltar creencias, imágenes, ideas y conceptos sobre la divinidad, tal vez pueda evocar algo lleno de sentido.
Si el término “Dios” alude a “Eso que no tiene nombre” -ni puede tenerlo-, es decir, a nuestra propia dimensión de profundidad, donde nos descubrimos ser más que el cuerpo, la mente, el psiquismo, el yo…, venimos a descubrir que, si se entienden bien, “Dios” y “Amor” son términos absolutamente equivalentes y, por tanto, intercambiables.
Amar a Dios es comprender que el amor es el fundamento de todo, nuestra identidad más profunda. Y que en eso consiste la sabiduría y el acierto en la existencia: en vivirnos desde nuestra identidad, desde la coherencia y la armonía con lo que somos. Amar a Dios es comprender y vivir que todo es Uno -amor es certeza de no separación- y que, en nuestra dimensión profunda, somos igualmente Uno con todo lo que es.
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