Si hablamos de la tragedia de Lampedusa, hay poco que añadir a los
hipócritas lamentos de las autoridades europeas y a las justísimas
denuncias de activistas, organizaciones e inmigrantes. Hace años el
teólogo costarricense de origen alemán, Franz Hinkelammert, resumió en
dos palabras esta rutinaria abundancia de cadáveres cosechados en mares y
desiertos en las fronteras de Occidente: “genocidio estructural”.
Esta idea de “genocidio estructural”
implica, por supuesto, una acusación: las estructuras no se imponen
solas sino que necesitan decisiones políticas que las mantengan en
marcha, decisiones políticas que eventualmente podrían también
desactivarlas. Cuando una estructura es incompatible en su raíz con la
Declaración de los DDHH y la más elemental dignidad humana, las
decisiones que se toman para mantenerla viva adquieren un aura
necesariamente truculenta, un aire de lúdica crueldad infantil, la forma
de un gran bostezo nihilista. Supongo que a Barroso y Letta no les
habrá gustado ser recibidos en Lampedusa al grito de “asesinos”. No se
sienten “asesinos” y probablemente les produce horror sincero la pila de
cadáveres acumulados a sus pies. Pero tienen que tragarse los insultos y
los remordimientos de conciencia y responder de manera responsable a
sus compromisos con la “estructura”, de los que en alguna medida
dependen también los votos de sus electores.
Lo cierto es que las medidas tomadas por la UE y el gobierno italiano
convierten a nuestros gobernantes en una especie de imaginativos
diseñadores de yincanas infantiles o, mejor, de trepidantes concursos de
televisión. No seamos más piadosos que ellos. Aumentar el presupuesto
para los CIEs, reforzar la vigilancia en el Mediterráneo y conceder la
nacionalidad a los muertos
-mientras se sigue persiguiendo a los supervivientes- nos conviene y es
además divertido, pues transforma los desplazamientos migratorios en el
más caro deporte de riesgo del mundo: pagad miles de euros por la
inscripción, oh jóvenes aventureros, y lanzaos una y otra vez al mar
sorteando tempestades y patrulleras; si tocáis tierra vivos, os
devolveremos, como en el juego de la oca, al punto de partida, os
encerraremos, como en el juego de la oca, en prisión u os obligaremos a
trabajos forzados clandestinos, como en el juego de la oca, expuestos a
toda clase de abusos y desprecios. ¿Y no se puede ganar? ¿Cómo se gana
en este concurso? Muriéndose. Si morís en nuestras playas, jóvenes
aventureros, un dulce manto de piedad universal cubrirá vuestros cuerpos
y recibiréis además el gran premio, el sueño finalmente cumplido, la
gran ambición de vuestra vida por fin satisfecha: la nacionalidad
italiana.
Este juego macabro tiene que ver obviamente con la “estructura”. Tiene que ver, como dice Eduardo Romero
citando a Marx, con nuestro “deseo apasionado de trabajo más barato y
servil” -una selección “negrera”- y con nuestro escaso respeto por las
fronteras ajenas: intervención económica en naciones saqueadas, acuerdos
con dictadores y violación física de la soberanía territorial. Una
buena parte de las víctimas de Lampedusa, por ejemplo, procedían de
Somalia, en cuyas aguas nuestros barcos europeos depositan desechos
contaminantes y roban el atún para nuestras mesas. No olvidemos que
mientras decenas de somalíes morían ahogados en las costas italianas, un
tribunal español juzgaba a algunos expescadores de ese expaís africano
por “piratería”.
Pero esta idea de premiar a los muertos con la nacionalidad póstuma
-mientras se castiga a los vivos por haber sobrevivido- entraña una
declaración de guerra y un malentendido racista. A estos jóvenes
aventureros que creen en la libertad de movimiento y en el derecho a una
vida mejor se les está diciendo que sólo serán aceptados e integrados
en Europa una vez muertos, como cadáveres hinchados por el agua, y sólo
si mueren a la vista de todos y en número suficiente como para no poder
ocultarlos bajo las alfombras. Os queremos muertos. O parafraseando un
viejo dicho: el único inmigrante bueno, el único inmigrante asimilable
es el inmigrante muerto.
Al mismo tiempo, el premio de la nacionalidad póstuma es un acto de
propaganda racista, que presupone e induce la ilusión de que los
somalíes, eritreos y sirios naufragados en Lampedusa quieren ser
italianos. En un momento en el que cada vez hay más italianos -y
españoles- que no quieren ser italianos -o españoles- y que abandonan a
la fuerza su país, los muertos de Lampedusa, vencedores de esta yincana
nihilista, iluminan una falsa Italia (o España) deseable, apetecible,
rica y democrática, a cuyas bondades aspirarían millones de personas en
todo el mundo.
Es mentira: no quieren ser italianos (o españoles). Uno de los
periodistas a los que más admiro, el italiano Gabriele del Grande, lleva
años numerando y, sobre todo, nombrando las víctimas de este “genocidio
estructural”. Mamadou va a morir es el título elocuente de uno de sus
libros. Pues bien, Del Grande recordaba tras la masacre de Lampedusa
algunos datos elementales: que la mayor parte de los inmigrantes no
entran por mar, que muchos de ellos han intentado entrar antes por la
vía legal, que son ya muchos más los que salen que los que entran y que,
en efecto, la única forma de pararlos es matarlos (en origen, en camino
o en destino). Y se lamentaba con amargura del papel de los medios de
comunicación, que los tratan, al igual que los políticos, como meros
“objetos” de un debate o de una imagen, de manera que “los verdaderos
protagonistas”, los inmigrantes vivos y los inmigrantes muertos, no
tienen nunca voz ni nombre ni razones. Del Grande, que ha viajado y
compartido con ellos los trabajos y los placeres, describe esta
insistencia de tantos africanos en atravesar nuestras fronteras como “el
mayor movimiento de desobediencia civil contra las leyes europeas” y
considera que “si vuelve algún día la paz al Mediterráneo y hay libre
circulación, los muertos de hoy se convertirán en héroes del mañana y se
escribirán novelas y se harán películas sobre ellos y su coraje”.
No quieren ser italianos ni españoles ni griegos. Conservan sus
vínculos afectivos y culturales y con mucho orgullo, como lo demuestran
las remesas mandadas a los países de origen (o el hecho de que sean las
familias las que ahorran el dinero que permitirá al más joven y valiente
de sus miembros pagar al mafioso local y embarcarse hacia Europa). No
quieren ser italianos ni españoles ni griegos, aunque sí quieren tener
algunos de los derechos que los italianos y españoles y griegos están a
punto de perder. Reclaman el derecho a ir y venir y el derecho a
quedarse en sus casas: a viajar y a no viajar, a trabajar, a correr
aventuras, a conocer otros lugares, a amar otra gente y a su propia
gente. No son distintos de nosotros y, si a veces tienen una vida mucho
más difícil, también son más valerosos, más “emprendedores”, más
vitales, más hábiles y menos cínicos. Puede que haya buenas razones
-económicas y ecológicas- para limitar los desplazamientos, pero
entonces habrá que empezar por las
mercancías y los turistas: se mueven mucho más los europeos que los
africanos y con un coste mucho más alto. Y en todo caso, el derecho
universal al movimiento, que implica también el derecho a no moverse y
el derecho a regresar, no puede aplicarse selectivamente con criterios
étnicos, raciales o culturales, y menos imponerse o prohibirse por la
fuerza. Cualesquiera que sean las coartadas “estructurales”, Europa
jamás podrá pretender ser democrática e ilustrada mientras la denegación
de auxilio, la selección “negrera”, la financiación de campos de
concentración y la criminalización de la simple supervivencia
constituyan la normalidad antropológica y jurídica de sus poblaciones y
sus leyes.
El Mediterráneo une las costas y separa a sus habitantes. No nos
dejemos engañar por la trágica imagen de esta grieta llena de agua y de
muertos; ni por la dirección de los flujos humanos. El norte y el sur
del Mediterráneo cada vez se parecen más. Mientras tenemos la impresión
de que ellos vienen hacia nosotros, en realidad nosotros estamos yendo
hacia ellos. Muy deprisa. Y convendría que, de un lado y de otro,
encontrásemos juntos alguna solución, y nos volvamos por propia voluntad
un poco africanos, antes de que nuestros gobiernos empiecen a aplicar
las leyes de extranjería -como ya empieza a ocurrir- a sus propios
ciudadanos. Extranjeros, terroristas, pobres, enfermos, España -e Italia
y Grecia- se están llenando de españoles póstumos; es decir, de
españoles virtualmente muertos.
(*) Santiago Alba Rico es .