Si en la literatura –desde los despertares del feminismo– muchas páginas han tratado de la relación, tantas veces conflictiva, de hijas y madres, también la paterno filial ha encontrado un espacio considerable que deja advertir que es éste un lazo fundamental en la experiencia humana. Así, aunque en los años sesenta oímos hablar hasta el cansancio de un “corte generacional” y alguien a quien citaremos más abajo llega a decir que “el 1900 ha excavado abismos entre padres e hijos”, son bastantes las firmas de autores conocidos que se vienen interesando por esa figura que dejó marcas en la memoria de su infancia que es algo así como una patria. A pesar de que “una generación se levantó contra los padres” –como señala ese mismo autor– la ligadura ata a padres e hijos con un lazo que el olvido no llega a difuminar.
Ya hace unos pocos años, el escritor mejicano Héctor Aguilar Camín en Adiós a los padres, un libro dedicado a la historia familiar, aunque el suyo fue un padre ausente, dejó escrito que “los padres son inaccesibles al conocimiento de los hijos pero no a su imaginación” y que se da la paradoja de que siendo “los dioses cotidianos” de nuestra infancia pasan a resultarnos rutinarios en los años siguientes para ser, al fin, “nuevamente esenciales al final de la vida”. Una constatación que encontramos en otras historias personales, incluidas las de la generación que se levantó contra los padres en el emblemático 68.
El tema se repropone una y más veces porque el de un hijo con el padre es un vínculo único y universal, tan profundo que resulta imposible de ignorar. En este espacio nos ceñiremos a su aparición en las páginas de un escritor al que no faltan frescura y originalidad: Erri de Luca.
Recuerdos y lecturas que se entrelazan
A partir de entrevistas y de anotaciones que se encuentran en las solapas de su veintena de libros, se puede saber que Erri de Luca tiene sesenta y dos años, que nació y creció en la Nápoles del bullicio y la miseria de la postguerra.
Sabíamos que su padre volvió de América lamentando no haberse unido a algún grupo de la Resistencia y que trabajó para dar a los suyos comida, educación y zapatos. Algo que el muchacho sintió como un privilegio respecto a los niños de la calle cuyas penurias le hicieron sentir vergüenza y rabia. Sentimientos que ahora, en su madurez, quiere expresar con palabras a modo de “un ramo de flores sobre la fosa común de su infancia”. Aquella pobreza callejera le empujó a una rebeldía juvenil que comportó desoír a su padre y dejar la casa “para ir a ninguna parte”. A dejar de lado otros posibles y canalizar sus energías en la adscripción a Lotta continua, un grupo que ensayó el lanzamiento de los adoquines romanos en las manifestaciones callejeras del final de los sesenta.
De Luca trabajó como obrero en oficios que encallecen las manos y como camionero en ayuda de la maltrecha Bosnia durante la guerra de los Balcanes. Con la dignidad de quien vive de la fatiga y no del éxito, ha mantenido siempre una vida sobria aprendida de su madre que daba cinco liras (de las de entonces) a las manos vacías y no como mera limosna. Empeñado en gastar su tiempo y sus energías en el lado de los vencidos, en causas casi perdidas. Un empeño que se trasluce en su mismo modo de escribir. Así, en años recientes ha alzado la voz para que no queden sin nombre los que en un viaje de “sólo ida” encuentran su tumba en el Mediterráneo, sin tiempo de arribar siquiera a la pequeña isla de Lampedusa, y se ha sumado a la protesta popular por la apertura de un túnel bajo la cadena alpina.
Como en su recorrido, en su escritura y en párrafos cortos, casi entrecortados, asoma un fondo de convicciones firmes, la ética que ha sostenido sus peripecias, y que explica su estima de los gestos mínimos, los de las gentes que pasan sin ser notadas: “si quieres ser invisible, hazte pobre”, escribió la inteligente Simone Weil, y Erri no lo discutiría. Basta releer su poema sobre lo que considera valioso: Considero valore...
En el reciente A tamaño natural (Seix Barral 2022) ha reunido varias estampas con trazos que dibujan a su modo la relación de padres e hijos en relatos que saltan el tiempo desde el lejano Israel hasta los últimos meses de la Shoà. Son relatos y menciones que se entrelazan. Y en la trama se cruza su memoria personal, textos leídos y releídos, historias oídas y mirada detenida ante un cuadro excepcional de un pintor judío exiliado en París a comienzos del siglo XX.
En distintas páginas y con alusiones siempre breves, pudorosas, a modo de confidencias, Erri de Luca nos deja entrever la silenciosa figura de su propio padre: un hombre dado al trabajo y llevando la vida honrada de tantos buenos vecinos. Y el retrato de un hijo desobediente: “No por una colisión frontal, fue una lenta deserción, me fui dando bandazos sin dirección alguna [...] a mí me alcanzó la llamada de una generación”.
Un padre nunca olvidado, aunque apenas habló con él más que del trabajo manual pero que le enseñó a encontrar agua bajo tierra con su bastón de fresno. Que no llegó a leer ninguno de sus libros aunque tampoco dejó de tenderle una mano sin preguntarle por sus andanzas y convicciones políticas cuando volvieron a darse momentos de cercanía.
Un padre al que –sin decirlo expresamente– parece dedicar la frase que el autor pone en boca de su admirado poeta Chagall y que suena como su propia confesión: “en la deuda de la gratitud se halla el remordimiento de haber dejado indefenso al padre árbol”. En más ocasiones, Erri ha repetido con acento que suena sincero que, de por vida, sigue siendo hijo.
Releyendo la akedà de Isaac
Sin considerarse creyente, aprendió el hebreo antiguo, además del yidish, para leer las Escrituras en su lengua original: tanto aprecia su “sabiduría antigua” y aquellos relatos que se pierden en el tiempo. De ahí que entre los textos aparezcan unos cuantos nombres y episodios bíblicos.
Ya en Hora prima anotó su manera de leer el Libro: "Cada mañana, con la cabeza despejada y serena, acojo las palabras sagradas. He llegado a entender que acogerlas no significa aferrarlas, sino ser alcanzado por ellas, estar tan tranquilo que me deje agitar por ellas, tan indiferente y sin planes personales previos que pueda recibirlos de ellas, tan soso que me deje salar por ellas. Así he hospedado en mi casa las palabras de la Escritura sagrada”.
De ahí también que su “exégesis” resulte tan original como la que desplegó hace unos años en En el nombre de la madre releyendo el Evangelio de Lucas. En A tamaño natural nos sorprende al traducir y detenerse en el relato tradicionalmente conocido como “El sacrificio de Isaac” –que prefiere titular akedà siguiendo el original hebreo– en el que encuentra “la más severa historia entre padre e hijo” que narra la “atadura” irrompible que liga a un hijo con su padre. El traductor y lector que es Erri advierte que la Voz que arrojó a Abraham fuera de su tierra, pide ahora que “tome” nada menos que al hijo único y habido en la vejez de Sara: “la Divinidad –escribe– quiere verificar si basta con una invitación para desencadenar la obediencia de su oyente”.
En la lectura del extraño pasaje, con ayuda del Talmud, nuestro autor compara la enemistad y ruptura de Abraham con su propio padre, Teràn, con la sumisión máxima de Isaac, que no huye ni se defiende del suyo, aunque al caminar hacia el monte donde espera su final llore lágrimas que no brotan precisamente de “los manantiales de alegría” y “los pasos pesen plomo en la cuesta del Moria”.
Con este gesto extremo, Isaac, que ni se rebela ni defiende, “da peso a su padre”, que es como decir que le honra al máximo. Así supera a sus mayores por el extremo de la obediencia. Lo hace –cuida de anotar también De Luca– antes de que la Voz dicte en el Sinaí el mandato/deber de honrar al padre. Y para nuestro exégeta, este antiquísimo relato viene a mostrar que el nudo con que el hijo está atado al padre no es desatable, por lo que le resulta mucho más conforme con el original hablar no ya de “sacrificio” sino de “ligadura” de Isaac.
Un cuadro de Chagall
En París, en el Museo de Arte e Historia del judaísmo, Erri de Luca descubrió el impresionante retrato a tamaño natural que en 1910 Marc Chagall hizo de su padre, al que había dejado en las lejanas orillas del Daugava, en Bielorrusia, donde levantaba cargas pesadas y removía arenques en salmuera con sus manos heladas.
Pocas descripciones conmueven como ésta, que se alarga saltando páginas y enlazando con otras, en la que Erri se detiene en el pincel de Marc Chagall, el hijo pintor que en la noche honra con un cerco rojo los ojos quemados del padre. Y con capas superpuestas de pintura negra sus ropas viejas oliendo a pescado y a sal: “Para Marek –nombre original de Marc– el futuro está sobre el lienzo. Para un artista el futuro es terreno ya sembrado […] Marek en París absorbe, filtra, apesta a pintura […] Es el amanecer, el cuadro está terminado. Su padre está allí, frente a él ¿Puede un retrato equilibrar la brecha entre la obra del padre y la noche de gratitud de un hijo?”.
Y De Luca no olvida recordar que, en el siglo de promesas y masacres, el hijo, ahora asentado en las orillas del Sena, como quien nada río arriba, cumple con el deber imperioso de pintar el lugar donde llegó al mundo. Y vuelve con la memoria a la ribera de otro río para retratar a una figura que reúne toda su gratitud: la de un hombre vestido de negro, dibujado a tamaño natural. Se trata de Zakhar Chagall, su lejanísimo padre, el de las manos heladas y olientes: “es la culminación que alcanza la nostalgia”.
Las manos heladas no besadas –observa Erri– no están presentes: Marek/Marc no se atrevió a representarlas porque de aquel olor había huido y representaban algo de lo que no se enorgullecía. Las capas de color responden –añade el escritor que contempla en el museo la impresionante figura del padre lejano– “a un remordimiento y a una gratitud tardía”.
No es atrevido pensar que esos sentimientos que encontramos en esta cadena de recuerdos son los de muchos más hijos que reconocen, pese a todo lo pasado o silenciado en sus historias personales, que hay ataduras que vinculan de por vida a un hijo con su padre.
Felisa Elizondo, teóloga
Religión Digital