Las lecturas de hoy tienen como tema central la justicia de Dios, expresada plenamente en el amor misericordioso para con el prójimo. El relato que leemos del profeta Isaías se enmarca en el contexto del ayuno, en donde se realiza una fuerte crítica al pueblo de Israel por sus prácticas religiosas desarticuladas de la fe y la justicia con los pobres. El profeta llama a realizar el verdadero culto a Yahvé, ligado íntimamente con la justicia y la misericordia. Las prácticas religiosas deben salir del corazón y deben dar como fruto una verdadera justicia social, concretizada en el compartir del pan con el hambriento, en la solidaridad con los que sufren, en preocuparse visceralmente por los hermanos pobres, pues en ellos, en los abatidos, en los mal vistos, es donde el mismo Dios se revela; es en ellos donde la luz de Dios se hace presente; es donde el Dios de Israel verdaderamente habita. ··· Ver noticia ···
Mt 5, 13-16
Jesús da a conocer, con dos imágenes audaces y sorprendentes, lo que
piensa y espera de sus seguidores. No han de vivir pensando siempre en
sus propios intereses, su prestigio o su poder. Aunque son un grupo
pequeño en medio del vasto Imperio de Roma, han de ser la «sal» que
necesita la tierra y la «luz» que le hace falta al mundo.
«Vosotros sois la sal de la tierra». Las gentes sencillas de
Galilea captan espontáneamente el lenguaje de Jesús. Todo el mundo sabe
que la sal sirve, sobre todo, para dar sabor a la comida y para
preservar los alimentos de la corrupción. Del mismo modo, los discípulos
de Jesús han de contribuir a que las gentes saboreen la vida sin caer
en la corrupción
«Vosotros sois la luz del mundo». Sin la luz del sol, el
mundo se queda en tinieblas: ya no podemos orientarnos ni disfrutar de
la vida en medio de la oscuridad. Los discípulos de Jesús pueden aportar
la luz que necesitamos para orientarnos, ahondar en el sentido último
de la existencia y caminar con esperanza.
Las dos metáforas coinciden en algo muy importante. Si permanece
aislada en un recipiente, la sal no sirve para nada. Solo cuando entra
en contacto con los alimentos y se disuelve en la comida puede dar sabor
a lo que comemos. Lo mismo sucede con la luz. Si permanece encerrada y
oculta, no puede alumbrar a nadie. Solo cuando está en medio de las
tinieblas puede iluminar y orientar. Una Iglesia aislada del mundo no
puede ser ni sal ni luz.
El papa Francisco ha visto que la Iglesia vive encerrada en sí misma,
paralizada por los miedos y demasiado alejada de los problemas y
sufrimientos como para dar sabor a la vida moderna y para ofrecer la luz
genuina del Evangelio. Su reacción ha sido inmediata: «Hemos de salir
hacia las periferias existenciales».
El papa insiste una y otra vez: «Prefiero una Iglesia accidentada,
herida y manchada por salir a la calle que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No
quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada
en una maraña de obsesiones y procedimientos».
La llamada de Francisco está dirigida a todos los cristianos: «No
podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos». «El
Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro». El papa quiere introducir en la Iglesia lo que él
llama la «cultura del encuentro». Está convencido de que «lo que
necesita hoy la Iglesia es capacidad de curar heridas y dar calor a los
corazones.