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miércoles, 10 de octubre de 2012

Mahoma como excusa

La estrategia del “Choque de Civilizaciones”, que tan irresponsablemente diseñara el politólogo norteamericano Samuel Huntington en un libro del mismo título en la década de los noventa del siglo pasado al servicio del Pentágono, sigue viva y activa, y está siendo atizada de manera organizada por el fundamentalismo islamófobo en Occidente. A las provocaciones de dicho fundamentalismo están respondiendo con especial violencia grupos musulmanes minoritarios alentados por organizaciones islamistas radicales y apoyados por el wahabismo saudí.
El discurso anti-islámico cuenta con pocos seguidores, pero va ganando terreno en los diferentes campos de la vida pública: cultural, político, económico, religioso, cívico, educativo, laboral, familiar, en el imaginario social, en la conciencia de los ciudadanos, y, a veces, tiene su reflejo en las leyes. El discurso da lugar a prácticas beligerantes que cuentan con altavoces muy potentes en no pocos medios de comunicación que difunden y aplauden sus bravuconerías y llevan al extremo el viejo adagio de personas y organizaciones sin escrúpulos morales “el fin justifica los medios”. Su habilidad, solo aparente, consiste en hacer ver que detrás de sus posicionamientos agresivos se encuentra todo Occidente, incluidos sus gobernantes, y en contar con el apoyo de ideólogos que se hacen eco de sus propuestas, las elevan a la categoría de “principios” y les dan un aire de respetabilidad de la que carecen ética y políticamente. Unos y otros atizan el fuego del conflicto y ejercen la misma función iconoclasta de la gasolina que se arroja al fuego para que se extienda, tenga efectos cada vez más destructivos y genere el pánico en la ciudadanía.
Este discurso recurre a diferentes géneros literarios, especialmente la caricatura, el panfleto, el audiovisual, etc. con el objetivo de falsear la realidad y con la calculada intención de provocar la reacción violenta de sectores radicales del Islam. En 2005 fueron unas caricaturas satíricas contra Mahoma publicadas en el periódico danés de extrema derecha Jyllands-Posten y reproducidas por algunos diarios y revistas europeos las que encendieron le mecha de la islamofobia y provocaron reacciones violentas, si bien minoritarias, en algunos países de mayoría musulmana. Un año después vino a echar leña al fuego el desafortunado y, a mi juicio, irresponsable discurso de Benedicto XVI en Ratisbona, donde, citando al emperador bizantino Manuel II Paleólogo, afirmó que Mahoma solo trajo cosas malas e inhumanas y que ordenó difundir la fe musulmana con la espada. En ningún momento expresó su desacuerdo con la cita, lo que pareciera significar que compartía su contenido. Ahora ha sido el video burdo y procaz La inocencia de los musulmanes, que insinúa que Mahoma era homosexual y pedódilo y lo presenta como una persona de costumbres depravadas, al tiempo que su director, Nakoula Basselef Nakoula, detenido y encarcelado sin fianza por estafa bancaria al considerársele un peligro para la comunidad, ha definido al Islam como un “cáncer”. Después vinieron las viñetas del semanario satírico francés Charlie Hebdo igualmente ofensivas contra Mahoma.
La excusa para atizar la estrategia del choque de civilizaciones es siempre la misma: la imagen insultante y deformada de Mahoma, del Islam y de los musulmanes, que viene repitiéndose desde la Edad Media en Occidente en la mayoría de las biografías de autores occidentales y que falsea la verdadera personalidad del Profeta y de la religión fundada por él. Mahoma es presentado y representado como impostor, mendaz, intolerante, libertino, lujurioso, pervertido sexual, despiadado, violento, predicador de la guerra santa, visionario de conciencia alterada, destructor del cristianismo. A la imagen violenta de Mahoma se contrapone la de Jesús de Nazaret considerado como ejemplo de mansedumbre, paz y tolerancia.
Deformada y manipulada es igualmente la imagen del Islam, presentado como religión fundamentalista, uniforme, ritualista, patriarcal, retrasada culturalmente, anti-ilustrada y contraria a la Modernidad, incompatible con la democracia y los derechos humanos, enemiga de Occidente y del cristianismo. Es vista como una religión violenta, “la más violenta de las tres religiones monoteístas”, al decir de Huntington. Se contrapone al cristianismo, que aparece como una religión respetuosa del pluralismo, defensora de la paz, ejemplo de diálogo y de tolerancia, adaptada a la modernidad, etc. A los musulmanes se les muestra como gente violenta, fanática, irracional, que piensan con la espada, predican y practican la guerra santa como sexto pilar del Islam hasta conseguir la conversión del mundo entero a su religión.
Estamos ante una construcción ideológica de la realidad que es necesario desenmascarar. Se trata de una visión maniquea y falseadora de la historia que hay que desmentir. El choque de civilizaciones no es una ley de la historia. Coincido con el líder político y religioso iraní Muhammad Jatami, presidente de Irán de 1997 a 2005 y promotor de la iniciativa “Diálogo de Civilizaciones”, en que las civilizaciones no han chocado. Estrictamente hablando, las guerras del pasado no eran conflictos entre civilizaciones, sino entre Imperios por razones expansionistas. El choque de civilizaciones tampoco es hoy una realidad, y menos aún una necesidad. No tiene justificación alguna. Es necesario desactivar los choques de los fundamentalistas de distinto signo, negarles todo protagonismo en la conducción de la historia y no caer en sus provocaciones. La alternativa es el diálogo entre culturas, religiones e ideologías como el mejor camino para resolver los conflictos pacíficamente, luchar contra la pobreza y construir un mundo inter-cultural e inter-religioso más justo, fraterno y sororal.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Islam. Cultura, religión y política (Trotta, 2010, 3ª ed.).
(EL CORREO, 6 de octubre de 2012)

Iglesia de Jesucristo, Iglesia de los pobres


El 11 de octubre de 2012 se celebra el 50º aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Esta fecha es la que ha escogido Benedicto XVI para proclamar un Año de la Fe. Será una ocasión propicia para que comprendamos con mayor profundidad que el fundamento de la fe cristiana es «el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, Jesucristo, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» («Deus caritas est», 1).
Ese mismo 11 de octubre, pero del año 1962, se inauguraba la primera sesión del Concilio Vaticano II. Un concilio que contribuyó decisivamente a cambiar en profundidad la vida de la Iglesia en mayor fidelidad al Evangelio de Jesús, a pesar de sus lógicas limitaciones, y que ha dado muchos frutos en la vida de la Iglesia en favor de su servicio a la humanidad. Un concilio que en no pocos aspectos es hoy más un desafío que una realidad en la vida de la Iglesia, siempre necesitada de conversión a Jesucristo y de renovación. Un concilio que sigue siendo un camino abierto para hoy y para el futuro.
Aquí es imposible aunque solo fuera enumerar toda la riqueza del Concilio Vaticano II y lo que significa hoy para nuestra Iglesia. Por eso, solo vamos a subrayar un aspecto que destacaron los dos papas del Concilio. Juan XXIII invitó al Concilio a tener ante el mundo una mirada y una actitud de «misericordia», para servir mejor a la humanidad reconociendo y ayudando a reconocer la presencia amorosa del Dios de Jesús en nuestro mundo y nuestra historia. Pablo VI subrayó, en ese mismo sentido, que en el Concilio «hemos aprendido a amar más y servir mejor».
¿Qué significa hoy para nosotros, para nuestra Iglesia ese amar y servir mejor? Ante todo, «llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad», pues «la Iglesia evangeliza cuando trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos» (Pablo VI, «Evangelii nuntiandi», 18). Y, para ello, poner, como hizo Jesús, en el centro de nuestra vida, preocupaciones y acción, la causa de los pobres y de la fraternidad, combatiendo el empobrecimiento, la injusticia y la deshumanización que asolan nuestro mundo, provocan un sufrimiento inmenso y niegan el Plan de Dios de una humanidad fraterna.
El propio Concilio expresa lo que consideramos hoy el gran desafío de nuestra Iglesia para ser «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» («Lumen gentium», 1).
Dos textos del Concilio lo concretan así: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (…) La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» («Gaudium et spes», 1). «Cristo fue enviado por el Padre para anunciar la Buena Noticia a los pobres, anunciar la liberación a los cautivos, devolver la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos…, sanar a los de corazón destrozado (Lc 4, 18) (…). También la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos» («Lumen gentium», 8).
El gran servicio de la Iglesia a nuestro mundo es ser en verdad signo e instrumento de que formamos una sola familia humana. Hijos de un mismo Padre y llamados a vivir la fraternidad, a construir la comunión en el amor y la libertad. Nuestro destino es vivir la plenitud de esa comunión en Dios y con Dios. Esa realidad de comunión es posible porque nuestro mundo está habitado por el amor, la bondad y la misericordia sin límites de Dios, capaz de transformar nuestra vida hacia la comunión. Toda la lucha por la dignidad, la fraternidad y la justicia es testimonio de que no estamos condenados al sufrimiento y la injusticia.
Pero la comunión solo es posible desde la compasión (el asumir el dolor del otro como propio, el tener entrañas de misericordia, el «padecer con» el otro). Esta compasión fundamenta y da consistencia a la solidaridad afectiva y efectiva con los empobrecidos, cuya existencia es la negación de la comunión, la ruptura radical de la fraternidad.
Por eso, amor y justicia para los empobrecidos son inseparables.
El gran desafío para la Iglesia, y para cada uno de nosotros en ella, es ser la Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de Jesucristo. O lo que es lo mismo, ser Iglesia de Jesucristo para ser Iglesia de los pobres. Solo así podremos aportar a nuestro mundo la Buena Noticia de Jesús como camino de humanidad y fraternidad. Nuestro gran desafío hoy, desde los caminos abiertos por el Concilio Vaticano II, es hacer verdad que «el amor por el hombre, y en primer lugar por el pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia» (Juan Pablo II, «Centesimus annus», 58), porque «la Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres» (Benedicto XVI, Discurso en Aparecida).
Y no olvidemos que esto es algo para nuestra manera de vivir y de actuar, no solo para nuestras palabras: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos… En esto hemos conocido lo que es el amor: en que Él ha dado la vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos… No amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3, 14.16.18).

Los obispos han hablado

Por fin, los obispos han hablado sobre la crisis, y no sé si debemos darles la enhorabuena, pero al menos debemos agradecerlos su declaración, por tardía y tímida que sea, y por mucho que la hayan camuflado y condicionado, desnaturalizado y rebajado en una polémica política ajena al tema: la sagrada unidad de la “nación española”.
Han aprovechado que el Manzanares pasa por Madrid o la senyera ondea en Cataluña para hablar de lo que, al parecer, importa más a la cúpula del episcopado español: el movimiento independentista catalán o vasco. Han mezclado churras con merinas, intencionadamente tal vez para despistar al personal o desviar la atención de lo realmente importante. Eso ha sido una pena. (Los obispos catalanes, claro está, se han desmarcado).
Pero dejemos esa cuestión. Pienso que los obispos son habitualmente demasiado locuaces, aunque lo malo no es que hablen, sino de qué hablan y cómo lo hacen. Hablan sin cesar, por ejemplo, de la familia, como si ellos fueran los únicos guardianes de la verdadera familia –ellos que no conocen los gozos y angustias de criar unos hijos, más si cabe en estos tiempos–.
Hablan sin cesar del matrimonio homosexual, y lo reprueban como contrario a la naturaleza y a la ley inmutable de Dios, como si ellos conocieran toda la naturaleza y como si Dios tuviera alguna ley inmutable fuera del amor, como si el amor no fuera la esencia de toda ley, la vocación de la naturaleza, el misterio de Dios.
Y hablan sin cesar de la enseñanza de la religión católica en la escuela pública y la reclaman, como si la religión que ellos enseñan no fuera precisamente lo que aleja a la gente de toda religión.
Pero hay cuestiones de las que debieran hablar a tiempo y a destiempo, a fondo y en detalle, y de las que, sin embargo, habitualmente callan o tratan en términos demasiado generales y vagos: la justicia social, la injusticia vigente, la economía alternativa… O esta situación que padecemos y que llamamos “crisis económica”.
Sobre esto, los obispos, con honrosas excepciones, han callado con un silencio que ofende a la gente más pobre y más numerosa cada vez. Han callado con un silencio que afrenta al Evangelio. Han callado con un silencio que clama al cielo. Nicolás Castellanos, un obispo que dimitió hace años para irse a Bolivia y darse a los últimos, dijo recientemente: “No sé por qué la Iglesia española guarda silencio; es el momento de denunciar como los profetas”.
Pues bien, por fin han hablado, y justo es reconocerlo. Y son de agradecer algunas afirmaciones claras y tajantes, como ésta: “Las autoridades han de velar por que los costes de la crisis no recaigan sobre los más débiles, con especial atención a los inmigrantes”. O esta otra: “Hoy deseamos pedir a quien corresponda que se dé un signo de esperanza a las familias que no pueden hacer frente al pago de sus viviendas y son desahuciadas”.
Pero, aparte esas dos concreciones importantes, encuentro que la Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, después de tanto silencio, se queda muy corta de contenido. Y no por falta de extensión (más de 2.000 palabras, y otras 1000 palabras en el anexo político sobre los nacionalismos periféricos), sino por falta de concreción en la denuncia y en las propuestas, por vaguedad e indefinición en el llamamiento a la conversión, la fe, la esperanza y la caridad. Y en toda la declaración subyace una apenas velada invitación a la resignación y al espíritu de sacrificio de los ciudadanos.
¿Por qué han callado tanto los obispos y por qué, cuando han hablado, no lo han hecho de manera más incisiva, señalando responsabilidades, ofreciendo criterios, sugiriendo pautas, inspirando una esperanza concreta y activa, como haría Jesús? ¿Por qué no lo hacen? ¿Será –sería terrible– que la Iglesia institucional tiene poderosos intereses ligados a los más poderosos, a los grandes bancos y a las subvenciones del Gobierno? No puedo reprimir la pregunta: ¿La Conferencia Episcopal Española se andaría con tantos remilgos si gobernaran los socialistas en vez de los populares?
Dirán que la situación es compleja. Claro que la situación es compleja y que la solución no es fácil, y que no basta con enunciar grandes principios como yo estoy haciendo, pero han de saber que no solo los principios sino también las concreciones de la justicia son infinitamente más sagrados e inviolables que los grandes dogmas, todos ellos tan relativos y contingentes, tan discutibles.
Dirán que hay que ser realistas. Claro que hay que ser realistas, pero resulta incomprensible que apelen al realismo cuando están en juego el trabajo, el sueldo y la vivienda de toda una generación, y que sean tan poco realistas, por ejemplo, con el sexo, el aborto o la eutanasia; y, sea como fuere, no hace falta saber mucha economía para dudar de que sea razonable un gobierno que rescata a unos bancos endeudándose con otros o incluso con los mismos que rescata, y que dedica la mitad de los ahorros obtenidos con los recortes sociales a pagar los intereses de los créditos de los bancos rescatadadores o rescatados, y la otra mitad a pagar los subsidios del paro provocado por sus recortes sociales. ¿Es eso realismo económico o es la parábola de la perversión del sistema y de la necedad de los gobernantes?
Dirán que todos somos responsables. Claro que lo somos, por haber codiciado y derrochado tanto, pero es mucho mayor la responsabilidad de individuos y de empresas que durante décadas nos han animado a ello y así han amasado ingentes fortunas, y la responsabilidad de quienes hoy todavía siguen ganando más y más a costa de la pobreza creciente de la mayoría, y eso no se puede tolerar.
Que los obispos sigan hablando, pues, pero lo hagan con más claridad y valentía, aun a riesgo de equivocarse. Que condenen de manera mucho más contundente la mayor infamia de nuestros tiempos y de todos los tiempos: este sistema capitalista neoliberal basado en el mayor lucro.
Que denuncien de manera unánime y firme esta dictadura universal que hace que el 0,16% de la población mundial sea dueña del 66% de los ingresos mundiales anuales, y hace que en España 1.400 personas (el 0,0035% de la población) controle recursos equivalentes al 80,5% del PIB, e hizo que en el año 2010 las 35 empresas más grandes de España hubieran aumentado sus beneficios en un 24% respecto del año anterior, mientras que los trabajadores se hicieron un 2% más pobres. Que digan bien alto que hablar de democracia mientras las cosas estén así es una farsa.
Que enseñen lo que el Vaticano II enseñó con tanto énfasis: que los bienes de la tierra pertenecen a todos, y que el que acumula roba, y que “quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí”. Que recuerden el dicho de los Santos Padres: “Si no socorres al necesitado, lo matas”. Que imaginen lo que hubieran enseñado todas las Santas Madres si se les hubiera dejado enseñar, ellas que engendraron y dieron a luz tanta vida con tanto dolor.
Que anuncien el “Reino de Dios” que Jesús anunció con la misma unción y el mismo fuego de Jesús. Y que no olviden que el Reino de Dios ha de hacerse en la tierra, como Jesús pensaba.

El arzobispo de Barcelona Cardenal Martínez Sistach prohíbe una conferencia del teólogo Juan José Tamayo

Enviado a la página web de Redes Cristianas
El cardenal Martínez Sistacs, arzobispo de Barcelona, que se encuentra en Roma participando en el Sínodo de Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha prohibido la conferencia que el teólogo y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid iba a pronunciar en la parroquia de Sant Medir (Barcelona) sobre El Concilio Vaticano II, ¿una utopía? el 11 de octubre, el mismo día en que se celebra el cincuenta aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II. En el mismo acto va a hacerse la presentación del último libro del Dr. Juan José Tamayo sobre el tema Invitación a la utopía. Estudio histórico para tiempos de crisis, que acaba de publicar la Editorial Trotta (Madrid, 2012).
La parroquia ha anunciado que la conferencia y la presentación del libro no se suspenden, sino que se celebrarán en un local cercano de Esquerra Republicana de Cataluña en la calle Olzinelles, 116, a las 20,30 del mismo día 11 de octubre, y que ha difundido ampliamente el mantenimiento del acto.
Resulta paradójico que mientras los obispos de todo el mundo se reúnen en Roma coincidiendo con el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II, prohíban la reflexión de los teólogos sobre el mismo evento. Es la mejor demostración de la imposición del pensamiento único en la Iglesia católica por parte de la jerarquía eclesiástica, de la falta de respeto al pluralismo y del proceso de involución que se está viviendo en su seno, en contra de la reforma de la Iglesia, del reconocimiento del pluralismo y de la actitud de diálogo defendidos por el Concilio Vaticano II.
No es la primera vez que el cardenal Martínez Sistacs impide la libertad de expresión y que prohibe al teólogo Juan José Tamayo hablar en la archidiócesis de Barcelona. En noviembre de 2011 prohibió la presentación de su libro Otra teología es posible. Pluralismo religioso, interculturalidad y feminismo, editado por Herder (Barcelona), que cuenta con varias ediciones en menos de un año. ¡Quizá gracias a los obispos!
En ninguno de los casos el arzobispo de Barcelona ha dado razones para dicha prohibición ni al teólogo, ni al párroco de Sant Medir. Ha sido una imposición autoritaria. En ambos casos el cardenal Sistacs ha cedido a las presiones de los sectores integristas que en sus blogs le han exigido dicha prohibición y ha demostrado falta de autonomía. Se ha plegado a los deseos del neoconservadurismo eclesiástico a la espera de los favores que le ha prometido el Vaticano..
El profesor Tamayo es, sin duda, el teólogo más cuestionado y vetado por la jerarquía católica, quien en 2003 le calificó de arriano y condenó su libro Dios y Jesús. El horizonte religioso de Jesús de Nazaret, del que Trotta publicó cuatro ediciones en pocos meses. Las acusaciones contra el libro eran las mismas que se hicieron antes y después a otros colegas como Hans Küng, Schillebeeckx, Jon Sobrino, etcétera: negar la divinidad de Jesucristo, el carácter vicario de su muerte y el carácter histórico de la resurrección, y criticar los Concilios en los que definieron los dogmas cristológicos.
De entonces para acá se han sucedido las diferentes prohibiciones de obispos, arzobispos y cardenales españoles. En 2011 el cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española prohibió una conferencia suya titulada ¿Ha muerto la teología de la liberación?
Unos meses después fue el obispo de Palencia, monseñor Esteban Escudero, quien intentó prohibir la presentación del libro de Tamayo Otra teología es posible, a través de una nota en la que alertaba a los palentinos de que el autor no podía ser considerado teólogo católico y de que sus doctrinas contribuían a desorientar la fe de los cristianos. Cabe recordar que Juan José Tamayo es de Amusco, pueblo de la Tierra de Campos palentina y, hablando en Palencia, se encontraba como en su casa. El obispo no consiguió su objetivo de impedir que se impartiera la conferencia, ya que no estaba organizada por ninguna institución eclesiástica de la diócesis, sino por la Universidad Popular de Palencia, ni se celebraba en ningún local perteneciente a la Iglesia católica, sino en la Biblioteca Popular. Tampoco logró convencer a sus paisanos de la peligrosidad del libro ni de que sus ideas eran heréticas. Todo lo contrario: la ciudad se puso del lado del teólogo, y asistieron a la conferencia más de 500 personas, inusual en la pequeña ciudad castellana.
Este año Tamayo ha tenido que soportar dos prohibiciones más. En mayo el arzobispo de Oviedo impidió la celebración de las Jornadas que celebra anualmente la Iglesia de Base de Gijón en la Casa de la Iglesia, esta año sobre Los Fundamentalismos. La prohibición era la mejor prueba de que el arzobispo de Oviedo estaba instalado en el fundamentalismo católico-romano, que condena y expulsa de la Iglesia a las comunidades de base antes de escucharlas, niega la libertad de expresión de os teólogos y teólogas y no acepta el disenso. Pero de nuevo hubo espacio alternativo, y las Jornadas pudieron celebrarse en las instalaciones que generosamente facilitó el Proyecto Hombre de Gijón. Así, el profesor Tamayo pudo pronunciar su conferencia sobre “El diálogo interreligioso como alternativa a los fundamentalismos” con la asistencia de más de doscientas personas. Con su conferencia, extremadamente respetuosa con el pluralismo, estaba mostrando el camino a seguir por la jerarquía eclesiástica, que no aprendió la lección.
En julio de este año, a su vuelta de un viaje por Costa Rica y El Salvador, Tamayo tenía que pronunciar una conferencia sobre la Iglesia en Centroamérica en el Monasterio de Silos (Burgos) invitado por el prior. No pudo celebrarse por la prohibición del abad.
En ningún caso se han dado razones, ni se han puesto por escrito las prohibiciones. En algunos casos se ha llegado a amenazar a los sacerdotes con sancionarlos si desobedecían la orden episcopal y autorizaban la conferencia de Tamayo.
Preguntado el profesor Tamayo por su actitud ante este cúmulo de vetos, se ha mostrado sereno, les ha restado importancia y ha manifestado que “las prohibiciones episcopales y cardenalicias de las que es objeto no son expresión de autoridad, sino de autoritarismo, no son pruebas de poder, sino de impotencia, no reflejan valentía, sino debilidad, no revelan firmeza, sino miedo a la libertad, al pluralismo, a la crítica, al disenso y, en definitiva, al Evangelio”, Y ha ido más allá al afirmar que prohibiciones jerárquicas de este tipo demuestran que “la Inquisición sigue viva y activa” y que, “a pesar de que en 1966 se suprimió el Índice de Libros Prohibidos, sigue funcionando y está a pleno rendimiento”.
Ha recordado que “durante los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XXIII han sido condenados más teólogos y teólogas y se ha ejercido la censura más que durante el pontificado de San Pío X, que colocó en el Índice de Libros Prohibidos” más de 150 obras”. Ha concluido sus declaraciones de manera contundente: “la jerarquía camina en dirección contraria al Vaticano II y se está haciendo, ella sola, el harakiri. Si sigue por ese camino, convertirá la Iglesia en un erial”.

Para eso, mejor callados los obispos españoles

Antonio Duato

Los obispos españoles han hablado por fin. La Comisión Permanente de la CEE ha hecho público Ante la crisis, solidaridad. A mi juicio una vacuidad y una vergüenza. No han dicho nada sobre las causas sistémicas de la crisis, sobre la voracidad de los grandes capitalistas que aprovechan la crisis para hundir todo un país, con la colaboración del gobierno y como hicieron antes con Grecia, sometiéndole a la única receta de los recortes que hunden más la economía real.
Han pronunciado alabanzas vacuas a las víctimas de la crisis porque soportan los sacrificios que se les imponen “con serenidad y espíritu de sacrificio… con civismo y solidaridad”. Y, claro, han ofrecido el apoyo de Caritas… con tal que no les impongan a los obispos ningún recorte y ninguna carga fiscal.
Pero lo más infame es que, en opinión de muchos comentaristas moderados, como José Manuel Vidal , parece Rouco ha aceptado publicar el documento con la inclusión de incluir un infame párrafo en que, bajo el hipócrita pretexto de defender “un valor moral”, atacan la opción política no sólo de CIU sino de una mayoría de catalanes. De forma que se ha roto la mítica unanimidad del episcopado y los obispos catalanes han tenido que señalar su oposición al documento.
Y lo que da más rabia a quienes quisiéramos –tal vez ilusamente– que los obispos católicos retornaran a la libertad profética que muchos tuvieron después del concilio, es que otros episcopados, ante situaciones parecidas hacen documentos públicos muy distintos, que son entendidos y estimados por los medios laicos que se preocupan de la justicia social.
Un ejemplo a seguir lo acaban de dar los obispos chilenos, a través de su conferencia episcopal, que una colaboradora chilena de ATRIO comenta en el post siguiente: Los obispos chilenos actúan como hombres de honor.
Por favor, lean ustedes los dos documentos y comparen. ¿Dónde encuentran análisis crítico de la realidad, denuncia profética y solidaridad con quien sale a la calle a protestar? Claro, los obispos chilenos también obispos y tendrán sus tics, pero han dado un clarísimo ejemplo a los españoles de cómo hay que hablar con concreción e independencia en momentos de crisis.

Cuarenta años de ‘Jesucristo Liberador’

Leonardo Boff, Teólogo, filósofo y escritor

Traducción: ADITAL
Entre los días 7 y 10 de octubre se está realizando en São Leopoldo en el Instituto Humanitas de la Unisinos (universidad jesuita en Rio Grande do Sul), la celebración de los 40 años del surgimiento de la Teología de la Liberación. Allá se encuentran los principales representantes Latinoamericanos de esta teología, destacando, su primer formulador, el peruano Gustavo Gutiérrez. Curiosamente durante el mismo año 1971, sin que uno supiese de los otros, tanto Gutiérrez (Perú), como Hugo Assman (Bolivia), Juan Luis Segundo (Uruguay) y yo (Brasil), lanzábamos nuestros escritos, tenidos como fundadores de este tipo de teología. ¿No sería la irrupción del Espíritu que soplaba en nuestro Continente signado por tantas opresiones?
Yo, para burlar los órganos de control y represión de los militares, publicaba cada mes del año 1971 un artículo en una revista para religiosas ‘Sponsa Christi’ (Esposa de Cristo) con el título: Jesucristo Liberador. En marzo de 1972 reuní los artículos y arriesgué su publicación en forma de libro. Tuve que esconderme durante dos semanas, pues la policía política me buscaba. Las palabras “liberación” y “libertador” habían sido desterradas del lenguaje colectivo y no podían usarse públicamente. Costó mucho trabajo al abogado de la Editora Vozes, quien fuera soldado de las fuerzas brasileñas que combatieron en Italia al nazi-fascismo, poder convencer a los agentes represivos del régimen, que mi obra, era un libro de teología, con muchos rodapiés y citas de autores alemanes, que no amenazaba al Estado de Seguridad Nacional.
¿Cuál es la singularidad de este libro (actualmente ya en su 21ª edición)? El presentaba, fundamentada en una exegesis rigurosa de los evangelios, una figura de Jesús como libertador de diversas opresiones humanas. Con dos de ellas, el se confrontó directamente: la religiosa, expresada en la forma de fariseísmo de la estricta observancia de las leyes religiosas. La otra, política, la ocupación romana que implicaba reconocer al emperador, como “dios” y aceptar la penetración de la cultura helenística pagana en Israel.
A la opresión religiosa Jesús contrapuso una “ley” mayor, la del amor incondicional a Dios y al prójimo. Prójimo para él es toda persona a la cual me aproximo, especialmente los pobres e invisibles, aquellos que socialmente no cuentan.
Ante la opresión política, en vez de someterse al Imperio de los Césares, el anunció el Reino de Dios, un Delito de lesa-majestad. Este Reino suponía una revolución absoluta del cosmos, de la sociedad, de cada persona y una redefinición del sentido de la vida a la luz de Dios, llamado Abba, que significa papacito bondadoso y lleno de misericordia, que hace que todos puedan sentirse sus hijos e hijas, y al mismo tiempo, hermanos y hermanas entre sí.
Jesús actuaba con la autoridad y convicción del alguien enviado por el Padre, para liberar la creación herida por injusticias. Manifestaba un poder que aplacaba tempestades, curaba enfermos, resucitaba muertos y colmaba de esperanza a todo el pueblo. Algo realmente revolucionario iba a acontecer: la irrupción del Reino que es de Dios, pero también de los humanos por su repuesta comprometida.
Al enfrentar las dos opresiones, asumió un conflicto que lo llevó a la cruz. Por ello, no murió en la cama, rodeado de discípulos. Más bien, fue ejecutado en la cruz como consecuencia de su mensaje y de su práctica.
Todo indicaba que su utopía sería frustrada. Pero he aquí, que se manifiesta un hecho sin precedentes: la hierba no creció sobre su tumba. Mujeres anunciaron a los apóstoles que Él había resucitado. La resurrección no debe identificarse con la reanimación de su cadáver, como el caso Lázaro. Mas bien, hay que entenderla como la irrupción de un ser nuevo, que no está sujeto al espacio-tiempo y a la entropía natural de la vida. Por eso atravesaba paredes, aparecía y desaparecía. Su utopía del Reino, como transfiguración de todas las cosas, al no haber sido posible su realización global, se concretizó en su persona mediante la resurrección. Es el reino de Dios concretizado en él.
La resurrección es el dato mayor del cristianismo sin el cual no se sostiene. Sin este evento bienaventurado, Jesús sería como tantos profetas sacrificados por los sistemas de opresión. La resurrección significa la gran liberación y al mismo tiempo, una insurrección contra este tipo de mundo. Quien resucita no es un César o un Sumo Sacerdote, sino un crucificado. La resurrección da la razón a los crucificados de la historia por la justicia y el amor. Ella nos asegura que el verdugo no triunfa sobre la víctima. Significa la realización de las potencialidades ocultas en cada uno de nosotros: la irrupción del hombre nuevo. ¿Cómo entender a esta persona? Los discípulos le atribuían muchos títulos, Hijo del Hombre, Profeta, Mesías y otros. Por fin concluyeron: humano así como Jesús, sólo puede ser Dios. Y comenzaron a llamarlo Hijo de Dios.
Anunciar un Jesucristo liberador en el contexto de opresión que existía y aún persiste en Brasil y en América Latina era y es peligroso. No sólo para la sociedad dominante; también, para ese tipo de iglesia que discrimina a las mujeres y los laicos. Por lo que su sueño siempre será retomado por aquellos que se niegan a aceptar el mundo tal como existe. Quizás sea este el significado de este libro escrito hace 40 años.