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viernes, 29 de junio de 2018

Toca el estado federal

Jaime Richart, Antropólogo y jurista

Una muy vieja aspiración de la progresía española que nunca acaba de fraguar… Y puesto que, visto lo visto, el Estado de las Autonomías ha fracasado, en España, un país de pruebas forzosas de convivencia a lo largo del tiempo, ha llegado la hora del Estado Federal.
En efecto, si la voluntad política y la de los votantes se concentrasen en cambiar la monar­quía por la República y el Estado de las Autonomías por el Estado Federal, España acabaría con la mayor parte de sus problemas teóricos que desestabilizan lo suficiente al país como para ser causa y efecto al mismo tiempo de los proble­mas prácticos. Sólo así estaría a la altura de los tiem­pos. A fin de cuentas España es un territorio que, a es­cala, es de mor­fología similar a la de los Estados Unidos de Amé­rica, que es el paradigma de la democracia burguesa.
En todo caso la característica principal del Estado Federal es que el gobierno central se limita a gestionar la política exte­rior de los Estados que lo integran, y estos disponen de la máxima libertad para regular lo demás confor­me a su oro­grafía, a su naturaleza y a la idiosincrasia de su pobla­ción. El Senado se configura como una efectiva Cámara te­rritorial y no como un órgano que ahora es en España prácti­camente in­operante. Todo ello se com­pleta con un pacto fiscal y una transforma­ción a fondo de la Administra­ción de Justicia…
Las diferencias entre el Estado de las Autonomías actual y el Estado Federal, pese a lo que dicen sus opositores, son nota­bles. La prueba concluyente sobre esas diferencias está en los graves problemas originados, cada uno en su mo­mento, por los Estatutos vasco y catalán enjuiciados por los magistrados conservadores españoles.
Y es que no es posible una verdadera y prolongada paz for­mal y de fondo en una nación compuesta de territorios con muy diferentes sensibilidades y culturas que se mantie­nen adosados a la fuerza; por la fuerza de una constitución ampa­rada subrepticiamente en la carcoma de un éxito en la guerra civil administrado por los herederos de los vencedo­res. Y luego, por fuerzas económicas astuta­mente manejadas por los mismos que se obstinan en mante­ner unidos, artifi­cialmente, a 47 millones de perso­nas en más de quinientos mil kilómetros an­tropoló­gi­camente heterogéneos, bajo una bandera que a po­cos más que a ellos repre­senta…
El Estado Federal es una cuenta pendiente en España que ha de superar, primero su historia anterior en­tre 1939 y 1978, luego las particularidades e historia de sus res­pecti­vos y bien definidos territorios, y luego la mezcla de sensibi­lidades con­trapuestas que, como los dos po­los de un imán, hacen de ella una nación difícilmente go­bernable.
En resumen, sólo en el Estado Federal, con una amplísima autonomía e interdependencia de sus respectivos territorios está la solu­ción. Sólo así podría darse por terminada en Es­paña la madu­ración política que de otro modo a muchos nos pa­rece imposible…

Inacabado como ser, como cristiano y como teólogo


Evaristo Villar

Evaristo Villar1Por segunda vez en poco tiempo le pedido a Evaristo Villar publicar un escrito suyo. Mañana se cumplen 50 años desde que se le impusieron las manos para servir al pueblo de Dios. Provenía de una camada claretiana con auténtico espíritu evangélico que ha resistido el paso del tiempo. Pedro Casaldáliga y Benjamín Forcano eran como hermanos mayores. Los conocí y he seguido desde entonces. Hoy, tras un itinerario diferente, sintonizo con lo que Evaristo expresa a su comunidad madrileña de Santo Tomás de Aquino (STA). AD.··· Ver noticia ··

“Cuando las mujeres eran sacerdotes”

Juan José Tamayo

Tamayo3(Diario EL PAÍS, 10 DE JULIO DE 2002)
Durante los últimos treinta años han aparecido numerosos documentos y declaraciones de teólogos y teólogas, grupos de sacerdotes y religiosos, movimientos cristianos y organizaciones cívico-sociales, e incluso de obispos y cardenales de la Iglesia católica pidiendo el acceso de las mujeres al sacerdocio. Todos ellos consideran la exclusión femenina del ministerio sacerdotal como una discriminación de género que es contraria a la actitud inclusiva de Jesús de Nazaret y del cristianismo primitivo, va en dirección opuesta a los movimientos de emancipación de la mujer y las tendencias igualitarias en la sociedad, la política, la vida doméstica y la actividad laboral.
El alto magisterio eclesiástico responde negativamente a esa reivindicación, apoyándose en dos argumentos: uno teológico-bíblico y otro histórico, que pueden resumirse así: Cristo no llamó a ninguna mujer a formar parte del grupo de los apóstoles, y la tradición de la Iglesia ha sido fiel a esta exclusión, no ordenando sacerdotes a las mujeres a lo largo de los veinte siglos de historia del catolicismo. Esta práctica se interpreta como voluntad explícita de Cristo de conferir sólo a los varones, dentro de la comunidad cristiana, el triple poder sacerdotal de enseñar, santificar y gobernar. Sólo ellos, por su semejanza de género con Cristo, pueden representarlo y hacerlo presente en la eucaristía.
Estos argumentos vienen repitiéndose sin apenas cambios desde hace siglos y son desarrollados de manera sistemática en tres documentos de idéntico contenido a los que apelan los obispos cada vez que los movimientos cristianos críticos se empeñan en reclamar el sacerdocio para las mujeres: la declaración de la Congregación para la Doctrina de la fe Inter insigniores (15 de octubre de 1976), durante el pontificado de Pablo VI, y dos cartas apostólicas de Juan Pablo II: Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988) y Ordinatio sacerdotalis. Sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres (22 de mayo de 1984). La más contundente de todas las declaraciones al respecto es esta última, que zanja la cuestión y cierra todas las puertas a cualquier cambio en el futuro: “Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión … que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
Antes Pablo VI había abonado el terreno en un texto en el que se apoyan los anteriores: “Ella (la Iglesia católica) sostiene que no es admisible ordenar a las mujeres al sacerdocio por razones verdaderamente fundamentales: el ejemplo, consignado en las Sagradas Escrituras, de Cristo que escogió sus apóstoles sólo entre varones; la práctica constante de la Iglesia, que ha imitado a Cristo, escogiendo sólo varones, y su viviente magisterio que coherentemente ha establecido que la exclusión de las mujeres del sacerdocio está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia” (Pablo VI).
Es verdad que la historia no resulta pródiga en narrar casos de mujeres sacerdotes. Esto no debe extrañar, ya que la historia de la Ilesia ha sido escrita por varones, en su mayoría clérigos, y su tendencia ha sido a ocultar el protagonismo de las mujeres en la historia del cristianismo. “Si las mujeres hubieran escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra manera, porque ellas saben que se les acusa en falso”. Esto escribía Cristina de Pisan, autora de La ciudad de las damas (1404).
Sin embargo, importantes investigaciones históricas desmienten tan contundentes afirmaciones del Magisterio eclesiástico, hasta invalidarlas y convertirlas en pura retórica al servicio de una institución patriarcal. Entre los estudios más relevantes al respecto cabe citar: Mujeres en el altar, de Lavinia Byrne, religiosa expulsada de su Congregación por publicar este libro; Cuando las mujeres eran sacerdotes, de Karen Jo Torjesen, catedrática de Estudios sobre la Mujer y la Religión en Claremont Graduate School, y los trabajos del historiador Giorgio Otranto, director del Instituto de Estudios Clásicos y Cristianos de la Universidad de Bari. En ellos se demuestra, mediante inscripciones en tumbas y mosaicos, cartas pontificias y otros textos, que las mujeres ejercieron el sacerdocio católico durante los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia. Veamos algunas de estas pruebas que quitan todo valor a los argumentos del Magisterio eclesiástico.
Debajo del arco de una basílica romana aparece un fresco con cuatro mujeres. Dos de ellas son las santas Práxedes y Prudencia, a quienes está dedicada la iglesia. Otra es María, madre de Jesús de Nazaret. Sobre la cabeza de la cuarta hay una inscripción que dice: Theodora Episcopa (=Obispa). La a de Theodora está raspada en el mosaico, no así la a de Episcopa.
En el siglo pasado se descubrieron inscripciones que hablan a favor del ejercicio del sacerdocio de las mujeres en el cristianismo primitivo. En una tumba de Tropea (Calabria meridional, Italia) aparece la siguiente dedicatoria a “Leta Presbytera”, que data de mediados del siglo V: “Consagrada a su buena fama Leta Presbytera vivió cuarenta años, ocho meses y nueve días, y su esposo le erigió este sepulcro. La precedió en paz la víspera de los Idus de Marzo”. Otras inscripciones de los siglos VI y VII atestiguan igualmente la existencia de mujeres sacerdotes en Salone (Dalmacia) (presbytera, sacerdota), Hipona, diócesis africana de la que fue obispo san Agustín cerca de cuarenta años (presbiterissa), cerca de Poitires (Francia) (presbyteria), en Tracia (presbytera en griego), etc.
En un tratado sobre la virtud de la virginidad, del siglo IV, atribuido a san Atanasio, se afirma que las mujeres consagradas pueden celebrar juntas la fracción del pan sin la presencia de un sacerdote varón: “La santas vírgenes pueden bendecir el pan tres veces con la señal de la cruz, pronunciar la acción de gracias y orar, pues el reino de los cielos no es ni masculino ni femenino. Todas las mujeres que fueron recibidas por el Señor alcanzaron la categoría de varones” (De virginitate, PG 28, col. 263).
En una carta del papa Gelasio I (492-496) dirigida a los obispos del sur de Italia el año 494 les dice que se ha enterado, para gran pesar suyo, de que los asuntos de la Iglesia han llegado a un estado tan bajo que se anima a las mujeres a oficiar en los sagrados altares y a participar en todas las actividades reservadas al sexo masculino al que ellas no pertenecen. Los propios obispos de esa región italiana habían concedido el sacramento del Orden a esas mujeres y éstas ejercían funciones sacerdotales con normalidad.
Un sacerdote llamado Ambrosio pregunta a Atón, obispo de Vercelli, que vivió entre los siglos IX y X y era buen conocedor de las disposiciones conciliares antiguas, qué sentido había que dar a los términos presbytera y diaconisa, que aparecían en los cánones antiguos. Atón le responde que las mujeres también recibían los ministerios ad adjumentum virorum, y cita la carta de san Pablo a los Romanos, donde puede leerse: “Os recomiendo a Febe, nuestra hermana y diaconisa en la Iglesia de Cencreas”. Fue el concilio de Laodicea, celebrado durante la segunda mitad del siglo IV, sigue diciendo en su contestación el obispo Aton, el que prohibió la ordenación sacerdotal de las mujeres. Por lo que se refiere al término presbytera, reconoce que en la Iglesia antigua también podía designar a la esposa del presbítero, pero él prefiere el significado de sacerdotisa ordenada que ejercía funciones de dirección, de enseñanza y de culto en la comunidad cristiana.
En contra de conceder la palabra a las mujeres se manifestaba el papa Honorio III en una carta a los obispos de Burgos y Valencia, en la que les pedía que prohibieran hablar a las abadesas desde el púlpito, práctica habitual entonces. Éstas son sus palabras: “Las mujeres no deben hablar porque sus labios llevan el estigma de Eva, cuyas palabras han sellado el destino del hombre”.
Estos y otros muchos testimonios que podría aportar suelen ser rechazados por el Magisterio papal y episcopal, la teología de él dependiente y los historiadores católicos sometidos a la ortodoxia romana, alegando que carecen de rigor científico. “La ordenación sacerdotal – afirma Juan Pablo II-, mediante la cual se transmite la función confiada por Cristo a los apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, ha sido reservada siempre en la Iglesia católica exclusivamente a los hombres. Esta tradición se ha mantenido también fielmente en las iglesias orientales”. Esta opinión es desmentida por los historiadores y por los exegetas del Nuevo Testamento, que han estudiado el tema en profundidad. Por ello carece de rigor científico y no puede constituir el fundamento de la normativa actual sobre el tema.
El historiador italiano citado Giorgio Otranto expresa su malestar por tal actitud descalificatoria en estos términos: “Lamento tener que decirlo, pero a menudo los historiadores, sobre todo los historiadores católicos, han rechazado estas pruebas y las han considerado sin valor alguno, como si no aportaran nada a la imagen total. Ha habido represión, un intento de apartar a un lado ciertas fuentes históricas a veces por conformismo, a veces por prudencia y a veces por aquiescencia. No digo que ello se haya hecho de mala fe, pero no cabe duda de que el prejuicio según el cual las mujeres no pueden ejercer funciones sacerdotales ha dado lugar a que algunas pruebas se interpretaran erróneamente”.
Yo pregunto: ¿quién es la teología y quiénes son el papa, los cardenales y los obispos, incluso quiénes somos los teólogos, para juzgar sobre el valor de las investigaciones históricas? La verdadera razón de su rechazo son los planteamientos patriarcales en que están instalados.
El reconocimiento de la autenticidad de esos testimonios los llevaría a revisar sus concepciones androcéntricas y a abandonar sus prácticas misóginas. Y a eso no parecen estar dispuestos. Prefieren ejercer el poder autoritariamente y en solitario encerrados en la torre de su “patriarquía”, a ejercerlo democráticamente y compartirlo con las mujeres creyentes, que hoy son mayoría en la Iglesia católica y, sin embargo, carecen de presencia en sus órganos directivos y se ven reducidas a la invisibilidad y al silencio.

Mujeres y casados puedens er ordenados sacerdotes

José M. Castillo, teólogo

Castillo1El Concilio Vaticano Primero, en la Constitución dogmática “Dei Filius” (año 1870), cap. 3º, definió que “deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional (“in verbo Dei scripto vel tradito continentur”), y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas” (Denzinger – Hünermann, nº 3011).
Toda afirmación (o toda práctica) que no entre en el contenido de esta afirmación dogmática puede ser modificada por la autoridad suprema de la Iglesia. En cuanto a las verdades o actividades, que se justifican por el llamado “Magisterio Ordinario Universal” de la Iglesia, debe tenerse cuidado y no concederles un valor absoluto e intocable, ya que, como es bien sabido y por poner un ejemplo, durante siglos, se pensó que era verdad de fe que el sol daba vueltas en torno a la tierra, hasta el extremo de condenar a Galileo cuando afirmó lo contrario. Y hoy sabemos que quien tenía razón era Galileo.
Un problema importante, que la Iglesia tiene en la actualidad, en lo que se refiere a las “verdades de fe”, está en que se puede (y a veces sucede que) hay hechos “históricos” o “sociológicos” a los que se les concede un “valor dogmático”. Esto exactamente es lo que sucede cuando nos preguntamos si las mujeres o las personas casadas podrán ser sacerdotes.
En cuanto a las mujeres, en la Antigüedad, no tenían los mismos derechos que los hombres. Por eso no podían ser testigos oficiales de nada. Ni tomar decisiones sobre otros. Ni sobre ellas mismas (J. Jeremias, “Jerusalén en tiempos de Jesús”, Madrid 1977, pg. 371-387). Es lógico que, en tales condiciones, no podían ejercer cargos de responsabilidad en instituciones públicas. Hoy la situación social y legal de la mujer es completamente distinta. Y, en todo caso, lo que no se puede hacer es convertir en revelación divina lo que no pasa de ser una situación social ya superada. La Iglesia no tendrá credibilidad mientras siga manteniendo la desigualdad de la mujer en dignidad y derechos respecto al hombre.
En cuanto a las personas casadas, el Evangelio no impone ningún mandato respecto al celibato. Por otra parte, el apóstol Pablo dice que es un derecho de los apóstoles vivir y viajar con una mujer cristiana, como lo hacían Pedro y los parientes del Señor (1 Cor 9, 5). La continencia de los sacerdotes empezó a imponerse a comienzos del s. IV, en el concilio de Elvira (Granada). Y la ley del celibato se impuso progresivamente en la Edad Media. Se fijó como ley a partir del concilio segundo de Letrán (en 1138).
La ley del celibato no tiene fundamento bíblico. Y se basa principalmente en las ideas, sobre el puritanismo, que provenían del estoicismo de los griegos del s. V (a. C) (E. R. Dodds).
¿Cómo justifica la Iglesia el empeño por no cambiar esta ley cuando cada día hay menos sacerdotes y, por tanto, más parroquias y comunidades que no pueden tener su vida cristiana organizada y gestionada como la misma Iglesia impone obligatoriamente? Es urgente que la Iglesia estudie este asunto a fondo y sin miedo. Para buscarle la solución a la que los fieles cristianos tienen derecho. De no hacerse así, resultará inevitable controlar un hecho que ya existe: los grupos de laicos que clandestinamente celebran la eucaristía sin sacerdote.
En este delicado asunto, es de suma importancia tener presente que la doctrina de la Ses. VII del Concilio de Trento, sobre los sacramentos, no contiene definiciones dogmáticas. Por las Actas del Concilio se sabe que los obispos y teólogos, que tomaron las decisiones sobre los sacramentos, no llegaron a ponerse de acuerdo en un punto capital: si condenaban como “herejías” o rechazaban como “errores”, las doctrinas y prácticas que rechazaron en esta Sesión séptima (Denz.-Hün., 1600-1630). La Iglesia, por consiguiente, puede y debe sentirse libre, para tomar las decisiones, en temas de sacramentos y de liturgia, que la misma Iglesia vea como más urgentes y necesarias en este momento, para el mayor bien espiritual y cristiano de los fieles

Con Trump nos esperan tiempos dramáticos

 Leonardo Boff


La humanidad está bajo varias amenazas: la nuclear, la escasez de agua potable en vastas regiones del mundo, el creciente calentamiento global, las dramáticas consecuencias de la sobrecarga de los bienes y servicios naturales indispensables para la vida (the Earth Schoot Day).
A estas amenazas se añade otra no menos peligrosa, ya señalada por varios analistas mundiales como los premios Nobel Paul Krugman y Joseph Stiglizt. Recientemente un economista ítalo-argentino, Robeto Savio, co-fundador y director general del Inter Press Service (IPS), ahora emérito, escribió un artículo que nos debe hacer pensar, con el título: Trump vino para quedarse y cambiar el mundo (ALAI-América Latina en Movimiento de 20 de junio de 2018). 
En él afirma que Trump no es una causa del nuevo desorden mundial. Es más bien un síntoma. El síntoma de tiempos en que los valores civilizatorios que daban cohesión a un pueblo y a las relaciones internacionales, quedan simplemente anulados. Lo que cuenta es el voluntarismo narcisista de un poderoso jefe de Estado, Trump, que en el lugar de estos valores colocó, pura y simplemente, el dinero y los negocios. Son éstos los que definitivamente cuentan. Lo demás son perfumerías dispensables para el dominio del mundo. 
El America first debe ser interpretado como sólo América cuenta, y sus propios intereses mundiales. En nombre de este propósito, ya preanunciado en su campaña, Trump rompió tratados comerciales con viejos aliados europeos, la Alianza del Transpacífico y abrió una arriesgada guerra comercial con su mayor rival a China, imponiendo recargos de importación de productos que suman miles de millones de dólares, además de cobrar tasas sobre el acero y otros productos a otros países como Brasil. 
Es propio de figuras autoritarias y narcisistas hacer de menos a las legislaciones. Cuando les conviene, pasan por encima de ellas, sin dar mayores razones. Para Trump vale más la invención de «una verdad» que la verdad factual misma. Las fakenews son un recurso presente en sus twitters. Según Fact Schecker, desde que asumió la presidencia, ha dicho unas 3.000 mentiras. La verdad y la mentira valen para él en la medida que respaldan sus intereses. Curiosamente, venció los principales pleitos, y tiene la aprobación del 44% de la opinión pública, y del 82% de aprobación del Partido Republicano. 
No tolera críticas, y se cercó si asesores súcubos que le dicen para todo «sí», bajo el riesgo de ser, si no, despedidos sumariamente. 
Si es reelegido –lo que no es improbable–, el estilo de gobierno y la negación de toda ética pueden tornarse irreversibles. No olvidemos que Hitler y Mussolini también fueron elegidos y crearon sus mentiras, vendidas como «verdades» todo un pueblo. Podemos estar frente a un mundo marcado por la xenofobia, por la exclusión de miles y miles de inmigrantes y refugiados, por la afirmación excesiva de los valores nacionales en desprecio de los valores de los otros. 
Tales actitudes, transformadas en políticas oficiales, pueden ser fuente de graves conflictos, cuyo «crecimiento» puede incluso amenazar a la especie humana. Cerca de 1300 psicoanalistas y psiquiatras norteamericanas denunciaron desvíos psicológicos graves en la personalidad de Trump. 
Cómo será el destino de la humanidad, puesta en manos de un narcisista de este tipo, cuyo paralelo sólo se encuentra en Nerón, que se divertía asistiendo al incendio de Roma, con la diferencia de que ahora no se trata de un incendio cualquiera, sino del incendio de la entera Casa Común. Como es imprevisible y a toda hora puede cambiar de posición, nos preguntamos, entre asustados y aterrorizados, cuáles serán sus próximos pasos. 

Que Dios, que se anunció como «el apasionado amante de la vida» (Sabiduría 11,24) nos libre de las tragedias que pueden ocurrir, dada la irracionalidad de alguien que anuncia «un solo mundo y un solo imperio» (el imperio norteamericano)