FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA
SAN JUAN BOSCO (Pinchar imagen)

COLEGIO SALESIANO - SALESIAR IKASTETXEA

COLEGIO SALESIANO - SALESIAR IKASTETXEA
ESTAMOS EN LARREA,4 - 48901 BARAKALDO

BIENVENIDO AL BLOG DE LOS ANTIGUOS ALUMNOS Y ALUMNAS DE SALESIANOS BARAKALDO

ESTE ES EL BLOG OFICIAL DE LA ASOCIACIÓN DE ANTIGUOS ALUMNOS Y ALUMNAS DEL COLEGIO SAN PAULINO DE NOLA
ESTE BLOG TE INVITA A LEER TEMAS DE ACTUALIDAD Y DE DIFERENTES PUNTOS DE VISTA Y OPINIONES.




ATALAYA

ATALAYA
ATALAYA

miércoles, 11 de enero de 2012

Soy nieto del Concilio


ATRIO

A mis treinta y cuatro años, y un buen cúmulo de sensaciones y experiencias vividas, recuerdo con un inusitado fervor, la conversación o ponencia de dos personajes, que causaron mella en mí, por el estrecho vínculo que le unen a otras personas o acontecimientos extraordinarios. Una de esas conversaciones fue con Monseñor Rosa Cháves, obispo de El Salvador y amigo personal que fue, de Oscar Romero.

Por otro lado, aun recuerdo las palabras del padre conciliar Giovanni Franzoni en el Congreso de Teología del pasado Septiembre, en las cuales admitía, la autoridad con la que hablan del tema algunas personas que sin estar en el concilio, nunca preguntaron por el, a los padres conciliares aun con vida. En definitiva, cincuenta años desde el comienzo del Vaticano II. A simple vista, me atrevo a decir que solo basta admirar las mordaces viñetas del hermano Cortés sobre el asunto, para acabar uno de contestarse a sí mismo, la pregunta de si efectivamente sirvió para algo el Concilio Vaticano II, además de para eliminar los atriles de los altares y suprimirlos por cojines de colores litúrgicos.

Tremando un poco di commozione” (temblando un poco de conmoción), manifestó Juan XXIII la convocatoria del concilio. Un concilio que desde el punto de vista del papa, no consistía en condenar o anatematizar, sino en presentar renovado el mensaje del evangelio, adaptado a los días, “aggiornato” (apertura, airear), decía. Un concilio que dio a luz, máximas como; “la dignidad humana requiere que el hombre actúe siempre según su conciencia y libre elección”.
Pero un concilio que en la actualidad se desdibuja en los pasillos vaticanos, con los cuales jamás se familiarizó. Desde mi escueta experiencia teologal, comparo el concilio y su desarrollo con la actitud de León XIII, en la revolución industrial. Este papa, lanzó el 15 de Mayo de 1891 la Rerum Novarum, con el deseo de apropiarse exclusivamente para la iglesia, aquello que el socialismo de entonces defendía sobre la dignidad de la persona en el trabajo, y cuyos valores se fundamentan en el evangelio. Una encíclica de armas tomar y columna vertebral de la Doctrina Social de la Iglesia, aunque defenestrara al socialismo de aquellos tiempos. Una encíclica de cuyos capítulos, se desprendía una singular defensa de la dignidad obrera y trabajadora de entonces.
Hasta el punto de que para muchos fue causa de esperanza. Pero solo eso. Casi en papel mojado quedó laRerum Novarum, pues no sirvió en aquella época, para mover efectivamente las conciencias de los poderosos y explotadores de entonces. Comenzando porque los obispos –primeros catequistas de las diócesis-, donde la revolución industrial se vivió más intensamente, y en muchos casos se negaron a la puesta en marcha de la encíclica papal, censurando a quien lo intentaba. (Daens, dirigida por el belga Stijn Coninx.1992)
Con el Concilio Vaticano II, casi paso lo mismo. Casi. Y lo digo así, porque considero que lo ideal hubiera sido una puesta en marcha del mensaje conciliar desde arriba, desde el solio pontificio, para solidificar el objetivo del papa Roncalli y perpetuar su deseo de apertura. Pero tras él, entre los titubeos de Pablo VI, la brevedad de Juan Pablo I, y el giro paulatino y conservador de Juan Pablo II en sus casi treinta años de pontificado, y el confirmado ultra conservadurismo de Ratzinger; hicieron que el grueso del Vaticano II, se halle olvidado en un cajón de la “sacristia mater” vaticana.
Pero el cambio fue posible en algunos estratos de aquella sociedad cambiante. Aquellas reuniones de juventudes ávidas de cambios, necesitadas del aire renovador y con ansias de comprometerse con la causa justa, fraterna, humana y quizás obrera de aquellos tiempos; fueron capaces de organizarse, de empaparse del mensaje conciliador de Juan XXIII y los padres conciliares, y llevar a cabo el comienzo de la renovación de las mentes cristianas, para aquellos que lo desearan, y desde la propia base de la comunidad cristiana y social.
Mis padres fueron hijos del concilio. ¡Hijos de verdad! No como los obispos conservadores, que admiten ser hijos del concilio cuando hacen de su ministerio un arma política de absoluta e incólume presunción de poder, a favor de la iglesia.
Esto no es posible desde el espíritu del Vaticano II. Pero claro, como se han llegado –aunque tarde- a la beatificación de Juan XXIII, ya todos consideran suyo el Vaticano II por haberle rendido honores a su impulsor. ¡Insensateces! El que es del concilio, pone en práctica desde su realidad más inmediata, el espíritu conciliar. El concilio es de los que fueron y se mantienen esperanzados.
El concilio es de aquellos, que con Floristán y Jesús Burgaleta gritaban a Dios en la eucaristía aquellas plegarias ahora prohibidas y en las cuales decimos: “en estos tiempos en los que por un sitio y otro se exigen fidelidades sin reserva y devociones sin límite, nosotros nos sentimos libres, relativizamos todo […], reconocemos que todo lo que ayuda a construir la persona y la sociedad viene de Ti y es inspirado por el Espíritu de Jesús, el único Mesías”.
Y mis padres creyeron en este mensaje y así lo vivieron. Nunca adoctrinaron políticamente ni ideológicamente a ninguno de sus cuatro hijos, pero todos supimos captar el sentido necesariamente aperturista de la evangelización, para llegar a los hombres y mujeres de cada tiempo. Por ello lo admito, soy nieto del concilio. Admito la capacidad de nuestra iglesia para tomar el pulso a la comunidad católica y a la sociedad en general, y escribirlo en un documento, sea exhortación apostólica, encíclica o cualquier otro medio. Pero igualmente reconozco su lentitud e incapacidad desde nuestros hermanos jerarcas, para poner en marcha esos documentos, y en determinar una evangelización que vaya más allá del espíritu de supervivencia, el mantenimiento de privilegios materiales, reconocimientos de la explicita moral católica y otras perlas que todos conocemos.
Ese no es el camino. Repito, ese no es el camino. La gente en general y los jóvenes, salvo el espejismo de las JMJ, se ríen de los sacerdotes cuando les hablan de Jesús previa confesión de sus pecados. No hace falta centrarse en los numerosos y recientes escándalos eclesiásticos, para admitir que como ejemplo de vida, la clase sacerdotal ha dejado de serlo. Y que por ello, y aunque casi nos dejemos la piel en el intento, a los laicos nos toca anunciar con las obras de nuestras manos, el mensaje de Jesús.
En el documento de la proclamación del concilio, se dice que “la iglesia quiere mostrarse amable con todos, benigna, paciente para con sus hijos” (Eclessia, nn.7). Y desde luego, esta frase no es reflejo de la actitud actual de la Iglesia Católica en España. Por ello, no cejemos en el intento de continuar como Jesús, la transformación de las personas desde el corazón. No dejemos de asistir a la presencia de Jesús en nuestras vidas, desde cada realidad cotidiana y eucarística. No dejemos de explorar y desmenuzar el evangelio cada uno, según sus luces y sus circunstancias concretas de su vida. No dejemos de amar y ser amados, por quien quiera y como quiera,“pues en el amor y el propio deseo encontramos igualmente a Dios como sacramento” (José Arregui).
En cada partícula de nuestro ser, Dios habita. Y nos llama a la renovación, desde dentro. Manteniendo el tipo y el ánimo, pues mientras un hijo o nieto del Concilio Vaticano II se mantenga con vida, será posible la imparable apertura y la renovación de la Iglesia de Jesús de Nazaret. Abrazos desde Andalucía.
Floren de Estepa- Estudiante de Teología Cristiana
P.D.: Os recomiendo el libro que he regalado a mis padres para reyes. “365 DÍAS CON JUAN XXIII” Ed. San Pablo.

¿Quien conoce a Dios?



José María Castillo, teólogo

A mucha gente, ni le preocupa ni le interesa esta pregunta. Los que no creen en Dios, los que piensan que Dios es un invento que nos hemos hecho los mortales, porque nos conviene y nos interesa, y también los que aseguran que de Dios no se puede saber nada porque no está a nuestro alcance, todos ésos, por supuesto, están en su derecho de pensar sobre este asunto lo que ellos consideren que es más razonable o más conveniente. Pero, lógicamente, a tales personas les dará igual saber o no saber quién conoce a Dios.
No pretendo, pues, convencer a nadie de que es importante creer en Dios o conocer a Dios. Lo único que pretendo, al escribir esta reflexión, es invitar, a quienes piensan que conocen a Dios (y yo me incluyo aquí el primero), a que nos preguntemos si realmente lo conocemos. O si nuestro presunto conocimiento de Dios, no pasa de ser una “representación”, que nosotros nos hemos hecho, de esa realidad última a la que llamamos Dios, pero que, en verdad, poco o nada tiene que ver con el Dios vivo y verdadero.
Todo esto viene a cuento de lo que se dice en la Primera Carta de Juan: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Yo no sé – lo digo con toda sinceridad – si, al decir “Dios es amor”, con eso se pretende o no se pretende dar una definición de Dios. Sea lo que sea de ese asunto, lo que no admite duda es que quien no ama, no conoce a Dios. Por muy seguro que esté de todo lo que dice la Biblia, el Catecismo, los teólogos o los Concilios, el que no ama, no conoce a Dios. Ni, por tanto, sabe lo que dice cuando habla de Dios. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Y es posible que me ocurra a mí.
El problema está en saber lo que la Primera Carta de Juan quiere decir cuando utiliza la palabra “amor”. El texto griego original pone el término “agápe”. Este término es raro en la literatura griega clásica. En los escritos del Nuevo Testamento, la palabra agápe es muy frecuente. En total, como sustantivo o como verbo, aparece 320 veces. Y se traduce: “amor” o, a veces, “caridad”. Pero la palabra “amor”, tal como se utiliza en el texto de 1 Jn 4, 8 (que estoy comentando), no se entiende si previamente no se tienen en cuenta tres cosas:
1. ¿De qué amor se está hablando ahí? ¿De amor de Dios al hombre? ¿Del amor del hombre a Dios? ¿O del amor de los seres humanos unos a otros? La Primera Carta de Juan habla del amor de Dios, del amor a Dios y del amor mutuo entre los mortales. Pero, cuando se refiere al amor como signo o señal de que conocemos a Dios, se refiere, sin duda alguna, al amor mutuo de unos a otros. En estos consiste la tesis central que defiende el autor de esta Carta, como se advierte enseguida leyendo detenidamente el capítulo cuarto de este escrito. Y así lo explican todos los buenos estudios y comentarios de la Carta.
2. Cuando hablamos del amor de unos a otros, nunca deberíamos olvidar que el amor es una palabra muy ambigua, que, a veces, puede ocultar sentimientos o deseos que nada tienen que ver con lo que es amar a otro ser humano. El verdadero amor existe donde previamente hay respeto, tolerancia, estima, ayuda, bondad, solidaridad, aguante, delicadeza. ¿Cómo es posible amar a alguien, si se le falta al respeto, si se es intolerante con esa persona, si se le trata con desprecio….?
No nos engañemos. En este orden de experiencias, nos equivocamos o nos auto-engañamos constantemente.
3. Cuando decimos que “Dios es amor”, estamos pronunciando una oración gramatical predicativa, en la que el predicado es el “amor”, ya que eso es lo que se predica de Dios. Pero, por la gramática, sabemos que el papel del predicado es explicar al sujeto (“Dios”). Por tanto, lo que la Biblia afirma, en este caso, es que el amor a los demás es el signo o el argumento que demuestra que se quiere a Dios. La Carta lo dice con claridad meridiana: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
La cosa está clara: SOLAMENTE CONOCE A DIOS LA PERSONA QUE RESPETA Y QUIERE A LOS DEMÁS. Todo lo que no sea eso es vivir engañado. Y pretendiendo (quizá sin darse cuenta) ir por la vida engañando a los demás. Además, esto vale para todo el mundo, desde el ser humano más importante, que haya en este mundo, hasta el más insignificante. De este principio universal no se escapa nadie. Ni hay motivo (social, político, económico, religioso) para quebrantarlo