Mc 9, 37-42. 44. 46-47
A FAVOR NUESTRO
Con frecuencia, los cristianos no terminamos de superar una mentalidad de casta privilegiada que nos impide apreciar todo el bien que se realiza en ámbitos alejados de la fe.
Casi inconscientemente, tendemos a pensar que somos nosotros los únicos portadores de la verdad, y que el Espíritu de Dios sólo actúa a través de nosotros.
Una falsa interpretación del mensaje de Jesús nos ha conducido a veces a identificar el reino de Dios con la Iglesia. Según esta concepción, el reino de Dios se realizaría dentro de la Iglesia, y crecería y se extendería en la medida en que crece y se extiende la Iglesia.
Y sin embargo, no es así. El reino de Dios se extiende más allá de la institución eclesial. No crece sólo entre los cristianos sino entre todos aquellos hombres de buena voluntad que hacen crecer en el mundo la fraternidad.
Según Jesús, todo aquél que «echa demonios en su nombre» está evangelizando. Todo hombre, grupo o partido capaz de «echar demonios» de nuestra sociedad y de colaborar en la construcción de un mundo mejor, está, de alguna manera, abriendo camino al reino de Dios.
Es fácil que también a nosotros como a los discípulos, nos parezca que no son de los nuestros, porque no entran en nuestras iglesias ni asisten a nuestros cultos. Sin embargo, según Jesús, «el que no está contra nosotros, está a favor nuestro».
Todos los que, de alguna manera, luchan por la causa del hombre, están con nosotros. «Secretamente, quizás, pero realmente, no hay un sólo combate por la justicia -por equívoco que sea su trasfondo político- que no esté silenciosamente en relación con el reino de Dios, aunque los cristianos no lo quieran saber. Allí donde se lucha por los humillados, los aplastados, los débiles, los abandonados, allí se combate en realidad con Dios por su reino, se sepa o no, él lo sabe»
Los cristianos deberíamos valorar con gozo todos los logros humanos grandes o pequeños, y todos los triunfos de la justicia que se alcanzan en el campo político, económico o social, por efímeros que nos puedan parecer.
Los políticos que luchan por una sociedad más justa, los periodistas que se arriesgan por defender la verdad y la libertad, los obreros que logran una mayor solidaridad, los educadores que se desviven por educar para la responsabilidad; aunque no parezcan siempre ser de los nuestros, «están a favor nuestro» si se esfuerzan por un mundo más humano.
Lejos de creernos portadores únicos de salvación, los cristianos debemos acoger con gozo esa corriente de salvación que se abre camino en la historia de los hombres, no sólo en la Iglesia, sino también junto a ella y más allá de sus instituciones.
ESCANDALIZARSE
El que escandalice a uno...
Mc 9, 37-42.44.46-47
Con cierta frecuencia se oye hablar entre nosotros de acontecimientos, nuevas costumbres, espectáculos o hechos que "provocan escándalo".
Por lo general, se habla públicamente de escándalos cuando se lesionan valores que se consideran esenciales para la convivencia dentro de una sociedad.
Pero es curioso observar que los escándalos que producen mayor irritación son casi siempre aquéllos que hieren las convicciones o la sensibilidad en lo que afecta al terreno sexual.
Jesús, por el contrario, habla más bien del "escándalo religioso", es decir, de todo aquello que puede desviar o alejar de la fe a los "pequeñuelos que creen".
El escándalo puede tener efectos destructivos para el que recibe su impacto, pero puede también convertirse en estímulo y acicate para la fe. No olvidemos que las persecuciones han fortalecido casi siempre la vida de las comunidades cristianas.
Naturalmente, ello depende en gran parte del modo de reaccionar de los creyentes ante el hecho escandaloso que perturba o hiere sus creencias.
Hay quienes lo hacen no desde una postura religiosa sino desde la irritación, el resentimiento o la indignación.
Su reacción exasperada, provocada no pocas veces por la falta de seguridad y solidez interior, les impide con frecuencia ahondar más en su propia fe y enriquecer o purificar su adhesión creyente.
Hay también quienes, curiosamente, se dedican a proclamar a los cuatro vientos el escándalo que han recibido, con lo cual se convierten en sus mejores propagandistas y promotores.
Se diría que, por alguna razón difícil de entender, les interesa que el escándalo adquiera una resonancia y un eco mayor que los que en un comienzo podía tener.
Hay incluso quienes reaccionan de manera más violenta recurriendo al insulto y los ataques personales, como si no existiera otra manera más digna y adecuada de defender las creencias y los valores agraviados.
Sin embargo, si como es normal, al escándalo religioso se responde desde una actitud religiosa, puede convertirse en invitación y estímulo para consolidar mejor nuestra fe y dar un testimonio firme de ella.
Tal vez la próxima presentación de una película "escandalosa" sobre Cristo nos ofrezca una buena ocasión para ello.
ESCANDALOS
Apenas se habla hoy del pecado de escándalo. Tradicionalmente se veía el "escándalo", sobre todo, en la corrupción de las costumbres, las modas provocativas, los espectáculos atrevidos o todo aquello que turbara los hábitos sociales en el campo del sexo.
Hoy nos hemos habituado de tal manera al deterioro social, que lo que "escandaliza" y ofende no es el estado de la sociedad, sino las palabras de quienes, como el Papa, denuncian el deterioro de los valores morales, el incremento del consumismo, el hedonismo, la permisividad sexual, el descenso de la natalidad o el aborto.
Antes que nada, es conveniente que recordemos que "escándalo", en su sentido más amplio y profundo, es todo aquello que conduce a otros a actuar al margen de la propia conciencia. Escandalizar no es tanto producir turbación o confusión cuanto incitar a una vida inmoral. En este sentido, nadie puede negar que vivimos en una sociedad "escandalosa" en la que se estimula hacia actuaciones poco humanas.
La desigualdad económica y social entre quienes viven instalados en la seguridad de su puesto de trabajo bien retribuido y los que se van quedando descolgados de toda fuente digna de subsistencia es hoy escandalosa porque está llevando al individualismo ciego, la insolidaridad y la marginación de los más débiles.
Por otra parte, amplios sectores del pueblo comienzan a "escandalizarse" porque constatan que el noble ejercicio de la política se va deteriorando de manera lamentable. Estrategias poco transparentes, enfrentamientos mezquinos y manejos turbios, al margen del bien común, están llevando a no pocos ciudadanos al desaliento, la inhibición y la desconfianza en las instituciones públicas.
Asimismo, la agresividad insana, las descalificaciones destructivas y la violencia verbal entre los políticos son un "escándalo" en un pueblo que necesita urgentemente modelos públicos de diálogo constructivo, solidaridad y colaboración en el bien común.
Los cristianos deberíamos recordar también la grave advertencia de Jesús que nos pone en guardia ante el escándalo que puede conducir a la pérdida de fe. Esas palabras tan duras de Jesús: "El que escandalice a uno de estos pequeños que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar", no se refieren a la "corrupción de menores", sino a las incoherencias, infidelidades y contradicciones con las que podemos hacer que se pierda la fe de las gentes sencillas.
Escándalo viene del griego "skandalon" que significa "la piedra" con la que se puede tropezar. Escandaliza todo aquel que, con su actuación, obstaculiza o hace más difícil la vida digna y humana de los demás.
Escribíamos anteriormente en estas páginas que la crisis de la Iglesia-institución-jerarquía radica en la absoluta concentración de poder en la persona del papa, poder ejercido de forma absolutista, distanciado de cualquier participación de los cristianos y creando obstáculos prácticamente insuperables para el diálogo ecuménico con las otras Iglesias.
No fue así al principio. La Iglesia era una comunidad fraternal. No existía todavía la figura del papa. Quien dirigía la Iglesia era el emperador pues él era el Sumo Pontífice (Pontifex Maximus) y no el obispo de Roma ni el de Constantinopla, las dos capitales del Imperio. Así el emperador Constantino convocó el primer concilio ecuménico de Nicea (325) para decidir la cuestión de la divinidad de Cristo. Todavía en el siglo VI el emperador Justiniano, que rehízo la unión de las dos partes del Imperio, la de Occidente y la de Oriente, reclamó para sí el primado de derecho y no el de obispo de Roma. Sin embargo, por el hecho de estar en Roma las sepulturas de Pedro y de Pablo, la Iglesia romana gozaba de especial prestigio, así como su obispo, que ante los otros tenía la “presidencia en el amor” y “ejercía el servicio de Pedro”, el de “confirmar en la fe”, no la supremacía de Pedro en el mando.
Todo cambió con el papa León I (440-461), gran jurista y hombre de Estado. Él copió la forma romana de poder que es el absolutismo y el autoritarismo del emperador. Comenzó a interpretar en términos estrictamente jurídicos los tres textos del Nuevo Testamento referentes a Pedro: Pedro como piedra sobre la cual se construiría la Iglesia (Mt 16,18), Pedro, el confirmador en la fe (Lc 22,32) y Pedro como Pastor que debe cuidar de sus ovejas (Jn 21,15). El sentido bíblico y jesuánico va en una línea totalmente contraria: la del amor, el servicio y la renuncia a cualquier honor. Pero predominó la lectura del derecho romano absolutista. Consecuentemente León I asumió el título de Sumo Pontífice y de Papa en sentido propio. Después, los demás papas empezaron a usar las insignias y la indumentaria imperial, la púrpura, la mitra, el trono dorado, el báculo, las estolas, el palio, la muceta, se establecieron los palacios con su corte y se introdujeron hábitos palaciegos que perduran hasta los días actuales en los cardenales y en los obispos, cosa que escandaliza a no pocos cristianos que leen en los evangelios que Jesús era un obrero pobre y sin galas. Entonces empezó a quedar claro que los jerarcas están más próximos al palacio de Herodes que a la gruta de Belén.
Pero hay un fenómeno de difícil comprensión para nosotros: en el afán por legitimar esta transformación y garantizar el poder absoluto del papa, se forjaron una serie de documentos falsos. Primero, una pretendida carta del papa Clemente (+96), sucesor de Pedro en Roma, dirigida a Santiago, hermano del Señor, el gran pastor de Jerusalén, en la cual decía que Pedro antes de morir había determinado que él, Clemente, sería el único y legítimo sucesor. Y evidentemente los demás que vendrían después. Falsificación todavía mayor fue la famosa Donación de Constantino, un documento forjado en la época de León I según el cual Constantino habría hecho al papa de Roma la donación de todo el Imperio Romano. Más tarde, en las disputas con los reyes francos, se creó otra gran falsificación, las Pseudodecretales de Isidoro que reunían falsos documentos y cartas como si proviniesen de los primeros siglos, que reforzaban el primado jurídico del papa de Roma. Y todo culminó con el Código de Graciano en el siglo XIII, tenido como base del derecho canónico, pero que se basaba en falsificaciones y normas que reforzaban el poder central de Roma además de en otros cánones verdaderos que circulaban por las iglesias. Lógicamente, todo esto fue desenmascarado más tarde pero sin producir modificación alguna en el absolutismo de los papas. Pero es lamentable y un cristiano adulto debe conocer los ardides usados y concebidos para gestar un poder que está a contracorriente de los ideales de Jesús y que oscurece el fascinante mensaje cristiano, portador de un nuevo tipo de ejercicio del poder, servicial y participativo.
Posteriormente se produjo un crescendo del poder de los papas: Gregorio VII (+1085) en su Dictatus Papae (la dictadura del papa) se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo; Inocencio III (+1216) se anunció como vicario-representante de Cristo y por fin, Inocencio IV (+1254) se alzó como representante de Dios. Como tal, bajo Pío IX en 1870, el papa fue proclamado infalible en el campo de doctrina y moral. Curiosamente, todos estos excesos nunca han sido denunciados ni corregidos por la Iglesia jerárquica porque la benefician. Siguen sirviendo de escándalo para los que todavía creen en el Nazareno pobre, humilde artesano y campesino mediterráneo, perseguido, ejecutado en la cruz y resucitado para levantarse contra toda búsqueda de poder y más poder aun dentro de la Iglesia. Ese modo de entender comete un olvido imperdonable: los verdaderos vicarios-representantes de Cristo, según el evangelio de Jesús (Mt 25,45) son los pobres, los sedientos y los hambrientos. Y la jerarquía existe para servirlos, no para sustituirlos.
[Traducción de MJG]