FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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viernes, 18 de enero de 2013

JOSE ANTONIO PAGOLA DOMINGO 20 ENERO 2013

PAREJAS
Entre los desajustes que pueden darse hoy en una pareja, no es menos importante el desajuste religioso.
Cada vez son más los matrimonios que discrepan profundamente en su actitud religiosa. Mientras uno de ellos se siente creyente, el otro vive su fe de manera vacilante o ha abandonado toda vinculación con lo religioso.
Esta situación relativamente nueva entre nosotros requiere una mayor reflexión. El hecho de que el marido o la esposa se declare más o menos increyente no tiene por qué conducir a la pareja al abandono total de Dios. Al contrario, puede ser un estímulo para plantearse juntos el verdadero sentido de la vida desde su raíz. Ante todo, es necesario extremar más que nunca el mutuo respeto, profundo y sincero. Cada uno es responsable de su propia vida. Ni el agnóstico ha de menospreciar al que cree como si su fe fuera fruto de la ingenuidad, ni éste ha de sentirse superior porque tiene unas creencias o acepta unas prácticas religiosas.

Lo importante es exigirse coherencia. Que cada uno se esfuerce por actuar de manera coherente con sus propias convicciones. Son los hechos los que ponen de manifiesto la verdad de nuestra vida o la frivolidad de nuestros planteamientos verbales.
El creyente no ha de olvidar que la fe se encarna en la vida diaria: en el trabajo y en el descanso, en el amor conyugal y en la dedicación a los hijos, en la convivencia familiar y en la vida social.

Lo que se ha de evitar a toda costa es la polémica crispada o la mutua agresividad en temas religiosos. Por lo general, este tipo de reacciones proviene de una falta de seguridad, acomplejamiento o confusión. El que habla desde una experiencia interior gozosa, lo hace con actitud abierta y comprensiva.

En el terreno de las creencias, el diálogo ha de comenzar por mostrar qué es lo que a cada uno le aportan sus propias convicciones. El creyente debería comunicar cómo le estimula su fe en Dios a vivir de manera responsable y esperanzada. El que ha abandonado toda referencia religiosa debería exponer desde dónde da un sentido último al misterio de la existencia.

Siempre hay un punto de encuentro y es el amor mutuo y el proyecto común de buscar juntos el bien de la pareja y de los hijos.
El cristiano, por su parte, cree en un Dios que ama con amor infinito a todo hombre, a quien le busca con sincero corazón y a quien camina por la vida a tientas sin saber a dónde dirigir sus pasos.

La actuación de Jesús en Caná de Galilea, preocupado por la felicidad de un joven matrimonio en la fiesta de sus bodas, es un «signo» cargado de hondo significado. A Dios le interesa la felicidad de la pareja humana.

VINO BUENO

A Jesús se le identifica, por lo general, con el fenómeno religioso que conocemos por cristianismo. Hoy, sin embargo, comienza a abrirse paso otra actitud: Jesús es de todos, no sólo de los cristianos. Su vida y su mensaje son patrimonio de la Humanidad.(LEER EL EVANGELIO)

Nadie en occidente ha tenido un poder tan grande sobre los corazones. Nadie ha expresado mejor que él las inquietudes e interrogantes del ser humano. Nadie ha despertado tanta esperanza. Nadie ha comunicado una experiencia tan sana de Dios, sin proyectar sobre él ambiciones, miedos y fantasmas. Nadie se ha acercado al dolor humano de manera tan honda y entrañable. Nadie ha abierto una esperanza tan firme ante el misterio de la muerte y de la finitud humana.

Dos mil años nos separan de Jesús, pero su persona y su mensaje siguen atrayendo a los hombres. Es verdad que interesa poco en algunos ambientes, pero también es cierto que el paso del tiempo no ha borrado su fuerza seductora ni ha amortiguado el eco de su palabra.

Hoy, cuando las ideologías y religiones experimentan una crisis profunda, la figura de Jesús escapa de toda doctrina y transciende toda religión para invitar directamente a los hombres y mujeres de hoy a una vida más digna, dichosa y esperanzada.

Los primeros cristianos experimentaron a Jesús como fuente de vida nueva. De él recibían un aliento diferente para vivir. Sin él, todo se les volvía de nuevo seco, estéril, apagado. El evangelista Juan redacta el episodio de las bodas de Caná para presentar simbólicamente a Jesús como portador de un «vino bueno», capaz de reavivar el espíritu.

Jesús puede ser hoy fermento de nueva humanidad. Su vida, su mensaje y su persona invitan a inventar formas nuevas de vida sana. Él puede inspirar caminos más humanos en una sociedad que busca el bienestar ahogando el espíritu y matando la compasión. Él puede despertar el gusto por una vida más humana en personas, vacías de interioridad, pobres de amor y necesitadas de esperanza.




FALTA VINO 
El episodio de Caná es de gran riqueza para quien se adentra en la estructura y la intención teológica del relato.
Esta boda anónima en la que los esposos no tienen rostro ni voz propia, es figura de la antigua alianza judía.
En esta boda falta un elemento indispensable. Falta el vino, signo de alegría y símbolo del amor, como cantaba ya el Cantar de los Cantares.

Es una situación triste que sólo quedará transformada por el «vino» nuevo aportado por Jesús. Un «vino» que sólo lo saborean quienes han creído en el amor gratuito de Dios Padre y viven animados por un espíritu de verdadera fraternidad.

Vivimos en una sociedad donde cada vez se debilita más la raíz cristiana del amor fraterno desinteresado. Con frecuencia, el amor queda reducido a un intercambio mutuo, placentero y útil, donde las personas sólo buscan su propio interés. Todavía se piensa quizás que es mejor amar que no amar. Pero en la práctica, muchos estarían de acuerdo con aquel planteamiento anticristiano de S. Freud: «Si amo a alguien, es preciso que éste lo merezca por algún título».

Uno no sabe qué alegría puede sobrevivir ya en una sociedad modelada según el pensar de profesores como F. Savater que escribe así: «Se dice que debo preocuparme por los otros, no conformarme con mi propio bien, sino intentar propiciar el ajeno, incluso, renunciar a mi riqueza o a mi bienestar personal o a mi seguridad para ayudar a conseguir formas más altas de armonía en la sociedad, o para colaborar en el fin de la explotación del hombre por el hombre. Pero, ¿por qué debo hacerlo?... ¿No es signo de salud que me ame ante todo a mí mismo?».

Uno comprende que cuando no se cree en un Dios Padre sea tan fácil olvidarse de los hermanos. En la nueva constitución de nuestro país ha desaparecido el término «fraternidad» sustituido por la palabra «solidaridad». Cabe preguntarse si sabremos comprometernos en una verdadera solidaridad cuando no nos reconocemos como hermanos.

¿Es suficiente reducir la convivencia a una correlación de derechos y obligaciones? ¿Basta organizar nuestra vida social como una mera asociación de intereses privados?

Esta sociedad donde cualquier hombre puede ser secuestrado e instrumentalizado al servicio de tantos intereses, necesita la reacción vigorosa de quienes creemos que todo hombre es intocable pues es hijo de Dios y hermano nuestro.

El amor al ser humano como alguien digno de ser amado de manera absoluta es un «vino» que comienza a escasear. Pero no lo olvidemos. Sin este «vino» no es posible la verdadera alegría entre los hombres.

nterpretación feminista del relato de la creación Leonardo Boff, teólogo

Las teólogas feministas nos han descubierto los rasgos antifeministas del actual relato de la creación de Eva (Gn 1,18-25) y de la caída original (Gn 3,1-19), que ha venido reforzando en la cultura los prejuicios contra las mujeres. Según este relato, la mujer fue formada de una costilla de Adán que, al verla, exclama: «esta es carne de mi carne y hueso de mis huesos, y se llamará varona (hebreo: ishá) porque fue sacada del varón (ish); por eso el varón dejará a su padre y a su madre para unirse a su varona: y los dos serán una sola carne» (2,23-25).
El sentido originario pretendía mostrar la unidad hombre/mujer, pero la anterioridad de Adán y la formación de la mujer a partir de su costilla fue interpretada como superioridad masculina.
El relato de la caída también suena antifeminista: «Vio, pues, la mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer… tomó el fruto y lo comió; le dio a su marido y lo comió. Inmediatamente se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gn 3,6-7). La mujer es considerada aquí como sexo débil, pues fue ella quien cayó en la tentación y, a partir de ahí, sedujo al hombre. Esta es, pues, la razón de su sometimiento histórico, ahora ideológicamente justificado: «estarás bajo el poder de tu marido y él te dominará» (Gn 3,16).
Pero hay una lectura más radical, presentada, entre otras, por dos teólogas feministas: Riane Eisler (Sacred Pleasure, Sex Myth and the Politics of the Body, 1995) y Françoise Gange (Les dieux menteurs, 1997), que resumo aquí. Estas autoras parten del hecho histórico de que hubo una era matriarcal anterior a la patriarcal. Según ellas, el relato del pecado original habría sido introducido por interés del patriarcado como una pieza de culpabilización de las mujeres para arrebatarles el poder y consolidar el dominio del hombre. Los ritos y los símbolos sagrados del matriarcado habrían sido demonizados y retroproyectados a los orígenes en forma de un relato primordial, con la intención de borrar totalmente los rasgos del relato femenino. El actual relato del pecado original trata de eliminar los cuatro símbolos fundamentales del matriarcado.
El primer símbolo atacado es la mujer en sí, que en la cultura matriarcal representaba el sexo sagrado, generador de vida. Como tal, simbolizaba a la Gran-Madre, y ahora pasa a ser la gran seductora.
En el segundo se deconstruye el símbolo de la serpiente, que representaba la sabiduría divina que se renovaba siempre como se renueva la piel de la serpiente.
En el tercero se desfigura el árbol de la vida, considerado como uno de los símbolos principales de la vida, gestada por las mujeres, ahora bajo prohibición: «no comáis ni toquéis su fruto» (3,3).
En el cuarto se distorsiona el carácter simbólico de la sexualidad, considerada sagrada pues permitía el acceso al éxtasis y al conocimiento místico, y representada por la relación hombre-mujer.
¿Qué es lo que hace el actual relato del pecado original? Invierte totalmente el sentido profundo y verdadero de esos símbolos. Los desacraliza, los demoniza, y transforma lo que era bendición en maldición.
La mujer es eternamente maldita, convertida en un ser inferior, seductora del hombre que «la dominará» (Gn 3,16). Su poder de dar la vida se realizará con dolor (Gn 3,16).
La serpiente, además de maldita, pasa a ser el enemigo radical de la mujer, que la herirá en la cabeza, pero ella la morderá en el calcañar (Gn 3,15).
El árbol de la vida y de la sabiduría cae bajo el signo de lo prohibido. Antes, en la cultura matriarcal, comer del árbol de la vida era imbuirse de sabiduría. Ahora, comer de él significa un peligro letal (Gn 3,3).
El lazo sagrado entre el hombre y la mujer es sustituido por el lazo matrimonial, ocupando el hombre el lugar de jefe y la mujer el de dominada (Gn 3,16).
En este relato tal como está en el Génesis se operó una deconstrucción profunda del relato anterior, femenino y sacral. Hoy todos somos, bien o mal, rehenes de este relato adámico, antifeminista y culpabilizador.
¿Por qué escribir sobre esto? Para reforzar el trabajo de las teólogas feministas que nos indican cuán profundas son las raíces de la dominación de las mujeres. Al rescatar el relato más arcaico, feminista, buscan proponer una alternativa más originaria y positiva, en la cual aparezca una relación nueva con la vida, con los géneros, con el poder, con lo sagrado y con la sexualidad.

Prebendas y privilegios Ana Rodrigo Contra

Al leer la respuesta de la Conferencia Episcopal Española al artículo del profesor y teólogo señor Tamayo, he tenido la sensación de estar leyendo una autojustificación impropia de quienes representan a la Iglesia católica en España. Quieren justificar su conducta desde las normas legales que les otorgan las prebendas y los privilegios de los que disfrutan, sin tener en cuenta que no siempre la legalidad está ajustada a la ética, a la decencia y a la justicia.
Pero lo más grave es que la CEE ha perdido la perspectiva de su razón de ser y existir, es decir, el Evangelio y el mensaje y ejemplo de Jesús, que no solo no buscó privilegio alguno, sino que quedó muy claro su testimonio de no tener posesiones (“el hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”), así como dejando como su legado específico el luchar por la liberación de los más desfavorecidos. La Iglesia no puede predicar para los empobrecidos desde su situación de riqueza, o escamoteando los impuestos ciudadanos como cualquier ciudadano, o de estar al lado del poder para conseguir privilegios.— Ana Rodrigo Contra.

Otra música, la música José Arregi, teólogo

El pasado día 8, acompañado de dos franciscanos, asistí en Bilbao a un concierto en homenaje a Félix Ibarrondo, amigo franciscano músico compositor (no sé en qué orden debo escribirlos), con ocasión de sus 70 cumpleaños. La soprano Donatienne Michel-Dansac y el grupo Krater Ensemble interpretaron tres obras del propio Ibarrondo, así como sendas composiciones de Georges Aperghis y de Beat Furrer, y una obra de estreno de Xabier E. Adrien.
Es una música muy distinta de aquella a la que estoy habituado, y me brinda la ocasión para volver a plantear cuestiones de largo alcance y de difícil respuesta: Si los cánones estéticos cambian tanto, ¿qué valen nuestros juicios? En asuntos de belleza, ¿todo es en el fondo cuestión de gustos? (En asuntos de verdad, ¿todo es solamente cuestión de opiniones?). Y si decimos que no, ¿qué es la belleza?, ¿qué es la música?, ¿cuándo una música es bella?
Si hubiéramos escuchado unas Cantatas de Bach, la Patética de Beethoven o Las vísperas de Rachmaninof, yo no hubiera duda en decir: “¡Qué belleza! ¡Qué maravillosa armonía! ¿Qué sobrecogedoras melodías!”. Y nadie me lo hubiera discutido. Pero ¿qué decir de la música de Ibarrondo? ¿Son bellas sus obras Iruki, Silencios Ondulados y Ekain que disfrutamos –pues es indudable que disfrutamos– la semana pasada? Reconozco que quedé y sigo perplejo, y no sabría qué responder. Y no es tanto porque dude de Ibarrondo, sino de mi capacidad o criterio para decir: “Esto es bello y esto no”.
No podemos vivir sin la belleza, pero ¿qué es la belleza? Es la Gracia que nos agrada y arrebata, y sin la cual no podemos vivir. Pero ¿quién sabe decirlo? ¿Qué cuadro, qué escultura, qué pintura, qué música es bella? No todo debe de ser bello (un sentimiento de odio, un gesto de desdén…), ni todo debe de ser bello por igual, pero ¿cómo se mide la belleza, y quién es capaz de medirla?
Normalmente llamamos bello a aquello que nos gusta. Pero a veces sucede que algo nos gusta porque nos han dicho que es bello, y comúnmente nos gusta aquello que conocemos o nos resulta familiar, como aquellos sonidos, perfumes y colores que quedaron prendidos al alma en los años de una infancia feliz. Si yo pudiera volver a escuchar el dulce gemido que producían la madera de los ejes y el hierro de las ruedas de aquellas viejas carretas por los caminos de tierra y piedra de mi infancia, creo que para mí sería la música más bella del mundo. O aquel monótono quejido del rodillo de piedra pisando la tierra en los caseríos vecinos…
Claro que los gustos hay que educarlos (¡ojalá nos gustara, por ejemplo, solamente aquello que nos hace bien y nos hace mejores, y no disfrutáramos tanto con tanto espectáculo indigno!). La historia está llena de artistas que no fueron profetas en su tierra y en su tiempo (tampoco Ibarrondo lo es) y solo más tarde o en otros lugares fueron reconocidos. ¿Su obra era bella a pesar de no ser reconocida, o tal vez no es bella a pesar de ser reconocida como tal? No sé qué decir. ¿Será acaso que las cosas son bellas más allá de mis gustos y criterios, y sin embargo, cada vez que afirmo que algo es bello lo hago única e inevitablemente desde mi gusto y criterio?
Llegado hasta aquí, y llevado por la analogía, no me resisto a hacer un comentario sobre eso que llamamos “verdad religiosa”, “verdad teológica”, “verdad revelada”. ¿Qué es la verdad? Quien habla, por objetivo y ortodoxo que pretenda ser (o incluso infalible, como en el caso del papa…), en realidad habla siempre desde una perspectiva particular; lo que dice nunca se identifica enteramente con “lo que es”. Solo el que calla es realmente “objetivo”. Pero, puesto que no es posible callar del todo, debemos reconocer que todas nuestras “verdades” teológicas, en cuanto hablamos, dejan de ser “la verdad” y son solamente “nuestra verdad”. Y lo mejor que podrían hacer los teólogos (y todas las jerarquías religiosas) sería aprender a ser muy modestos.
Y lo mejor de todo sería que, siendo todos muy modestos, todos se empeñaran por hacer una teología bella, cada uno a su manera, sin pretender resolver la insoluble cuestión de la belleza en sí, pues es seguro que quien pretendiera resolver la cuestión de la belleza la estaría matando. Lo mismo pasa con quien pretende haber resuelto la cuestión de la verdad en sí: quien pretende poseerla la está negando.
Volvamos a la música. Mi oído, como el de casi todos nosotros, está acostumbrado a melodías tejidas y ordenadas en tonos armónicos, en torno a los cuales gravitan todos los sonidos con sus medidas. Melodías gregorianas, renacentistas, barrocas, clásicas, románticas. Melodías centenarias de tantas etnias, pueblos y culturas. Melodías que, cuando por algo nos conmueven y transportan, llamamos bellas. La tierra está llena de bellas melodías. Pero la música de los grandes compositores de hoy es muy distinta. También la de Félix Ibarrondo es otra música.
La llaman atonal, porque carece de ese tono de base (Do mayor, La menor…) que da unidad y armonía al conjunto, o al menos es lo que creemos. Sonidos suaves y fuertes, graves y ligeros, dramáticos y líricos, como gritos o gemidos o himnos que suben de las entrañas, como sonidos del agua o del viento, el leve suspiro del violinista, el ruido de las hojas de la partitura… todo se conjunta sin orden aparente, como en el alma, en el bosque, en el mar. Como en la vida. ¿Significa que no hay armonía ni melodía en esa sucesión aparentemente desordenada de notas que son gritos, gemidos o ruidos? No es tan seguro que no haya otras armonías y otras melodías, y belleza más allá de nuestros gustos y hábitos. Lo que es seguro es que debemos seguir educando el gusto y ensanchando el criterio. Y escuchando no solamente la música, toda música, sino también a los músicos.
¿Qué es la música? “La música es sonido vivido”, dice Ibarrondo. O sonidos de la naturaleza amaestrados por el músico. “El trabajo del compositor es el del orfebre o el del cantero”. Como el cantero extrae la piedra de una cantera, el músico busca los sonidos en la materia; como el escultor talla la piedra y la pule, así el compositor da forma a los sonidos del universo.
¿Y qué es el sonido? El sonido es vibración de ondas. Y todo vibra: una onda empuja a otra onda, como cuando dejamos caer suavemente una piedrecilla en un estanque de agua. Esa agua que vibra está sonando, aunque no nosotros no podemos oírla. El átomo y las galaxias vibran y suenan, como las cuerdas de un arpa, como los tubos de un órgano, aunque nuestros oídos sean incapaces de captar su sonido silencioso y toda su belleza. Es como si todos los seres estuvieran animados por una misteriosa vibración silenciosa. Pues bien, la música es el arte de hacer oír, palpar, vivir la vibración y el sonido de la vida, de la realidad, del universo. O –¿por qué no?– el arte de expresar con sonidos y silencios la vibración silenciosa de Dios en todo más allá de todo.
Así, toda música bella –sea tonal o atonal, y aunque no seamos capaces de decidir cuándo es bella y cuándo no– es “religiosa” en el mejor sentido de la palabra, que poco tiene que ver con las instituciones religiosas y sus sistemas. Todo sonido bello, y sobre todo el silencio, es revelación de la Belleza y de la Bondad que nos sostienen y que nuestras entrañas anhelan. A Félix Ibarrondo le pidieron que subiera a dirigirnos unas palabras. Subió y dijo: “Música es cuando hay una transcendencia, más allá de lo que se ve y se oye. Gracias a la música podemos captarlo, vivirlo”. El silencio forma parte de esa música absoluta, o tal vez es su mejor expresión. Todo vibra también en el silencio, sobre todo en el silencio, como en la obra 4’ 33” de John Cage: un famoso pianista se sentó al piano, y siguieron 4 minutos y 33 segundos de puro y pleno silencio.
Toda música, también esa música que nos resulta extraña porque no hemos cultivado el gusto y la mente, sus notas y sus bellos sonidos en aparente desorden… toda música –aquella y ésta– nos remiten a la realidad anterior, a la vivencia originaria, a las entrañas de la vida que gime y canta. La frente que se hunde hacia la tierra y que del fondo de la tierra, en forma de elegía o de himno, se alza al “cielo” más allá de todo espacio, al “cielo” que proclama la gloria de Dios en todo el universo, al corazón de Dios que vibra y suena en el cosmos entero desde las entrañas de las galaxias a las entrañas de la tierra y a nuestras pobres entrañas que sufren y gozan.
Cuando, después del bautismo, Jesús salió de las entrañas del Jordán y el agua hizo silencio, desde el corazón vibrante del agua, del cielo y del silencio, a Jesús le pareció escuchar una música maravillosa: “Tú eres mi hijo amado”. Afina tu oído y escúchalo también tú en el sonido y en el silencio, y atrévete a decir, a pesar de todo, “Alabad a Dios, que la música es buena. Dios [o el Corazón vibrante, latiente, de todo cuanto es] merece una alabanza armoniosa” (Salmo 147).