Arantxa significa “espina” o espino”, y floreció como el espino blanco
en la primavera: llena de inteligencia, resolución y ánimo alegre. A los
dos años de edad, se le manifestó la enfermedad de Charcot MarieTooth
tipo A4, que le fue atrofiando primero las piernas, luego las manos, los brazos, el sistema respiratorio, el sistema digestivo… A los 10 años la sentaron en una silla de ruedas de la que nunca se levantó.
¿Qué harías tú en su lugar? Ella vivió. Vivió una vida
envidiable de plenitud física y espiritual, equiparable a su así
llamada discapacidad. Le impulsaba el deseo de ser y de hacer, de
estudiar, aprender, enseñar. Integrada en la Fraternidad Cristiana de
Personas con Discapacidad, llegó a ser responsable diocesana de
Gipuzkoa, y toda una referencia de la Fraternidad. Se sentía llamada a
llegar lejos, y bien lejos que llegó en su inmovilidad. Estudió
Psicología, hizo Magisterio y fue maestra durante 9 años, hasta que una
hemiplejia se lo impidió. Fue una incansable lectora, hasta que la
fatiga pudo más que su afán de saber, pero ya le bastaba lo que sabía,
la sabiduría de la vida.
Justo nació en un caserío
de Azkoitia, y amó la tierra, el monte, los árboles. Amaba la madera, y
la trabajó y la talló con destreza natural, con aquella misma destreza
natural con que siempre supo vivir, sin que nadie conociera de dónde le
venía. Se llamaba Justo, pero era sobre todo bueno. Quien alguna vez
miró sus ojos sabe lo quiero decir. Era catequista de Confirmación en
la parroquia y colaboraba asiduamente como voluntario en la mencionada
Fraternidad, porque lo suyo era darse, pero no como quien da, sino como
quien se deja dar y recibe, como la tierra o el árbol.
Arantxa había leído bien en sus ojos y en sus manos, y un día, desde
su silla de ruedas, con su certera intuición, con su característica
determinación, le declaró su amor. Justo, con su naturalidad tan suya,
simplemente se dejó llevar. Lo que más le costó fue contárselo primero a
su madre. Ella, con su cuidado de madre, le dijo: “¿Sabes la cruz que
vas a llevar durante toda tu vida?”. Él sencillamente respondió: “La
llevaré encantado”. Y así fue. Pero muchos nunca lo entendieron y,
queriendo expresarle su admiración, le dijeron cosas como “Tienes el
cielo ganado”. Él no lo podía tolerar: “¿El cielo? El cielo lo tengo
aquí”. ¿Méritos? La bondad no entiende de méritos para el futuro.
¿Motivos? Es el gusto de hacer el bien. Es la gracia de vivir, la gracia
que gratifica. Justo y Arantxa sí lo entendían: ambos ganaban dándose.
Se amaron como no es fácil amarse. Fueron uno como rara vez llegan
dos a ser uno sin dejar de ser dos. Nunca dejaron de ser dos, y bien
distintos: ella resuelta, él más dubitativo; ella emprendedora, él más
bien contemplativo; ella decidía, él ejecutaba. Fue una simbiosis, que
es el secreto de la vida. Y entre ambos crearon el milagro de la vida,
ante la incredulidad general: Haritz, el hijo adorado de su amor, el
centro y la corona de la casa, el sello recíproco de la felicidad.
¡Cuánta alegría en tantos viajes, con su furgoneta y su silla de ruedas,
por la costa catalana! Juntos, con su exquisita espiritualidad
ecológica, construyeron Nahikari –“deseo”, “afecto”–, una casa
bioclimática, entre robles, castaños, avellanos y sauces silvestres,
entre zarzas y helechos en libre armonía, junto a un arroyo que cae por
la ladera, cubierta de tierra por fuera y de madera por dentro, y
abierta por delante al sur, al sol, al valle, a los montes.
Vivieron unidos y ni la muerte (¿muerte?) los separó. El 13 de
noviembre, a primera hora de la tarde, súbitamente, Arantxa falleció.
Padre e hijo estallaron en gritos de terror. Luego, mientras el sol se
ponía entre Endoia y Andutz en un horizonte tornasolado, Haritz fue
recuperando su aliento. El padre necesitó varias puestas de sol. En el
corazón del vacío, la vida seguía como la energía misteriosa en el
corazón vacío del átomo. Pocos días después, a Justo le diagnosticaron
un cáncer que le había consumido todo menos la paz, y el 5 de diciembre
también falleció.
¿Fue Justo quien siguió a Arantxa? ¿Fue Arantxa quien siguió a Justo,
intuyendo el cáncer oculto que ya le invadía a él? Ninguno de los dos
hubiera podido vivir sin el otro, y se fueron juntos para seguir
viviendo en la Gran Unidad, en la Gran Comunión.
Publicado en el diario DEIA