FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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jueves, 9 de enero de 2014

Arantxa y Justo Joxe Arregi, teólogo



No es un cuento de amor. Es una historia de amor, más bella que los cuentos.
Arantxa significa “espina” o espino”, y floreció como el espino blanco en la primavera: llena de inteligencia, resolución y ánimo alegre. A los dos años de edad, se le manifestó la enfermedad de Charcot MarieTooth tipo A4, que le fue atrofiando primero las piernas, luego las manos, los brazos, el sistema respiratorio, el sistema digestivo… A los 10 años la sentaron en una silla de ruedas de la que nunca se levantó.

¿Qué harías tú en su lugar? Ella vivió. Vivió una vida envidiable de plenitud física y espiritual, equiparable a su así llamada discapacidad. Le impulsaba el deseo de ser y de hacer, de estudiar, aprender, enseñar. Integrada en la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad, llegó a ser responsable diocesana de Gipuzkoa, y toda una referencia de la Fraternidad. Se sentía llamada a llegar lejos, y bien lejos que llegó en su inmovilidad. Estudió Psicología, hizo Magisterio y fue maestra durante 9 años, hasta que una hemiplejia se lo impidió. Fue una incansable lectora, hasta que la fatiga pudo más que su afán de saber, pero ya le bastaba lo que sabía, la sabiduría de la vida.
Justo nació en un caserío de Azkoitia, y amó la tierra, el monte, los árboles. Amaba la madera, y la trabajó y la talló con destreza natural, con aquella misma destreza natural con que siempre supo vivir, sin que nadie conociera de dónde le venía. Se llamaba Justo, pero era sobre todo bueno. Quien alguna vez miró sus ojos sabe lo quiero decir. Era catequista de Confirmación en la parroquia y colaboraba asiduamente como voluntario en la mencionada Fraternidad, porque lo suyo era darse, pero no como quien da, sino como quien se deja dar y recibe, como la tierra o el árbol.
Arantxa había leído bien en sus ojos y en sus manos, y un día, desde su silla de ruedas, con su certera intuición, con su característica determinación, le declaró su amor. Justo, con su naturalidad tan suya, simplemente se dejó llevar. Lo que más le costó fue contárselo primero a su madre. Ella, con su cuidado de madre, le dijo: “¿Sabes la cruz que vas a llevar durante toda tu vida?”. Él sencillamente respondió: “La llevaré encantado”. Y así fue. Pero muchos nunca lo entendieron y, queriendo expresarle su admiración, le dijeron cosas como “Tienes el cielo ganado”. Él no lo podía tolerar: “¿El cielo? El cielo lo tengo aquí”. ¿Méritos? La bondad no entiende de méritos para el futuro. ¿Motivos? Es el gusto de hacer el bien. Es la gracia de vivir, la gracia que gratifica. Justo y Arantxa sí lo entendían: ambos ganaban dándose.
Se amaron como no es fácil amarse. Fueron uno como rara vez llegan dos a ser uno sin dejar de ser dos. Nunca dejaron de ser dos, y bien distintos: ella resuelta, él más dubitativo; ella emprendedora, él más bien contemplativo; ella decidía, él ejecutaba. Fue una simbiosis, que es el secreto de la vida. Y entre ambos crearon el milagro de la vida, ante la incredulidad general: Haritz, el hijo adorado de su amor, el centro y la corona de la casa, el sello recíproco de la felicidad. ¡Cuánta alegría en tantos viajes, con su furgoneta y su silla de ruedas, por la costa catalana! Juntos, con su exquisita espiritualidad ecológica, construyeron Nahikari –“deseo”, “afecto”–, una casa bioclimática, entre robles, castaños, avellanos y sauces silvestres, entre zarzas y helechos en libre armonía, junto a un arroyo que cae por la ladera, cubierta de tierra por fuera y de madera por dentro, y abierta por delante al sur, al sol, al valle, a los montes.
Vivieron unidos y ni la muerte (¿muerte?) los separó. El 13 de noviembre, a primera hora de la tarde, súbitamente, Arantxa falleció. Padre e hijo estallaron en gritos de terror. Luego, mientras el sol se ponía entre Endoia y Andutz en un horizonte tornasolado, Haritz fue recuperando su aliento. El padre necesitó varias puestas de sol. En el corazón del vacío, la vida seguía como la energía misteriosa en el corazón vacío del átomo. Pocos días después, a Justo le diagnosticaron un cáncer que le había consumido todo menos la paz, y el 5 de diciembre también falleció.
¿Fue Justo quien siguió a Arantxa? ¿Fue Arantxa quien siguió a Justo, intuyendo el cáncer oculto que ya le invadía a él? Ninguno de los dos hubiera podido vivir sin el otro, y se fueron juntos para seguir viviendo en la Gran Unidad, en la Gran Comunión.
Publicado en el diario DEIA

La obediencia al Papa, ¿debe ser la misma para todos los papas? José María Castillo, teólogo

Los católicos estamos asistiendo a un fenómeno nuevo en la Iglesia. Hasta Benedicto XVI, ningún “buen católico” debía poner en duda la sumisión incondicional al papa. Hasta entonces, se mantenía firme la convicción tradicional, que estaba vigente desde el papado de Gregorio VII (s. XI): “Obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa” (J. Daniélou, H. Küng).
Esta idea quedó difuminada y se tambaleó sobre todo en las últimas décadas del s. XVIII con los planteamientos de la Ilustración, la Revolución y la modernidad. Por eso, con la eclesiología ultramontana que se desarrolla entre los años 30 y 70 del s. XIX, se prepararon los ambientes católicos para aceptar sin condiciones las afirmaciones tajantes del Vaticano I, que se mantuvieron firmes hasta el pontificado de Pío XII. Afirmaciones de obediencia al papa (fuera quien fuera), que se enseñaban en los tratados de eclesiología de Zapelena y Salaverri, los manuales de eclesiología, que aprendíamos, seminaristas y frailes, en casi toda Europa, en América y en todos los centros de estudios eclesiásticos en los que se enseñaba la doctrina católica.
En esta doctrina era central oponerse al laicismo, al relativismo, a la izquierda política y a la revolución mediante un principio fundamental: la soberanía del papa. Porque el papado era fundamento de seguridad y estabilidad para la paz y la religiosidad que defendía la derecha política. Pensar así era capital para un buen católico. Joseph De Maistre lo dijo en frase lapidaria: “No hay moral pública ni carácter nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo, no hay cristianismo sin catolicismo, no hay catolicismo sin papa, no hay papa sin la supremacía que le corresponde”. Esta convicción fue difundida por F. Lamennais, L. Bonald, Blanc de Saint-Bonnet, Karl Ludwig Von Hurter, Donoso Cortés y J. L. Balmes (cf. Y. Congar). Estos autores representaban la derecha política y la derecha religiosa. Las dos grandes corrientes fundidas en un sola pirámide cuya cúspide era (y sigue siendo) el papado.
No entro en más datos y detalles de esta historia del pensamiento político y religioso que llegó hasta el concilio Vaticano II. El pensamiento que, en este concilio, fue defendido apasionadamente por los hombres de la Curia Vaticana. Y que se vio cuestionado seriamente por la más sólida teología centroeuropea y los grandes cardenales que la representaban. Las indecisiones de Pablo VI y la firme voluntad restauracionista de Juan Pablo II y Benedicto XVI desembocaron en el caos que impulsó a Joseph Ratzinger a dimitir de su cargo de papa.
La solución a esta crisis del papado ha sido tan inesperada como desconcertante. Un papa, el papa Francisco, que ha desplazado el centro de la Iglesia y del papado: del “ritualismo religioso”, que siempre ha fomentado la derecha, a la “bondad evangélica”, siempre tan cercana a los últimos de este mundo. Y lo que estamos viendo ahora en la Iglesia – y en otras muchas gentes que no querían saber nada de la Iglesia – resulta tan lógico como problemático. Los que antes predicaban la sumisión al papa, como criterio de autenticidad católica, ahora no quieren ni oír hablar del papa. Éstos dan la impresión de que les interesaba más la derecha política que la bondad evangélica. Hay otros que, por lo visto, querían trepar por la derecha. Y para eso les venía muy bien ser más papistas que el papa. Estos “trepas” han tenido mala suerte. No saben qué hacer ni dónde ponerse en esta nueva situación. También los hay quienes pretendían trepar por la izquierda. Son los que, desde el día en que Pablo VI publicó la “Humanae Vitae” (sobre la píldora), han andado a la greña con Pablo VI y con los dos papas que le siguieron, sus obispos y sus teólogos. Pero, es claro, ahora no saben cómo trepar. Y se les está notando demasiado. Porque han estado unos meses que no sabían dónde ponerse. Ahora, como es lógico, elogian al papa Francisco tanto cuanto les conviene. Pero no acaban de fiarse. Porque querrían que el papa fulminase a todos los que ellos fulminan.
Por eso, quienes no buscan, tanto en la religión como en la política, nada más que lo que les conviene para instalarse bien en la vida, ésos son los que, desde la tarde de la “fumata bianca” hasta el día de hoy, no acaban de ver, en el papa Francisco, no sólo al hombre que la Iglesia necesita, sino, antes que eso, el “jefe de fila” (Heb 12, 2) que nos está trazando el camino de nuestra creciente humanización, en este mundo tan deshumanizado.

¿Hay que “obedecer” al papa Francisco como a los demás papas? En la medida en que este hombre singular y ejemplar nos acerca al modelo de vida que nos presenta el Evangelio, en esa misma medida, más que “obedecer”, lo que tenemos que hacer es intentar parecernos en humanidad y bondad a la desconcertante cercanía al sufrimiento humano que nos enseña cada día el papa Francisco. En esto, tenemos que ser como este papa y como los demás. En la medida en que éste y todos los otros fueron modelos de humanidad y bondad, es decir, modelos del Evangelio. 

Francisco avala a las comunidades de base por su “compromiso social en nombre del Evangelio”


Primer mensaje de un Papa al movimiento brasileño, inspirado por la Teología de la Liberación
Insta a “testimoniar con los pobres la profecía de los ‘nuevos cielos y la nueva tierra’”
El papa Francisco ha animado a los miembros de las comunidades cristianas de base de Brasil a “vivir con renovado ardor los compromisos del Evangelio”, según un mensaje divulgado hoy por el Episcopado brasileño.

La Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) destaca que se trata del primer mensaje que un papa envía a un encuentro que congrega a los cristianos de base, un movimiento que cobró fuerza en la década de 1970, al calor de la Teología de la Liberación.
El mensaje papal fue dirigido al XIII Encuentro de Comunidades Eclesiales de Base de Brasil, que se inició ayer, martes, en la ciudad de Juazeiro do Norte, en el nororiental estado de Ceará, y concluirá el próximo sábado.
“Os invito a todos a vivirlo como un encuentro de fe y de misión, de discípulos misioneros que caminan con Jesús, anunciando y testimoniando con los pobres la profecía de los ‘nuevos cielos y de la nueva tierra’”, dice la nota enviada por el papa argentino.
En su mensaje, Francisco alude al Documento de Aparecida, fruto de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Brasil en 2007 y en la que entonces participó en su condición de arzobispo de Buenos Aires.
En ese sentido, dice que ese documento señala que las comunidades eclesiales de base son un mecanismo que “permite al pueblo llegar a un conocimiento mayor de la palabra de Jesús, al compromiso social en nombre del Evangelio y a la educación en la fe”.
También afirma que los cristianos de base “traen un nuevo ardor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la Iglesia”, e insta a esos movimientos a evitar “perder el contacto con esa realidad muy rica de la parroquia local”.
El encuentro de la Comunidades de Base de Brasil se ha convocado con el lema “Romeros del Reino en el campo y en la ciudad”, al que Francisco también ha hecho alusión en su mensaje.
“Todos debemos ser romeros, en el campo y en la ciudad, llevando la alegría del Evangelio a cada hombre y cada mujer”, dice el papa, quien invita a los cristianos de base a seguir las palabras del apóstol San Pablo, cuando dijo: “Ay de mí si no evangelizara”.

(RD/Agencias)