Mt 5, 13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra”.
Difícilmente podremos entender la riqueza de esta imagen que propuso Jesús, si no recordamos la importancia que tenía la sal en la sociedad de su tiempo:
· Servía para frotar el cuerpo de los
bebés nada más nacer, así se evitaban las infecciones propias de la
falta de higiene o de las heridas causadas en el parto.
· La sal era salario; se consideraba una
especie de “moneda”, muy valiosa para intercambiar con otros productos
de primera necesidad, especialmente con los pueblos que no tenían acceso
al mar.
· Se utilizaba como arma, al alcance de
cualquiera. Si se esparcía sobre la huerta de un enemigo se le podía
arruinar la cosecha y causarle un grave daño económico, sin dejar
rastro.
· Se ponía en los hornos del pan para catalizar el calor, hasta que por el uso continuado acababa desvirtuada.
· Servía para convertir el pescado en salazón. De este modo era muy útil para conservarlo y alimentarse en los viajes.
· Condimentaba las comidas.
La sal, por tanto, era muy un elemento imprescindible y valioso
en la sociedad. Cuando san Mateo escribió su evangelio, los cristianos
eran grupos marginales y estaban siendo perseguidos. ¿Qué reconocimiento
social podía tener un grupo de gente que seguía a un galileo
crucificado? Los hombres y mujeres cristianos eran la imagen viva del
fracaso, como lo fue su Maestro.
El evangelista acaba el texto de las bienaventuranzas con un grito lleno de júbilo y esperanza: “Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”. Pero no hay que esperar a llegar al cielo (parece que dice Mateo), porque aquí y ahora ya sois sal y luz.
Pero si la sal se estropea no hay manera de devolverle su capacidad
de salar. No valía como salario, ni para los hornos; solo servía para
reforzar los caminos.
Si los cristianos apostataban, por miedo a las persecuciones o a la muerte ¿cómo podrían recuperar el amor primero, la pasión del seguimiento? Si el Evangelio se desvirtuaba ¿quién le devolvería la garra con la que predicó Jesús la Buena Noticia?
Hoy, junto a la sal tenemos otros productos que potencian el sabor.
Seguramente se podría prescindir de la sal en la alimentación y no
notaríamos que había sido sustituida por otro producto.
Algo semejante ocurre con el evangelio. La fuerza de una Buena
Noticia que ha revolucionado la historia se ha ido desvirtuando en los
países ricos y se va sustituyendo por migajas que no sacian el hambre y
por “tiritas” que no curan las heridas de la humanidad.
En la educación religiosa y la catequesis se suele poner más el
acento en lo que no somos y en lo que hacemos mal que en recordarnos que
somos tan imprescindibles y valiosos como la sal.
Si no somos conscientes de esto ¿cómo vamos a despertar esa conciencia en quienes nos rodean?
Vosotros sois la luz del mundo. Estos
versículos se escribieron en una sociedad en la que la llegada de la
noche sumía en la oscuridad total, abundaban los peligros y la gente
intentaba guarecerse en alguna aldea, en lugar de seguir el camino.
¿Quién podía permitirse el lujo de iluminar por la noche el camino?
¿Quién era tan tonto que malgastaba el aceite de una lámpara, poniéndola
debajo del cajón con el que se medía el trigo (celemín)?
Todavía ahora se cuelgan los candiles en lugares altos, en los que alumbren lo más posible, así se economiza aceite.
¡Qué lejanas nos resultan estas imágenes de la luz y la oscuridad si no hemos experimentado una oscuridad total!
Quienes sufrieron el apagón que se produjo en Nueva York, del 13 al
14 de julio de 1977, contaron que habían vivido situaciones de auténtico
pánico; por ejemplo, las personas que se quedaron atrapadas durante
horas en el Metro, hasta que pudieron ser evacuadas; o encerradas en los
ascensores de los rascacielos.
A consecuencia de la caída de varios rayos, casi toda la ciudad
quedó sin suministro eléctrico, en medio de una severa ola de calor. El
pillaje se extendió, hasta el punto de que arrestaron a unas 4.500
personas que fueron sorprendidas saqueando viviendas y comercios. Y
muchas personas temieron toparse con un hombre que había cometido varios
asesinatos en esa ciudad y andaba suelto.
¿Cómo nos sentiríamos nosotros si nos perdemos en un monte, en una
noche sin luna, y sin ningún medio para iluminarnos? ¿Qué sentimos si
descubrimos a lo lejos la luz de las linternas de quienes vienen a
rescatarnos?
Muchas homilías son soporíferas y no tienen relación con lo que está
viviendo la comunidad o la parroquia. ¿Dónde tomamos conciencia de que
somos luz? ¿Dónde, cuándo y cómo nos recordamos que somos como una
central eléctrica, por la corriente que nos une? ¿Cómo podemos recuperar
el potencial “energético” que tenemos las comunidades
cristianas? ¿Nos damos cuenta de los profundos cambios sociales que
pueden operarse cuando este potencial se pone en marcha?
La luz que somos ¿no se ha ido diluyendo con las pequeñas luces de
las pantallas, que nos absorben la energía, nos entretienen y nos
anestesian?
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
Hay un tiempo para cada cosa. Hay un tiempo para pasar
desapercibidos, como levadura en la masa, y hay un tiempo para dar
testimonio y que se vea el dinamismo del talante cristiano.
Pero siempre hace falta un requisito imprescindible: que el ego se acalle para que se perciba al Abba como la Luz y la Sal, de donde proceden nuestra sal y nuestra luz.