Amarás a tu prójimo como a ti mismo Mc 12, 28-34 Se ha dicho que el hombre contemporáneo ha perdido la confianza en el amor. No quiere «sentimentalismos» ni compasiones baratas. Hay que ser eficaces y productivos. La cultura moderna ha optado por la racionalidad económica y el rendimiento material, y tiene miedo al corazón.
Por eso, en la sociedad actual se teme a las personas enfermas, débiles o necesitadas. Se las encierra en las instituciones o se les encomienda a la Administración, pero nadie las quiere cerca.
El rico tiene miedo del pobre. Los que tenemos trabajo no deseamos encontramos con quienes están en paro.
Nos molestan todos aquellos que se nos acercan pidiendo ayuda en nombre de la justicia o del amor.
Se levantan entre nosotros toda clase de barreras. No queremos cerca a los gitanos. Miramos con recelo a los africanos porque su presencia parece peligrosa. Cada grupo y cada persona se encierra en sí mismo para defenderse mejor.
Queremos construir una sociedad progresista basándolo todo en la rentabilidad, el crecimiento económico, la competitividad. Recientemente, una inmobiliaria publicaba el siguiente anuncio: «Nuestra filosofía reposa sobre cuatro principios: rentabilidad inmediata, seguridad de emplazamiento, fiscalidad ventajosa y constitución de un patrimonio generador de plus valía».(LEER EL EVANGELIO)
Naturalmente, en esta filosofía ya no tiene cabida «el amor al prójimo». Los mismos que se dicen creyentes, tal vez, hablan todavía de caridad cristiana pero terminan más de una vez instalándose en lo que Karl Rahner llamaba «un egoísmo que sabe comportarse decentemente».
Pero lo importante no son las palabras, sino los hechos. Si queremos ser fieles al principal mandato del Evangelio, los cristianos hemos de ir descubriendo constantemente las nuevas exigencias y tareas del amor al prójimo en la sociedad moderna.
Amar significa hoy afirmar los derechos de los parados antes que nuestro propio provecho. Renunciar a pequeñas y mezquinas ventajas para contribuir a una mejora social de los marginados. Arriesgar nuestra economía para solidarizarnos con causas que favorecen a los menos privilegiados. Dar con generosidad parte de nuestro tiempo libre al servicio de los más olvidados. Defender y promover la no-violencia como el camino más humano para resolver los conflictos.
Por mucho que la cultura actual lo olvide, en lo más hondo del ser humano hay una necesidad de amar al necesitado, y de amarlo de manera desinteresada y gratuita. Por eso es bueno que se sigan escuchando las palabras de Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
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El título resultará extraño para los lectores no familiarizados –la inmensa mayoría– con el argot eclesiástico. El término “pastoral” se refiere en general a composiciones literarias, pictóricas o musicales que evocan la vida campestre y pastoril, cuando las ovejas seguían al pastor.
“Pastoral” designa también la actividad evangelizadora de la Iglesia, desarrollada sobre todo por el clero. El obispo se llama “Pastor”, y sucede a menudo que aspira a que todos los cristianos católicos sean ovejas sumisas y formen un solo rebaño bajo un solo pastor en un único redil. Lo que pasa es que esas ovejas escasean, gracias al Espíritu de Jesús y su evangelio liberador, gracias a Dios. Y los pastores pintan poco cuando no quedan ovejas. Pero los obispos siguen empeñados en pastorear a la grey confiada, y buscan ovejas como sea.
Esa es la impresión que me queda tras haber oído hace unos días a Mons. José Ignacio Munilla presentar el Congreso Nacional de Pastoral Juvenil que tendrá lugar en Valencia del 1 al 4 de noviembre. No estuvo amable ni tranquilo el pastor, en contraste con los bellos versículos del Salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas”.
Pues no. El obispo de San Sebastián, responsable del Departamento de Juventud en la Conferencia Episcopal Española, se dedicó a hacer sonar alarmas y a gritar al lobo. Se mostró alarmado de que el 50% de los jóvenes no crea en Dios, y los pintó con tonos más que sombríos. “Los jóvenes españoles están heridos intelectual y afectivamente”, dijo. Y habló de “fracaso familiar”, “fracaso afectivo” y “fracaso escolar”. ¿La causa de tanto fracaso? “El relativismo intelectual”. ¿Y el remedio? Volver al redil. Pues no volverán.
Nada dijo el obispo del paro, que impide a la mitad de los jóvenes ser algo en esta sociedad, creer en sí mismos, tener una casa, crear una familia. Al parecer, los obispos no lo consideran un fracaso y una herida tan graves. El problema es el “relativismo”, mantra episcopal repetido hasta la saciedad como explicación de todos los males.
Tampoco hizo el obispo ninguna autocrítica, faltaría más. La institución eclesial, por lo visto, no tiene nada que ver con esos supuestos “fracasos” ni es responsable de que solo el 7% de los jóvenes vaya a misa y de que solo (¿solo?) el 50% siga creyendo en Dios. Una institución eclesial encerrada en dogmas del pasado, que se organiza y funciona según estructuras propias de la cultura agraria y pastoril, que imagina a Dios con cetro y cayado, y que solo sale a manifestarse en la calle para defender la asignatura confesional de religión, la familia patriarcal y sus privilegios fiscales.
Creo sinceramente que los “pastores” se equivocan de diagnóstico y de remedio, de juventud y “pastoral”. Creo que se equivocan de mundo y de Iglesia, de Jesús y de Evangelio. Los obispos debieran preguntarse seriamente por qué, entre 16 instituciones sociales, la Iglesia católica es la peor valorada de todas por parte de los jóvenes, y por qué la religión figura en el último lugar de su escala de valores, después de la familia, la salud, el tiempo libre, el trabajo y… la política. Debieran hacer un profundo “examen de conciencia”, como ha reclamado Mons. Ricardo Blázquez en el Sínodo de obispos que tiene lugar durante este mes en Roma.
Debieran creer un poco más en los jóvenes de hoy, y aprender de su increencia a creer mejor: una nueva imagen de Dios, una figura de Jesús más simple, sin báculo ni mitra, un evangelio mejor que nos ofrece a todos aire fresco, agua limpia, brotes verdes de vida y de futuro.