Hemos de aprender «la lección de Emaús». La solución no está en abandonar la Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad, movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra esperanza.
No son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo, comprometida realmente en construir una sociedad más humana.
La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta que ya a pocos interesa, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una credibilidad que parece encontrarse «bajo mínimos».
La perciben como una institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar, pocas veces para ayudar e infundir esperanza en el corazón humano.
La sienten con frecuencia triste y aburrida y, de alguna manera, intuyen con G. Bernanos que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».
Porque esta alegría que se respira junto al resucitado no es el optimismo ingenuo de quien no tiene problemas. No es tampoco la satisfacción que produce el haber saciado nuestros deseos o el placer que se obtiene del confort, la comodidad y la posesión.
Esta alegría es fruto de una presencia del Señor en el fondo del alma y en medio de la vida. Una presencia que llena de paz, disipa el temor, dilata nuestras fuerzas, nos hace aceptar con serenidad nuestras limitaciones, nos hace vivir ante la presencia del Dios de la vida. Esta alegría no se da sin amor y oración. Es alegría que se experimenta como «nuevo comienzo» y resurrección. Es fruto del encuentro sincero y agradecido con el Señor que pide calladamente albergue y acogida. J. M. Velasco llega a decir que «tan central es esta experiencia para la vida cristiana que puede decirse sin exageración que ser cristiano es haber hecho esta experiencia y desgranarla en vivencias, actitudes, palabras y acciones a lo largo de la vida». LEER MÁS