domingo, 9 de mayo de 2021
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Terrorismo israelí en aumento en Cisjordania y Jerusalén ocupada
No basta ser bueno, hay que ser misericordioso
LEONARDO BOFF
Si amáis a quien os ama, ¿qué mérito tenéis? ¿No hacen también eso los cobradores de impuestos? Si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hay de extraordinario en eso? ¿No hacen eso también los paganos? (Mt 5,44-47).
Es muy instructiva la versión que san Lucas da en su evangelio: “Amad a vuestros enemigos. Así seréis hijos e hijas del Altísimo que es bondadoso con los ingratos y malos; sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (6,35-36).
Esta afirmación es profundamente consoladora. ¿Quién no se siente a veces “ingrato y malo”? Entonces nos confortan estas alentadoras palabras: el Padre es bondadoso, a pesar de nuestras maldades. Y así aliviamos el fardo de nuestra conciencia que nos persigue por dondequiera que vamos. Aquí resuenan las consoladoras palabras de la primera epístola de San Juan: “si nuestro corazón nos acusa, sabe que Dios es mayor que tu corazón” (1Jn 3,20). Estas palabras deberían ser susurradas al oído de todo moribundo con fe.
Tanta comprensión divina nos remite a las palabras de uno de los más alentadores salmos de la Biblia, el salmo 103: “El Señor es rico en misericordia. No está siempre acusando ni guarda rencor para siempre. Cuanto se elevan los cielos sobre la tierra, tanto prevalece su misericordia. Como un padre siente compasión por sus hijos e hijas, así el Señor se compadece de los que lo aman, porque conoce nuestra naturaleza y sabe que somos polvo (9-14).
Una de las características del Dios bíblico es su misericordia, porque sabe que somos frágiles y fugaces “como las flores del campo; basta un soplo de viento y dejamos de existir” (103,15). Así y todo nunca deja de amarnos como hijas e hijos queridos y de compadecerse de nuestras debilidades morales.
Una de las cualidades fundamentales de la imagen de Dios que el Maestro nos comunicó fue exactamente su misericordia ilimitada. Para él no basta ser bueno. Hay que ser misericordioso. La parábola del hijo pródigo lo ilustra con rara ternura humana. El hijo se marchó de casa, malbarató toda su herencia en una vida disoluta y, de repente, añorando, resolvió volver a casa. El padre estuvo largo tiempo esperando que volviese mirando hacia la vuelta del camino para ver si aparecía. Y he aquí que “de lejos”, como dice el texto, “el padre vio a su hijo y, conmovido, corrió a su encuentro y le abrazó llenándole de besos” (15,20). Es el supremo amor que se hace misericordia. No le reprocha nada. Basta con que haya vuelto a la casa paterna. Y, lleno de ale-
gría, le preparó una gran fiesta.
Ese padre misericordioso representa al Padre celestial que ama a los ingratos y malos. Acogió con infinita misericordia al hijo que se había perdido en la vida. El único hijo que es criticado es el hijo bueno. Sirvió al padre en todo, trabajó, observó todos los mandamientos. Era bueno, muy bueno, mas para Jesús no bastaba ser bueno. Tenía que ser misericordioso. Y no lo fue. Por eso es el único que recibe una reprimenda por no comprender al hermano que regresaba.
Pero es importante destacar un punto que muestra lo singular del mensaje del Nazareno. Él quiere ir más allá del simplemente amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. ¿Quién es el prójimo para Jesús? No es mi amigo, ni el que está cerca de mi, a mi lado. Prójimo para Jesús es todo aquel a quien yo me aproximo. Poco importa su origen o su condición moral. Basta que sea un ser humano.
La parábola del buen samaritano es emblemática (Lc 10,30-37). A la vera del camino yace un infeliz, medio muerto, víctima de un asalto. Pasa un sacerdote, tal vez va atrasado para su servicio en el templo; pasa también un levita, apresurado en la preparación del altar. Ambos lo vieron y “pasaron de largo”. Pasa un samaritano, un hereje para los judíos; “se preocupa de él y tiene compasión de él”, le cura las heridas, lo lleva a la posada y deja todo pagado antes de marchar, más lo que pueda necesitar. “¿Quién de los tres fue el prójimo?” pregunta el Maestro. El hereje que se acercó a la víctima de los asaltantes. El amor no discrimina, cada ser humano es digno de amor y de misericordia. Seguramente el sacerdote y el levita eran gente buena, pero les faltaba lo principal: la compasión, el corazón que se conmueve delante del dolor del otro.
Resumiendo, cuando Jesús manda amar al prójimo, significa amar a ese desconocido y discriminado; implica amar a los invisibles, a los ceros sociales, a aquellos a quien nadie mira y pasan de largo, amar a aquellos que en el momento supremo de la historia, cuando todo sea sacado a la luz él los llama “mis hermanos más pequeños”. “Cuando amaste a uno de esos, fue a mí a quien lo hiciste” (Mt 25,40). El amor que todas las tradiciones predican y practican, tiene un “más”. Va al encuentro del otro másotro y se queda con él. San Francisco de Asís lo entendió bien y lo expresa en su famosa oración por la paz: “que yo consuele másque ser consolado, que yo comprenda másque ser comprendido y que yo ame másque ser amado. En ese “más” se encuentra la originalidad del amor de Jesús, de los cristianos que van en su seguimiento.
La Covid-19 está mostrando, especialmente en las periferias, junto a los criticados miembros del Movimiento de los Sin Tierra y de los Sin Techo y de otros, que el mensaje de amor misericordioso vivido por el Hijo del Hombre no se ha apagado, que está vivo y encendido todavía.
*Leonardo Boff es teólogo y ha escrito Jesucristo, el liberador, Vozes y Sal Terrae 1971, varias ediciones.
Traducción de Mª José Gavito Milano
EL CLERO, QUE RIGE A LA IGLESIA, LE HA MODIFICADO EL PROYECTO DEL EVANGELIO A JESÚS
Religión Digital
Son los sacerdotes, desde sus templos, los que leen y explican el Evangelio como les conviene o no les complica la vida. Es lo que mejor le viene a la Religión. Y lo que explica que haya tanta gente muy religiosa, que está tan lejos del Evangelio
La pregunta, que brota de esta situación, es inevitable: ¿creemos en Dios? ¿en qué Dios creemos?
29.04.2021 Religión Digital
José María Castillo
La crisis religiosa, que crece imparablemente, sobre todo en los países más industrializados (los más ricos), se está manifestando no sólo en el abandono de las prácticas religiosas, sino sobre todo en el culmen y origen de tales prácticas: Dios mismo. Pero, como hacerse “ateo” descaradamente es asumir una postura más bien fea, en amplios sectores de la opinión pública, los “sabiondos” en cosas de religión buscan escapatorias, que les pueden venir estupendamente para maquillar sus posiciones ambiguas de abandono o incluso negación de Dios. Un ejemplo – quizá pertinente en este delicado asunto – pueda ser el reciente libro, de Roger Leaners, “Después de Dios, ¿otro modelo es posible?”.
Quienes piensan de esta manera (o se acercan a ella) deberían empezar pensando que la totalidad de la realidad no se agota en lo “inmanente”. El cristianismo ha basado su existencia precisamente en la aceptación de que lo “trascendente” es absolutamente imprescindible para que sea posible la totalidad de la realidad. Por esto precisamente, cuando el Evangelio afirma: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único de Dios… es el que nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18), en la base y fondo de esta afirmación, lo que en realidad se dice es que, si no aceptas la “trascendencia”, lo que no aceptas es el Evangelio. Es decir, lo que no aceptas es el cristianismo.
La enseñanza de Jesús a sus apóstoles fue tajante y clara en este sentido, según la repuesta que el mismo Jesús le dio a Felipe: “El que me ve a mí está viendo a Dios” (Jn 14, 9). ¿Qué estaba viendo Felipe? Un hombre condenado a muerte. Porque era un hombre considerado muy peligroso para el templo (“tópos” = “lugar santo”, cf. Bauer-Aland, col. 1693) (Jn 11, 48), una amenaza para los sacerdotes y para la Religión. Lo que, en realidad, nos viene a decir que la Religión no soporta el Evangelio. Un hombre bueno, Jesús, al que ni Pilato quiso matar, mientras que los profesionales de “lo sagrado” se burlaron de él hasta en su agonía (Mt 27, 38-44 par.). Porque, para ellos, Jesús (con su Evangelio) fue un “delincuente ejecutado” (G. Theissen).
Y es que la “conducta” (“êrga” = “obras”) (Mt 11, 2) de Jesús desconcertó incluso a Juan Bautista. La Religión se desconcertó ante el Evangelio. ¡Vamos a vencer el miedo! Y vamos a preguntarnos: ¿Creemos en el Dios de la Religión? ¿Creemos en el Dios del Evangelio? El Dios del Evangelio se da a conocer en “las obras” (“ta êrga”) de Jesús: (Jn 5, 20. 36; 9, 3 s; 10, 25. 32. 37 s): “Si no creéis en mí, creed en mis obras”. Es decir: “creed en mi conducta”. ¿Qué conducta? Dar vida: al paralítico, al ciego, al difunto, al pobre, al desamparado… Es una conducta para los demás. Tanto más, cuanto más necesitados.
En el caso de la Religión, se trata de una conducta exactamente al revés. Porque no es una conducta esencialmente “para los demás”, sino una conducta, ante todo, “para sí mismo”: es la sumisión, la obediencia, la exacta observancia, la subordinación “a superiores invisibles” (Walter Burkert). Y todo esto, ¿para qué? Para liberarse de sentimientos de culpa, para alcanzar lo que se desea, para obtener suerte, triunfo y gloria.
Ahora bien, dado que existen estas dos formas de relación con Dios, “para sí” y “para los demás”, el enorme problema que se nos plantea consiste en que la Iglesia, en los siglos primero al cuarto, vivió y se comportó de tal manera que, teniendo su origen en Jesús y su Evangelio, terminó fundiendo, en una difícil y extraña unidad, lo que, en la “teología narrativa” de los evangelios se nos muestra, se ve y se palpa como el enfrentamiento mortal entre la Religión y el Evangelio.
Pero esta fusión y confusión de Religión y Evangelio se ha complicado mucho más por el hecho, perfectamente comprensible, del “desequilibrio social” que, de facto e inevitablemente, se da y actúa entre la Religión y el Evangelio. La Religión da dinero, poder, importancia, influencia y exige sumisión. Mientras que el Evangelio se basa en el despojo y exige cercanía a identificación con lo pobre, lo marginal y todo cuanto despoja al discípulo, que asume, como proyecto de vida, el “seguimiento de Jesús”.
Según los evangelios, Jesús nunca pretendió fundir su Evangelio con la Religión del templo y los sacerdotes. El clero, que rige a la Iglesia, le ha modificado el proyecto del Evangelio a Jesús. Y son los sacerdotes, desde sus templos, los que leen y explican el Evangelio como les conviene o no les complica la vida. Es lo que mejor le viene a la Religión. Y lo que explica que haya tanta gente muy religiosa, que está tan lejos del Evangelio.
La pregunta, que brota de esta situación, es inevitable: ¿creemos en Dios? ¿en qué Dios creemos?
LA VERGÜENZA ES LA NOTICIA
fe adulta
Hay noticias que no dejan de serlo aunque la sensibilidad hacia ellas haya perdido intensidad de tanto repetirse. Incluso en la pandemia que nos martiriza, mucha gente acepta ya la cuota de contagios y muertos así como el riesgo de contagiarse con tal de quitarse de encima la opresión anímica que les causan las restricciones sanitarias. Algo similar ocurre con la tragedia de la inmigración que no cesa en el Mediterráneo.
La sociedad asume la tragedia de la inmigración, que antes sacudía conciencias -como ya ocurre con el coronavirus-. Ya casi no es noticia lo que nos cuentan semana tras semana, y eso es lo terrible, aunque se trate de una realidad cada vez más frecuente que miles de jóvenes africanos se arriesgan temerariamente a travesías de cientos de kilómetros, pero cuyos detalles pocas veces transcienden excepto cuando hay supervivientes y si estos tienen ánimo de contarlo.
Recordemos solo un caso de 2020; un chaval de 17 años es acogido en estado de shock en un centro canario de menores tras sobrevivir a quince días a la deriva, en los que la mayoría de sus 26 compañeros de patera murieron de hambre y sed y fueron arrojados por la borda. Uno tras otro, día tras día; entre ellos, sus seis primos. Imaginemos la escena de tirar los cadáveres por la borda mientras se acababa la comida y el agua pensando que él también se iba a morir, como les ocurría a los demás.
Hace pocas fechas, el Papa Francisco aseguró que es "el momento de la vergüenza" tras la muerte de 130 migrantes en otro naufragio ocurrido en el Mediterráneo después de que durante ¡dos días! varias organizaciones humanitarias solicitaran ayuda a los gobiernos europeos para poder salvarlos… y el auxilio no se produjo. "Eran personas, seres humanos y durante dos días han estado implorando en vano una ayuda que no ha llegado", dijo el Papa, conocedor de que mientras miramos para otra parte, algunas personas en su desesperación llegaron a comerse hasta trozos de madera de la patera. Este fue el caso del chico de 17 años al que me refería anteriormente.
El drama de la inmigración golpea sin parar mientras las víctimas no tienen rostro ni historia por la indolencia y la pasividad de Occidente que infringe las leyes elementales de la humanidad además de saltarse el Derecho Internacional. No queremos sentir ni tender la mano hacia quien huye del horror y del hambre molestando nuestra opulencia. Manos inocentes que rechazamos sin valorar que así nos destruimos por dentro, encerrados en nuestro propio mundo decadente que ni escucha, ni siente compasión alguna.
¿Quién llora a estos muertos? ¿Quién se interesa por esos millones de personas que solo buscan salir de un infierno en vida? Parias de ninguna parte, vidas truncadas. La misma Europa insensible a la fosa común en que se ha convertido el Mediterráneo lleva instalada mucho tiempo en África esquilmando sus materias primas. La explotación continúa con un colonialismo de nuevo cuño, pero encastillados ahora en nuestras fronteras mientras las mafias campan tranquilamente sin una patrullera que les intimide su labor de esclavitud y miseria. Todo es dinero y silencios cómplices ante la intemperie de tantos sin derechos ni dignidad humana que tratan de escapar de la miseria y la violencia. Y entre todos estos naufragios horribles, tres millones de personas continúan encerrados en territorio de Turquía cuando huían de la guerra en Oriente Medio. Y todo ello costeado por la Unión Europea para que no sigan adelante. Crisis esta de los refugiados de Oriente Próximo considerada como el mayor éxodo planetario desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
No parece importarnos. El mundo se circunscribe a nuestro interés. Nos contentamos diciendo que es imposible cambiar las cosas, a lo que Concepción Arenal nos recordaría que “todas las cosas son imposibles mientras lo parecen”. Mientras tanto, no pocas personas se extrañan de que todavía se escriban palabras de denuncia y apoyo a tantos indefensos, convencidas de su inutilidad para un posible cambio de esta realidad: ¿Por qué seguir gritando entonces? Pues para que al menos esta realidad injusta y asumida no me cambie a mí.
¿DIOS PERSONAL? UN TEXTO DE HANS KÜNG
Me alegro de que, a raíz de la publicación del libro Después de Dios. Otro modelo es posible, en ATRIO se haya lanzado esta reflexión en torno a teísmo y no-teísmo. En definitiva, un debate sobre Dios, Realidad fontal de todo lo real. Realidad indecible, sobre la que no podemos ni hablar adecuadamente, pues todas nuestras imágenes y palabras no son sino aquellas que nuestra capacidad cerebral (1.400 cm3) es capaz de producir, ni callar enteramente, pues en esa Realidad indecible “vivimos, nos movemos y somos”, como dijo Pablo en el Areópago ateniense, citando a un poeta estoico (Hechos de los Apóstoles 17,28).
El debate sobre la superación del teísmo se ha abierto en los días de la pascua o del paso a la Vida del admirado Profesor Hans Küng, fallecido el 6 de abril como “teólogo no católico”, pues fue condenado por Juan Pablo II en 1979 y no ha sido rehabilitado después ni por Benedicto XVI ni por el papa Francisco. Lógica terrible del sistema vaticano.
Para honrar la memoria de Küng y pensando que pueda contribuir a enriquecer nuestra reflexión, me permito copiar aquí dos páginas de su libro El cristianismo y las grandes religiones, que llevan como título: “¿Concepción personal a-personal de Dios?”. Dice:
“Tanto en el hinduismo como en el cristianismo hay una tensión entre lo a-personal y lo personal en la concepción de Dios.
Aunque las religiones hindúes aceptan desde la época de las Upanishads al Brahman envolvente como la realidad última, a la que el ser humano solo tiene acceso por el camino de la contemplación mística, sin embargo, esta fe permaneció unida a una multitud de mitos antropomórficos y personalistas. Y, aunque luego también en las religiones monoteístas del visnuismo, shivaísmo y saktismo Brahman tiene prioridad en la consideración ontológica sobre la esencia de Dios, sin embargo, precisamente estas religiones acentuaron la relación personal de Dios con el ser humano en el acontecimiento liberador.
A la inversa, la teología cristiana no reduce su lenguaje sobre Dios a los antropomorfismos de todo tipo, como los que aparecen abundantemente en la Biblia. También ella habla de Dios como del Dios oculto (latens deitas), habla de Dios como de la divinidad que se sustrae al ser humano (divinitas), del bien sumo (summum bonum), del ser mismo (ipsum ese), de la verdad, bondad y belleza misma (veritas, bonitas, pulchritudo ipsa). También ella tiene conciencia del Inefable (ineffabile), del misterio (mysterium), que trata de entender simbólicamente con ejemplos, metáforas, imágenes como mar, océano, desierto o sol, luz y fuego. También la teología cristiana responde al interrogante sobre la personalidad de Dios de manera totalmente dialéctica, para evitar burdas objetivaciones, y lo que voy a expresar aquí en tres puntos podría obtener, desde luego, el asentimiento de creyentes hindúes:
El Dios uno no es ser masculino o femenino, no es persona del mismo modo que lo es el ser humano. Lo Uno, que todo lo envuelve y penetra, no es un objeto ‘sobre’ el que el ser humano podría hacer enunciados desde una distancia calculada. No hay un punto ‘más allá’ de Dios, desde el que el ser humano podría juzgar sobre lo Uno y envolvente. Lo que llamamos fundamento originario, sostén originario, meta originaria de toda realidad, no puede concebirse como ‘un dios’ o ’una diosa’ entre (o sobre) otros; no puede ser una persona individual entre otras personas, pero tampoco ningún super-hombre o super-yo. También el concepto de persona, también el concepto de padre o madre es simplemente una aproximación cifrada a la realidad suprema y más profunda, que de hecho es una no-dualidad.
¿Puede concebirse el Dios uno, que fundamenta la personalidad, de manera completamente a-personal? No, Dios tampoco es un ser neutro. Precisamente porque el fundamento y sentido de toda realidad no es una ‘cosa’, precisamente porque no es perceptible, disponible, manipulable, no puede ser im-personal, y menos aún sub-personal. Es decir, Dios hace saltar también el concepto de lo impersonal; pero tampoco es menos que persona. También según la concepción hindú, lo Uno inicial primigenio o Brahman es, al mismo tiempo, conciencia universal, a la que se atribuyen potencias: capacidad ilimitada de conocer (omnisciencia), de querer (libertad absoluta) y de obrar (omnipotencia).
Dios, por ser la realidad originaria, abarca, por tanto, lo masculino, lo femenino y lo neutro, lo personal y lo apersonal. Es decir, todas las oposiciones de lo humano-mundano-creado están en él ‘elevadas’ en el triple sentido hegeliano: afirmadas (mantenidas), negadas (relativizadas) y ‘levantadas’, superadas (trascendidas). Así, pues, Dios es de hecho el Otro, y no el completamente Otro, como el mismo Barth reconoció cada vez más decididamente en su teología posterior, cuando comenzó a hablar más de la ‘humanidad de Dios’.
A mi juicio, el cristianismo (en su tradición de la teología negativa) y el hinduismo están de acuerdo en que esta realidad tiene que describirse ante todo negativamente, pero, desde luego, no solo negativamente. En efecto, se trata de la realidad divina que todo lo penetra y todo lo vivifica y, por tanto, de la realidad más real (satyasya satyam = ‘lo real de lo real’ = ens realissimum), que, también según la concepción india, se describe con razón como ser puro (sat), conciencia cognoscente (cit) y felicidad radiante (ananda) (tres predicados esenciales, no tres personas como en la doctrina posbíblica de la Trinidad); en pocas palabras: el Yo puro que habita nuestro yo individual y constituye en último término a todos los seres. Más que designar esta realidad sumamente real como personal o apersonal, como sexuada o asexuada, será preferible llamarla, con Paul Tillich –si se tiene interés en una palabra–, transpersonal o transexual, respectivamente. Dios es, en cierto modo, la ‘personificación’ de lo divino”.
(Hans Küng, en colaboración con Josef van Ess, Heinrich von Stietencron y Heinz Bechert, El cristiansimo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid 1987 [original alemán de 1984], pp. 255-257).
CUATRO NOTAS AL MARGEN:
Doy por supuesto que Hans Küng no ha de constituir para nadie una meta a la hora de pensar o decir “Dios”, sino un mero punto de partida que suscita nuevas preguntas, nuevas imágenes y categorías guiadas por la pasión y el horizonte de lo Indecible. Tampoco estas páginas recogidas aquí, escritas en 1982, fueron para su autor una meta definitiva.
Nadie que –en un marco religioso o enteramente laico– se haya dejado tocar por el Fuego se aferra a imágenes y palabras, ni divide el mundo en ortodoxos y heterodoxos.
En el interior de todas las grandes tradiciones religiosas se han desarrollado y han convivido con más o menos conflictos las categorías e imágenes personalistas (teístas, duales) como las categorías e imágenes místicas (transteístas, no-duales, transpersonales). Tanto unas como otras son constructos humanos. Constructos neuro-culturales.
Me pregunto qué serán todas nuestras “teologías” (nuestros cultos y oraciones) de hoy para unos seres del futuro (humanos, trans-humanos o post-humanos) con una capacidad cerebral mucho más grande que la nuestra y, por lo tanto, con una conciencia personal más amplia, una bondad más feliz, una espiritualidad” más honda, una palabra más inspirada por la llama de lo Real Inefable… Porque la vida sigue, la evolución también, y las religiones nacen y mueren, al igual que todas las imágenes de la Realidad última. Y el Espíritu que alienta en todo nos llama a ser más libres y humildes.