

Carmiña Navia nos ofrece un libro que se necesitaba. Si la perspectiva de género implica mirar el mundo con nuevos ojos, era preciso acercarse a la Biblia y a las experiencias de una creyente “liminal”, con el lente de una teología feminista original, como aquí se hace. Adicionalmente, en estas páginas tenemos, no solo sus reflexiones a la luz de su liminalidad[1], de su posición en el umbral de la iglesia, de una cristiandad ajena a jerarquías y estructuras rígidas, sino, además, sus aportes a partir de sus vivencias en diálogo con las mujeres de sectores populares con quienes convive y trabaja desde hace muchísimos años. De cara a un mundo estremecido por innumerables tensiones, Carmiña Navia ofrece su visión, su sensibilidad especial construida en “una dinámica de ágape, de acogida” hacia creyentes y no creyentes, su voluntad de comprender, su “búsqueda de entendimientos”. Sus aportes son novedosos, pues se nos invita a asomarnos a lo que hoy algunas y algunos llaman “sentipensares” de la autora, que parten de la sororidad y de la solidaridad con todos los oprimidos, expuestos en una prosa clara y amena.
Se trata de un libro inmerso en una gran com-pasión (en el sentido de sentir-con) por todos los oprimidos de la tierra, e igual erudición, tanto sobre las Escrituras como en cuanto a las visiones modernas de las feministas sobre todos los temas de la fe. Así, Navia nos llama a ampliar nuestros horizontes en relación con la vivencia de Dios, desde la pregunta de “qué nos dice Jesús de Nazaret hoy a las mujeres… a los y las pobres del continente latino americano”. En primer lugar, examina el contexto religioso que alimenta a Jesús en su inicio terrenal, con sus antecedentes en la tradición judaica, a la vez que en su experiencia de Dios, a quien Jesús percibe desde claves tanto masculinas como femeninas.
Recordemos que ya desde el Antiguo Testamento Dios aparece en un texto como una madre que amamanta a los fieles, una madre que vela por el hijo que alimenta (Isaías 49: 15-23). Pero Navia plantea enfoques originales al examinar los Evangelios. En la parábola del Hijo Pródigo, que ella re-nombra como la parábola del Hijo Menor, por ejemplo, descubre las huellas de una ruptura con el orden patriarcal, mediante la dádiva y el perdón del padre hacia su hijo menor más allá de las reglas establecidas, y una prédica de un amor como el que une a la madre con sus hijos e hijas. Partiendo de una crítica antropológica, la autora lamenta que la experiencia de Dios paterno-materno transmitida por Jesús haya sido interpretada por las autoridades de la Iglesia desde una “imagen monolítica patriarcal”, advirtiendo que Jesús habla de su relación con Dios con “cercanía y ternura”, y le llama abbá, palabra aramea que nombra al padre de forma cariñosa e íntima.
Leemos también cómo, a lo largo de los siglos, una serie de evangelios que claramente recogieron lo que podría llamarse las tendencias feministas de Jesús, como el Evangelio Copto de Tomás o el de María de Magdala, fueron censurados por la Iglesia, declarándolos apócrifos. Sin embargo, estas tendencias permanecen en muchos pasajes del Nuevo Testamento canónico, por ejemplo, en los relatos de Lucas 14 y 15, o Lucas 21, sobre una Gran Cena, y la conminación a entregar bienes a los pobres, a quienes “andan por los caminos”. Aparecen también en la generosidad de Jesús hacia múltiples mujeres que lo rodean y piden ayuda, en la respuesta a la mujer sirio-fenicia, cuya hija Jesús sana por la gran fe de la madre (Marcos 7:24-30 y Mateo 15:21-28), en su relación de amistad amorosa con Marta y María en Betania, u obedeciendo a su madre en las bodas de Caná, para citar solo unos pocos ejemplos. Todo lo cual apunta a un Dios que exige “reconocer al extranjero, a la mujer, al diferente”.
En otro momento del libro, nos encontramos con una reinterpretación novedosa del libro de Job, desde la religiosidad de mujeres populares de medios urbanos de latino América, mujeres que sufren distintos tipos de violencias. La imagen de Dios a la que Job accede al final del texto bíblico, reconociendo la sabiduría y el amor de Dios en medio del infortunio, es comparada con la fe inquebrantable, la aceptación de Dios en todos los momentos de la vida cotidiana que la autora encuentra en las mujeres del barrio donde vive. No se trata de una resignación semejante a un opio adormecedor, sino por el contrario, una cercanía íntima con la deidad, una energía que las “motiva e impulsa en sus luchas cotidianas”: una relación con un Dios padre y madre que “nutre, fecunda y da vida”, según la frase de Ethel Barylka.
Navia, al recoger brevemente las historias de vida del algunas de estas mujeres, para ilustrar el fenómeno del desplazamiento interno y reflexionar sobre él a la luz de la Biblia, nos invita a considerar este fenómeno social sin afán sensacionalista, sino compartiendo la profundidad del sufrimiento de colombianos y colombianas. Adicionalmente, un gran aporte de este ensayo es recordarnos algo que poco o nada aparece en otros estudios sobre el tema: Desde el Antiguo Testamento nos encontramos con la experiencia del pueblo hebreo de su despojo y exilio en Babilonia, recogida en los bellos textos de las Lamentaciones y del Salmo 137: “A orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sion”. Tenemos también el libro de Rut, la moabita, donde “se reivindica la acogida a migrantes como una característica del pueblo de Yahweh”. En las escrituras cristianas, la experiencia del destierro aparece en el éxodo de José y María desde Nazaret hasta Belén, y en el posterior exilio en Egipto, ya nacido Jesús, para escapar a la masacre de niños proyectada y realizada por Herodes. La reflexión sobre estos antecedentes bíblicos culmina en una invitación a “guardar a los y las desplazadas en nuestro corazón”.
De gran interés es el capítulo sobre María de Magdala, figura que ha sido sujeto de múltiples leyendas, al ser vista como cortesana arrepentida o esposa de Jesús y madre de su hija. De la evidencia de la Biblia y en los textos extra canónicos, en cambio, surge una Magdalena que Navia reinterpreta no solo como una discípula destacada del Maestro de Nazaret, sino también, citando el Evangelio de Valentino, como una privilegiada entre los apóstoles, por ser su corazón “más enderezado que el de todos hacia el Reino de los Cielos”. Por otra parte, la autora señala que el papel de María Magdalena en los mismos evangelios canónicos, como primer testigo de la Resurrección, es tan segura, que el Papa Francisco la ha honrado designándola “Apóstol de los Apóstoles” en la liturgia del 22 de julio, y se ha referido a ella como “Apóstol de la esperanza”.
Ahora bien, Navia nos brinda una perspectiva original, al analizar el papel desempeñado por María de Magdala en la vida de Jesús de Nazaret a la luz de la ética del cuidado, ética caracterizada como esa “voz diferente” de las mujeres que ha planteado la psicóloga estadounidense Carol Gilligan, una actitud femenina en la que prima la preocupación por las relaciones y por el bienestar de otros y otras. María Magdalena es una de las mujeres que acuden a sepulcro a “cuidar el cuerpo” del crucificado embalsamándolo. En distintos momento, a Jesús acuden mujeres a cuidarlo; una de ellas lo prepara para su próximo entierro derramando un costoso perfume sobre sus pies (Lucas 7 y Mateo 26). Tales cuidados implican “conocimiento de hierbas naturales, de esencias” que en la historia de la Edad Media vemos que conduciría a que se persiguiera a las “brujas”. De modo similar, ya en el Evangelio de Valentino se advierte el “terror de Pedro” hacia las mujeres, y la rivalidad de otros apóstoles hacia María Magdalena, que llevaría a reducir la importancia de su papel en las primeras comunidades cristianas. Sin embargo, el Evangelio de María de Magdala la presenta “como una visionaria y una líder de la comunidad”.
En un capítulo memorable, Navia se acerca a la problemática de la mujer que aborta, “con las entrañas de misericordia que tuvo siempre Jesús de Nazaret”. Las circunstancias que llevan al aborto son analizadas como una situación liminal, donde la mujer se debate entre su tendencia al cuidado de la vida y las circunstancias difíciles para ejercer ese cuidado; por eso se reclama que escuchemos la voz de la mujer, a menudo radicalmente silenciada en los debates teológicos. Y se señala que el maestro tuvo siempre “un compromiso claro, cotidiano y permanente con la vida en los límites, con la vida cercada…, nunca unido a condenas morales hacia personas situadas en los límites”.
Esta capacidad de acogida, de piedad y clemencia, no es incompatible con una exigencia en otro contexto, de rechazar la solicitud de perdón de los victimarios del conflicto interno en Colombia ante la JEP, actores de delitos sexuales, cuando esta aparente expresión de arrepentimiento se hace por conveniencia, para evadir el castigo, y no con base en una verdadera contrición. Esta debería ir aunada a un esfuerzo de transformación social y cultural; se requeriría reconocer que nuestra sociedad en parte se cimenta en profundas estructuras simbólicas de irrespeto a la mujer que dan pie a la misoginia y a los crímenes sexuales, como arguye Rita Segato en La guerra contra las mujeres. Solo transformando estas estructuras podemos hablar de un perdón plenamente sanador. Aun así, reconozcamos que para las víctimas perdonar es requisito para liberarse del lastre del odio, de la sujeción a la amargura.
A lo largo de este libro, Navia nos invita a “entender a la mujer como un lugar teológico y lugar privilegiado de leer la voluntad de Dios y los signos de los tiempos”, aprendiendo de “nuestras maestras en el espíritu, abriendo los ojos a tradiciones distintas a las que siempre han regido en las búsquedas espirituales en la iglesia”. Se trata de escuchar sus voces, desde las de las místicas como Clara de Asís o Hildegarda de Bingen, hasta las de todas las teólogas feministas que hoy dialogan en diferentes colectivos de América latina. Otros temas tratados por Navia en este libro, siempre con los mismos aciertos, incluyen la lectura de textos literarios a la luz de sus vivencias de la fe, los feminismos de la Iglesia católica en América latina, miradas liberadoras a la conjunción entre democracia, paz y cristianismo.
Para apreciar todas estas perspectivas en la complejidad de nuestro siglo, se hace imperativa una apertura epistemológica que nos permita un conocimiento renovado, que nos aparte de la rapaz concepción de la tierra como oportunidad de explotación, que reciba las enseñanzas del ecofeminismo, a la vez que nos permita “mirar y comprender con ojos de mujer, de negros, de mestizos o pobladores de barrios populares y marginales”. Esta mirada solo es posible con una teología que vea “la experiencia de los oprimidos” como “un terreno hermenéutico privilegiado”, en las palabras de Paul Kitter.
Por ello Navia nos invita a concebir la revelación no como la transmisión de dogmas sino como la capacidad de un conocimiento amoroso. Se trata de un llamado no solo a abrazar el pluralismo, sino también a abocarnos a “un hermanamiento” entre distintas religiones. Es más, la autora nos llama a pasar “de la religión a la espiritualidad”, donde el reconocimiento de las distintas formas de acercarse al Dios de cristianos y de no cristianos, e incluso la apertura a respetar la espiritualidad de agnósticos y ateos, nos permitan apartarnos de “dogmas, verdades, privilegios, razones … que cuidar”, para así “acercarnos y generar comunión”.
Gabriela Castellanos Llanos
[1] Estado de tránsito, fase en la cual se está en el umbral, entre un estado anterior y las nuevas posibilidades de lo que puede estar por llegar.