VIDAS ESTERILES Los seres humanos somos un deseo intenso de vida y cumplimiento. Hay dentro de nosotros algo que quiere vivir, vivir intensamente y vivir para siempre. Más aún, nacemos para hacer crecer la vida.
Sin embargo, la vida no cambia fácilmente. La injusticia, el sufrimiento, la mentira y el mal nos siguen dominando. Parece que todos los esfuerzos que hagamos por mejorar el mundo terminan tarde o temprano en el fracaso.
Movimientos que se dicen comprometidos en luchar por la libertad terminan provocando iguales o mayores esclavitudes. Hombres y mujeres que buscan la justicia terminan generando nuevas e interminables injusticias.
¿Quién de nosotros, incluso el más noble y generoso, no ha tenido un día la impresión de que todos sus proyectos, esfuerzos y trabajos no servían para nada?
¿Será la vida algo que no conduce a nada? ¿Un esfuerzo vacío y sin sentido? ¿Una «pasión inútil» como decía J.P. Sartre?
Los creyentes hemos de volver a recordar que la fe es «fuente de vida».
Creer no es afirmar que debe existir Algo último en alguna parte. Creer es descubrir a Alguien que nos «hace vivir» superando nuestra impotencia, nuestros errores y nuestro pecado.
Una de las mayores tragedias de los cristianos es la de «practicar la religión» sin ningún contacto con el Viviente. Y sin embargo, uno empieza a descubrir la verdad de la fe cristiana cuando acierta a vivir en contacto personal con Jesús Resucitado. Sólo entonces se descubre que Dios no es una amenaza o un desconocido, sino Alguien vivo que pone nueva fuerza y nueva alegría en nuestras vidas.
Con frecuencia, nuestro problema no es vivir envueltos en problemas y conflictos constantes. Nuestro problema más profundo es no tener fuerza interior para enfrentarnos a los problemas diarios de la vida.
La experiencia diaria nos ha de hacer pensar a los cristianos la verdad de las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada».(
LEER EL EVANGELIO)
¿No está precisamente ahí la raíz más profunda de tantas vidas estériles y tristes de hombres y mujeres que nos llamamos creyentes?
CREER
La fe no es una impresión o emoción del corazón. Sin duda, el creyente siente su fe, la experimenta y la disfruta, pero sería un error reducirla a «sentimentalismo». La fe no es algo que depende de los sentimientos: «ya no siento nada... debo estar perdiendo la fe». Ser creyentes es una actitud responsable y razonada.
La fe no es tampoco una opinión personal. El creyente se compromete personalmente a creer en Dios, pero la fe no puede ser reducida a «subjetivismo»: «yo tengo mis ideas y creo lo que a mí me parece». La realidad de Dios no depende de mí, ni el cristianismo es fabricación de cada uno.
La fe no es tampoco una costumbre o tradición recibida de los padres. Es bueno nacer en una familia creyente y recibir desde niño una orientación cristiana de la vida, pero sería muy pobre reducir la fe a «costumbre religiosa»: «en mi familia siempre hemos sido muy de Iglesia». La fe es una decisión personal de cada uno.
La fe no es tampoco una receta moral. Creer en Dios tiene sus exigencias, pero sería una equivocación reducirlo todo a «moralismo»: «yo respeto a todos y no hago mal a nadie». La fe es, además, amor a Dios, compromiso por un mundo más humano, esperanza de vida eterna, acción de gracias, celebración.
La fe no es tampoco un «tranquilizante». Creer en Dios es, sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es sólo un «agarradero» para los momentos críticos: «yo cuando me encuentro en apuros acudo a la Virgen». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de manera digna y responsable.
La fe comienza a desfigurarse cuando se olvida que, antes que nada, es un encuentro personal con Cristo. El cristiano es una persona que se encuentra con Cristo y en él va descubriendo a un Dios Amor que cada día le convence y atrae más. Lo dice muy bien Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es Amor» (1 Jn 4, 16).
Esta fe sólo da frutos cuando vivimos día a día unidos a Cristo, es decir, motivados y sostenidos por su Espíritu y su Palabra: «El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada».
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