FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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lunes, 26 de octubre de 2020

La mala ortodoxia falsifica la fe

José M. Castillo, teólogo

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Teología sin censura
Cuando yo era un sencillo seminarista, que asistía a las clases del tercer curso de teología, en la Facultad que los jesuitas tienen en Granada, me sorprendió lo que dijo el P. Rafael Criado, Profesor de Antiguo Testamento, cuando, al empezar la doctísima explicación que nos hizo del Pentateuco, lo primero que dijo es que empezaba por el capítulo doce del libro del Génesis. O sea, se negaba a explicar los once primeros capítulos de ese libro de la Biblia. Y a los alumnos, en público, no nos dijo más.

¿Por qué esta extraña conducta de un Profesor de tanta categoría? Sencillamente, era un sabio y un jesuita obediente a la Santa Sede. Ahora bien, como sabio, estaba bien enterado de que los once primeros capítulos del Génesis no tienen valor histórico. Pero, como jesuita obediente a Roma, sabía lo que dictaminó la “Comisión Bíblica” de la Santa Sede sobre el “carácter histórico” de los diez primeros capítulos del Génesis (Denz.-Hün., n. 3512-3519). Ante tal situación, contradictoria en sí, el Profesor Criado optó por el silencio.

Una opción discutible, pero, en aquellos tiempos, posiblemente su conciencia no le permitió otra cosa.
¿Por qué cuento esta historia, tan curiosa como extraña? Sencillamente, porque he leído lo que han dicho los cardenales Müller y Burke, entre otros, enfrentándose al Papa Francisco. Estos cardenales dicen que es rigurosamente histórico el principio moral según el cual Dios creó a los seres humanos, divididos en hombres y mujeres. Pero no solamente eso. Porque Dios no sólo creó a los humanos biológicamente distintos, sino que, además, Dios también estableció que lo biológico determina lo ético, la plenitud del amor y la felicidad, le realización plena de la condición humana.

Yo confieso que siento un profundo respeto por los cardenales Müller y Burke. Como lo siento hacia los clérigos y creyentes (o no creyentes) que piensan como los mencionados purpurados. Pero, por favor, yo les pido a quienes se empeñan en condenar la homosexualidad, que, precisamente por el respeto, la estima y la bondad que les debemos a nuestros semejantes, no echen mano de una presunta revelación divina, ni califiquen como degeneración humana, lo que sabemos que está analizado y demostrado: que ni los once primeros capítulos del Génesis son históricos, ni es dogma de fe que la homosexualidad ofende a Dios, ni esa tendencia es una degeneración moral. ¿Lo es también en las más de cien especies animales que, según estudios rigurosamente ciertos, se da el mismo fenómeno de la atracción entre seres del mismo género?

Termino reafirmando lo que he insinuado en el título de este breve escrito. Por respeto a tantos seres humanos, por honestidad ante la realidad de la vida y por amor a la verdad, no ofendan al Papa, no falsifiquen la fe, no falten al respeto que merecen tantos y tantos semejantes nuestros, y seamos siempre respetuosos con todas y todos, sean o no sean creyentes. Porque, a fin de cuentas, todas y todos somos hijos de Dios.

El matrimonio homosexual estuvo admitido en la Iglesia, con la misma validez que el heterosexual, desde el siglo VI al XIII

 Benjamín Forcano, teólogo moralista

Religión Digital

Benjamín Forcano1

“La Iglesia no sólo era tolerante con las relaciones románticas y eróticas de los varones, sino que las santificaba ceremonialmente”
“Una vez más se muestra que la enseñanza católica, considerada no pocas veces inamovible, cambia aunque sea tardíamente”
John Boswell , apoyado en fuentes documentales extraordinarias, presenta una tesis estremecedora: “La iglesia primitiva (siglos VI al XIII) no sólo era tolerante con las relaciones románticas y eróticas entre varones, sino que las santificaba ceremonialmente”
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Despojarse de todo para ganar todo: el muñeco de sal

  

Leonardo Boff

Boff

En los últimos tiempos hemos dedicado nuestras reflexiones casi exclusivamente al Covid-19, a su contexto, que es la superexplotación de la Tierra viva y de la naturaleza por el capitalismo globalizado, incluida la China. Ellas se defendieron enviándonos una gama de virus (zika, ébola, fiebre aviaria y porcina y otros) y ahora este que ataca a toda la humanidad, exceptuando a otros seres vivos. La carrera desenfrenada de acumulación desigual ha entrado en crisis y todos hemos tenido que parar, entrar en aislamiento social, evitar aglomeraciones y usar las incómodas mascarillas. Acogemos estas limitaciones en solidaridad de unos con otros y con los que están sufriendo en todo el mundo.

Esta grave situación nos da la ocasión no sólo pensar en lo que vendrá después de la pandemia sino de volvernos sobre nosotros mismos, sobre las cuestiones cotidianas como la construcción continuada de nuestra identidad y el moldeado de nuestro sentido de ser. Es una tarea nunca terminada incluso bajo el confinamiento social. Dos provocaciones, entre otras muchas, están siempre presentes y tenemos que explicarlas: la aceptación de los propios límites y la capacidad de desapegarse.

Todos vivimos dentro de un arreglo existencial que por su propia naturaleza es limitado en posibilidades y nos impone innumerables barreras: de profesión, de inteligencia, de salud, de economía, de tiempo y otras. Hay siempre un desfase entre ente el deseo y su realización. Y a veces nos sentimos impotentes ante hechos que no podemos cambiar, como la presencia de una persona con sus altibajos o de un enfermo terminal. Tenemos que resignarnos frente a esta limitación intransferible.

No por eso tenemos que vivir tristes o sin posibilidad de crecer. Hay que ser resignados, creativamente resignados. En vez de crecer hacia fuera, podemos crecer hacia dentro a medida que creamos un centro donde las cosas se unifican y descubrimos cómo de todo podemos aprender. Bien decía la sabiduría oriental: “si alguien siente profundamente a otro, este lo percibirá aunque esté a miles de kilómetros de distancia”. Si te modificas en tu centro, nacerá en ti una fuente de luz que irradiará a los otros.

La otra tarea consiste en la búsqueda de la autorrealización. Esta, esencialmente, es la capacidad de desapegarse. El budismo zen pone como test de madurez personal y de libertad interior la capacidad de desapegarse y de despedirse. Si observamos bien, el desapego pertenece a la lógica de la vida: nos despedimos del vientre materno, después de la infancia, de la juventud, de la escuela, de la casa paterna, de los parientes y de las personas amigas. En la edad adulta nos despedimos de trabajos, profesiones, del vigor del cuerpo y de la lucidez de la mente que irreversiblemente van disminuyendo hasta cesar, y ahí nos despedimos de la propia vida. En estas despedidas crecemos en nuestra identidad pero a costa de dejar atrás un poco de nosotros mismos.

¿Cuál es el sentido de este lento despedirse del mundo? ¿Mera fatalidad irreformable de la ley universal de la entropía? Esa dimensión es irrefutable, pero ¿no guardará un sentido existencial a ser buscado por el espíritu? Si en realidad somos un proyecto infinito y un vacío abismal que clama por plenitud, ¿no será que este desapegarse significa crear las condiciones para que un Mayor venga a llenarnos? ¿No será el Ser Supremo, hecho de amor y de misericordia, que nos va quitando todo para que podamos ganar todo, en el más allá, cuando nuestra búsqueda finalmente descansará, como el cor inquietum de San Agustín?

Al perder, ganamos y al vaciarnos quedamos plenos. Dicen que esta fue la trayectoria de Jesús, de Buda, de Francisco de Asís, de Gandhi, de Madre Teresa, de Hermana Dulce y yo creo que también del Papa Francisco, el mayor de los humanos de hoy.

Tal vez una historia de los maestros espirituales antiguos nos aclare el sentido de la pérdida que produce una ganancia.

«Había una vez un muñeco de sal. Después de peregrinar por tierras áridas llegó a descubrir el mar, que nunca había visto antes, y por eso no podía entenderlo. El muñeco de sal preguntó: “¿Quién eres?” Y el mar respondió: “Soy el mar”. El muñeco de sal volvió a preguntar: “¿Qué es el mar?” Y el mar dijo: “Yo soy el mar”. “No entiendo”, dijo el muñeco de sal, “pero me gustaría mucho entenderte; ¿cómo lo hago?” El mar simplemente respondió: “Tócame”.

Entonces el muñeco de sal tocó tímidamente el mar con la punta del pie. Notó que el mar empezaba a ser comprensible, pero pronto se dio cuenta de que las puntas de sus pies habían desaparecido. “Oh, mar, mira lo que me has hecho”, dijo. Y el mar respondió: “Tú diste algo de ti mismo y yo te di comprensión; tienes que darte todo para comprenderme totalmente”.

Y el muñeco de sal comenzó a entrar despacio mar adentro, lenta y solemnemente, como quien va a hacer lo más importante de su vida. Y a medida que entraba se iba diluyendo y entendiendo al mar cada vez más. Y el muñeco seguía preguntando: “¿qué es el mar?”. Hasta que una ola lo cubrió por completo. Todavía pudo decir, en el último momento, antes de diluirse en el mar: “Soy yo”».

Se desapegó de todo y ganó todo: el verdadero yo

*Leonardo Boff es autor de Tiempo de Trascendencia (2009) y Saudade de Dios (2019) Sal Terrae.

Traducción de Mª José Gavito Milano