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sábado, 13 de julio de 2013

Historia de la canonización en la cristiandad: su significación de fondo José M. Castillo, teólogo

Modelo de santos, proyecto de Iglesia
Desde hace casi dos mil años, la Iglesia suele atribuir a algunos cristianos difuntos la cualificación de santos.
Es evidente que, desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente. Lo cual significa, como se ha dicho muy bien, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral.
Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia (P. Delooz). Ahora bien, tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la institución eclesiástica y sus dirigentes, en el gobierno de la Iglesia. Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan.
Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que se quedan en la podredumbre de las tumbas, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el tupido filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, “a quien únicamente compete el derecho de decretar” si el “siervo de Dios”, en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para “la devoción y la imitación de los fieles”, según reza la Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magister, que Juan Pablo II publicó el 25 de Enero de 1983.
Canonizaciones y eclesiología
Con todo esto quiero decir que la historia de las canonizaciones no es un asunto que pueda interesar simplemente a la historia del cristianismo. Ni que pueda afectar solamente a la espiritualidad, a la piedad o a la religiosidad de los fieles. Todo eso es cierto, no cabe duda. Pero lo más fuerte, que se oculta en esta cuestión, es un hecho mucho más profundo. Porque en realidad lo que, en la historia de las canonizaciones se expresa, es una de las manifestaciones más claras y más fuertes de la eclesiología. Es decir, en los santos que la Iglesia canoniza o deja de canonizar, en ese hecho, es donde seguramente se pone en evidencia con más fuerza el modelo de Iglesia que tenemos y, sobre todo, el modelo de Iglesia que actualmente el papado quiere imponer.
Porque, cuando hablamos de los santos que se han canonizado o se han dejado de canonizar, no estamos hablando de teorías o de especulaciones teológicas, sino que nos estamos refiriendo a formas de vivir y de situarse en la sociedad. Formas de vida, que, en unos casos, se magnifican hasta glorificarlas y ponerlas como modelo. Y formas de vida, que, en otros casos, se marginan o simplemente se dejan caer en el olvido. He ahí la Iglesia que se quiere. Y también la Iglesia que se rechaza. En esto radica la importancia teológica más elocuente de las canonizaciones.

Primer milenio: una Iglesia de todos y para todos
Como es lógico, la historia del fenómeno, que acabo de describir de forma muy resumida, ha evolucionado notablemente a lo largo de los siglos. Pero también esta evolución es significativa en cuanto manifestación de una determinada eclesiología. En efecto, como es sabido, durante los primeros tiempos de la Iglesia, la decisión de venerar a un difunto tributándole culto público no dependía de ningún poder central de la institución eclesiástica, sino que provenía de los fieles. Es decir, era la comunidad creyente la que tomaba la decisión de venerar a los mártires. Cosa que se hacía casi espontáneamente. Más tarde, a partir del s. IV, cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos y, más bien, empezaron a erigirse en perseguidores, lógicamente disminuyó el culto a los mártires. Y empezaron a ser considerados como santos determinados personajes (monjes, ascetas, hombres de Dios y mujeres piadosas) que, en una determinada región, eran tenidos como tales por la población creyente. Este procedimiento popular duró casi todo el primer milenio. Así consta en el calendario romano del 354 y en el primer martirologio que se conoce, del año 431. Lo mismo que en la recopilación de santos que, antes del 735, hizo Beda el Venerable o el que, hacia el 875, recogió Usardo de San Germán.
La creciente concentración del poder
Fue en el año 993, cuando por primera vez un santo fue canonizado por un papa. Ocurrió con la canonización de san Ulrico, obispo de Ausburgo, que fue declarado santo por el papa Juan XV. Sin embargo, aun después de esta primera canonización papal, se siguieron designando santos por el tradicional procedimiento popular o, en algunos casos, por el reconocimiento de un obispo. Este estado de cosas se prolongó hasta el año 1171, cuando el papa Alejandro II prohibió a los obispos la designación de santos “sin la autoridad de la Iglesia Romana”. Pero la regulación del procedimiento exclusivamente papal, para las canonizaciones, es mucho más reciente. La normativa sobre este asunto fue dictada por el papa Urbano VIII, en 1634 (Decretalium, lib. III, tit. 45, c. 1. Friedberg II, 650). Cosa que no parece casual. Eran tiempos de Contrarreforma, magnificados culturalmente por los esplendores del Barroco. Tiempos, por tanto, propicios para que Urbano VIII Barberini (el de la Cathedra, la Confessio, la Plaza de San Pedro, de Bernini) practicara una auto-representación de su dominación absoluta, elevada al ceremonial teatral, como bien ha observado H. Küng.
No hay, pues, que esforzarse demasiado para comprender que, con el paso de los tiempos, a medida que el poder se fue concentrando y enalteciendo en el papado, en esa misma medida la Iglesia Romana se fue alejando progresivamente de la sencillez del Evangelio y se fue auto-comprendiendo como un poder político y mundano. Como es lógico, en tales condiciones, se vio necesario delimitar y fijar cuidadosamente las condiciones y cualidades, que era necesario exigir, para proclamar a un cristiano difunto como ejemplo y modelo de lo que es y de lo que quiere ser la Iglesia. Sin duda alguna, este criterio estuvo presente y operativo, de forma más o menos consciente, en el control que, desde entonces, el papado viene ejerciendo en la canonización de los santos.
Poder religioso y poder político
Así las cosas, se comprende sin dificultad que, desde que el papado se erigió en poder político, además de su autoridad estrictamente evangélica, esta extraña y única forma de entender y ejercer el poder en este mundo se haya hecho sentir fuertemente en las canonizaciones de los cristianos que Roma ha propuesto como ejemplo. Bastan algunos ejemplos para ver hasta qué punto esto ha ocurrido así. Por ejemplo, cuando el papa Eugenio III canonizó, en 1146, al emperador Eugenio II de Baviera, en realidad, fueran las que fuesen las virtudes de aquel emperador, lo que parece bastante claro es que Roma quiso proponer un modelo de gobernante político, piadoso y sumiso a la Santa Sede, que respondía a lo que el papa esperaba del poder imperial. Por la misma razón, la canonización de Eduardo el Confesor por Alejandro III, en 1161, proponía un modelo de rey conforme a las pretensiones de la corte de un papa autoritario, que hizo todo lo posible para afirmar la preeminencia del poder pontificio sobre el poder imperial. Y cuando este mismo papa canonizó, en 1173, a Tomás Becket, sólo tres años después de su muerte, todo el mundo entendió en Inglaterra que el papado elevaba a la dignidad de los altares a un obispo rebelde a la autoridad del rey Enrique II.
Otro ejemplo elocuente: una de las consecuencias de las Cruzadas fue la creación de una variante decisiva del ideal de santidad. Los santos militares muy populares, de los primeros tiempos de la Iglesia, habían adquirido su condición de tales renunciando a la guerra terrenal. A partir de las guerras contra los “infieles sarracenos”, el hecho mismo de ser militar equivalía a alcanzar la santidad. Este espíritu se advierte en un fresco que todavía se puede contemplar en la cripta de la catedral de Auxerre, donde el obispo, un protegido del papa Urbano II, que tomó parte en la Primera Cruzada, encargó una pintura del Fin del Mundo en la que el propio Cristo aparecía retratado como soldado a caballo. Una imagen imposible de imaginar en los primeros siglos de la Iglesia. Los intereses de la Iglesia habían modificado radicalmente la imagen de la santidad. Eran los tiempos en los que en España se ensalzaba la imagen de Santiago, vestido de militar y montado en un caballo, matando moros con un fervor inimaginable (Diarmaid MacCulloch). El “santo” era el “Caballero de Cristo”, incluso el conquistador de todos los enemigos, como lo pinta san Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales.
Pero el caso más claro de la respuesta del papado, mediante la exaltación a la gloria de los altares, ante los peligros que Roma veía como amenazas a su poder, fue la canonización de Gregorio VII. Este papa murió en 1085, pero fue canonizado en 1728, o sea seis siglos y medio después de su fallecimiento. Como se sabe, con la mejor intención del mundo, Gregorio VII es el prototipo del papa más ambicioso de poder que se puede imaginar. Basta leer el Dictatus Papae (H. Küng, El Cristianismo. Esencia e Historia, Madrid, Trotta, 1997, 394) para quedarse asombrado ante semejante ambición. Este papa fue el que dio un giro completamente nuevo al ejercicio de la potestad papal en la Iglesia. De forma que, desde entonces, “obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa” (Y. Congar).
Pues bien, ni siquiera el papado se atrevió a canonizar este posicionamiento durante más de seis siglos. Hasta que, en el s. XVIII, se produjo la recuperación de la Reforma, con la fuerza que consiguió el “pietismo” de hombres como August H. Franke (1663-1727) y más tarde Nikolaus L. G. Von Zizendorf (1700-1760). El deslizamiento de la “luz interior” a la “luz de la razón” fue inevitable. Y la consecuencia fue el terreno abonado para que surgieran las ideas de Lessing, Kant, Schiller, Fichte, Höldering. Las armas que tenía el papado para ofrecer resistencia ante la incipiente modernidad eran muy escasas. Y pronto se vio que una de tales armas era precisamente la exaltación del propio papado. En estas condiciones, uno de los remedios que se encontraron fue recuperar y exaltar la memoria de un papa al que ya pocos podían recordar, pero que urgía dar a conocer. Fue entonces cuando Benedicto XIII canonizó a Gregorio VII.
Intereses económicos
Pero las canonizaciones no ponen en evidencia solamente los intereses de poder del papado. Además de eso, el proceso de cómo y por qué se hace un santo pone igualmente de manifiesto importantes intereses económicos. Es muy difícil saber el dinero que cuesta hacer un santo. Lo que se sabe con seguridad es que cuesta mucho. Seguramente, bastante más de lo que se suele imaginar. En tiempos del papado de Pablo VI, una monja, que ocupaba un cargo importante en su congregación religiosa, me dijo en Roma que estaba escandalizada y hasta desconcertada en sus creencias. Pocos días antes, el papa había canonizado a la fundadora de su instituto. Y era tal la cantidad de dinero que aquello había costado, que la congregación había tenido que vender varias fincas y propiedades para poder pagar el proceso de canonización y las celebraciones consiguientes. La deprimida monja añadía: “Lo que más me indigna es la cantidad de cientos de miles de dólares, que ha sido necesario entregar para los regalos que, en estos casos, se hacen a los cardenales que apoyan la causa de canonización”.
Los santos mueven mucho dinero. Las canonizaciones son un negocio. El fabuloso negocio que fue, en tiempos pasados, la compra-venta de indulgencias, del Purgatorio (W. R. Naphy, ed., Documents of the Continental Reformation, Basingstoke 1996, 11-12). Y el negocio que sigue siendo, en la actualidad, la compra de libros, reliquias, imágenes, peregrinaciones, viajes…. Por eso, entre otras razones, la santidad es un privilegio que no suele estar al alcance de los pobres. En uno de los estudios más fiables que se han hecho, hasta ahora, de 1938 casos examinados de santos canonizados, el 78 % han pertenecido a la clase alta; el 17 % a la clase media y solamente el 5 % a la clase baja (K. y Ch. George, Roman Catholic Sainthood and Social Status. En Bendis and Lipset: Class Status and Power, Social Stratification in Comparative Perspective, New York 1966, 394-402).
La conclusión es clara. Las canonizaciones reglamentadas y controladas por el papado, cosa que viene ocurriendo desde el s. XI, presentan, ante la sociedad mundial, la patente opción de la Iglesia. La Santa Sede ofrece al mundo una imagen de la Iglesia que poco o nada tiene que ver con lo que enseñó Jesús. La gente que asiste a una canonización solemne, en la Plaza de San Pedro, con la puesta en escena de la magnificencia pontificia, ante la presencia de autoridades y representantes políticos, se tiene la impresión de que estamos presenciando a la Iglesia triunfante, propuesta como modelo imposible. Y como justificante de una Jerarquía de poderes y dignidades que se ha integrado como elemento legitimador y componente del sistema que sustenta las desigualdades y sufrimientos que marginan y excluyen a los más débiles de esta tierra.
El pontificado de Juan Pablo II
El pontificado de Juan Pablo II ha marcado un giro nuevo y una etapa distinta en la historia de la canonización de los satos. Lo primero que llama la atención es la cantidad enorme de santas y santos que este papa ha canonizado. Más que todos sus predecesores juntos. En su pontificado se celebraron 65 canonizaciones. Y en algunas de ellas, se elevaron a la dignidad de los altares, de una sola vez, a más de 100 cristianos. Está, pues, fuera de duda que Juan Pablo II tuvo y mantuvo el proyecto de una Iglesia que se pone de manifiesto en un modelo de santo de mentalidad religiosa tradicional, la mentalidad previa al Vaticano II, que es la forma de pensamiento que impulsó el papa Wojtyla. Esto es lo que explica que este papa se diera prisa para canonizar a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Como explica igualmente que se le haya negado la canonización a Mons. Oscar A. Romero, defensor de los pobres y de la Teología de la Liberación, asesinado por un pistolero, pagado por la derecha política de El Salvador, justamente mientras celebraba la eucaristía en un hospital de enfermos terminales.
El 25 de Enero de 1983, este papa publicó su Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magister. En ella, Juan Pablo II dejó atado, y bien atado, todo cuanto se tiene que hacer para que los difuntos que la Iglesia canoniza sean personas cuya vida y conducta se ajustan exactamente a lo que los obispos, la Curia y el papa desean que sea el cristiano que sube a los altares y se propone como ejemplo para los demás. Es claro que, en el amplio elenco de canonizaciones que ofrece el pontificado de Juan Pablo II, tienen lugar el modelo de cristiano que se ve enseguida en el obispo Escrivá de Balaguer. De la misma manera que no tiene lugar el modelo de creyente que se expresa en Monseñor Romero. Es evidente, por tanto, que la Iglesia pre-conciliar, que representa Escrivá y el Opus Dei, como la que representan los nuevos movimientos apostólicos de extrema derecha (Neocatecumenales, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo…) hacen patente el modelo de Iglesia que se quiere imponer desde Roma. Como resulta igualmente evidente que el tipo de cristiano, que quedó plasmado en la vida y en las enseñanzas de Mons. Romero o de Monseñor Angelelli (en Argentina), no representa el modelo de Iglesia que el papado actual quiere imponer a toda costa.
Conclusión
Nadie va a poner en duda que, en la proclamación de los santos, la Iglesia Jerárquica responde a una demanda que brotó entre los cristianos casi desde los orígenes mismos del cristianismo. Es la respuesta a un anhelo profundo de la fe religiosa. El anhelo de veneración hacia las mujeres y hombres que han vivido de forma ejemplar las exigencias del Evangelio y de la fe en Jesús el Señor. Y, sobre todo, el anhelo de encontrar testigos ejemplares que han sido modelo de vida en el discipulado y seguimiento de Jesús, incluso hasta la entrega completa de la propia vida. Es evidente que, desde este punto de vista concreto, la Iglesia nos ofrece una inmensidad de testigos del Evangelio, que son el ejemplo vivo, no basado en teorías sino en hechos vividos histórica y socialmente, que motiva nuestra fidelidad al mensaje de Jesús.
Pero, con esto, no está dicho todo lo que nos interesa cuando hablamos de cómo un cristiano llega a la santidad oficialmente reconocida. En las canonizaciones se pone en evidencia lo que la Iglesia Católica Romana quiere aportar al mundo, en un tiempo de cambios culturales muy profundos y de crisis que a todos nos alarman cada día más y más. La Curia Romana produce la fundada sospecha de que no ha tomado en serio el proyecto de remediar – o al menos aliviar – el sufrimiento del mundo. Ese proyecto no parece ser, no es, lo que más preocupa al Vaticano.
Los silencios cómplices del papado y sus jerarquías ante la incesante agresión, que se hace a los derechos humanos de mujeres, niños, inmigrantes, pueblos enteros víctimas de la violencia armada y, sobre todo, ante el modelo de sociedad desigual que nos están imponiendo los poderes políticos y económicos, todo eso es la prueba más patente de que la cúpula de la jerarquía eclesiástica quiere una Iglesia bien integrada en el sistema imperante en nuestro mundo. Una Iglesia dotada de poder y de un sólido fundamento económico. Todo ello, bien maquillado y teatralizado en la imagen ingenuamente cautivadora de las virtudes celestiales que se magnifican y se ponen como modelo en cada canonización. Es claro que los santos, que se canonizan, representan (por su mentalidad y su forma de vivir) el modelo de Iglesia que se quiere mantener a toda costa.
Sólo quiero añadir, para terminar, que este artículo fue redactado antes de la elección del actual pontífice, el papa Francisco. De escribirlo hoy, matizaría alguna que otra frase del final de este trabajo. En todo caso, manifiesto con toda sinceridad que no puedo entender la decisión de canonizar a Juan Pablo II, un papa de cuya gestión de gobierno en la Iglesia existen fundadas sospechas de que mantuvo pautas de conducta, en los ámbitos de lo político, lo económico y lo eclesial, que han dañado seriamente a la Iglesia y la fe de no pocas personas de buena voluntad. Publicado en CONCILIUM, nº 351