Atrio
PAGINA OFICIAL DE LOS ANTIGUOS ALUMNOS Aula Social don Bosco
Quisiera agradecerle las palabras de cercanía con las que ha querido estar presente en este momento de enfermedad en el que, como he dicho, la guerra parece aún más absurda. La fragilidad humana, en efecto, tiene el poder de hacernos más claros sobre lo que dura y lo que pasa, sobre lo que nos hace vivir y lo que mata. Quizá por eso tendemos tan a menudo a negar los límites y a rehuir a las personas frágiles y heridas: tienen el poder de cuestionar la dirección que hemos elegido, como individuos y como comunidad. Ver noticia
El número 49 del Documento POR UNA IGLESIA SINODAL. COMUNIÓN, PARTICIPACIÓN Y MISIÓN aborda el tema de la necesaria renovación de las relaciones y de las estructuras de la Iglesia. Empecemos hablando de las relaciones que pueden darse en muy diversas direcciones: entre fieles, entre sacerdotes, entre obispos y entre todos ellos y el Papa, aunque en realidad en este último caso es entre los obispos, sobre todo cardenales, y el Papa. Relaciones verticales y horizontales entre todos ellos. Hay que incluir además a todos los religiosos y religiosas (Órdenes, Congregaciones, Institutos…). En la preparación del Sínodo muchas de estas relaciones fueron cuestionadas y, efectivamente, teníamos conciencia de que en asunto tan importante se detectaban muchas heridas y, por consiguiente, había mucho que sanar. Seguro que la mayoría de los católicos que reflexionan sobre la situación de la Iglesia ven la necesidad de renovar las relaciones. Habrá que ver dónde están deterioradas y cómo mejorarlas.
Todos podemos oír el clamor de las mujeres en la Iglesia, se quejan de que no se las trata igual que a los hombres, lamentan la mentalidad patriarcal que pervive en ella, en concreto de la discriminación para recibir el Orden sacerdotal y el diaconado ministerial, para ocupar cargos de dirección, de enseñanza… etc. Lo reconoce el Sínodo en el n. 52: “La necesidad de una conversión en las relaciones concierne inequívocamente a las relaciones entre hombres y mujeres”. “En el proyecto de Dios, esta diferencia (sexual) originaria no implica desigualdad entre el hombre y la mujer”. En la nueva creación, esta relación ha de ser reinterpretada a la luz de la dignidad del Bautismo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer…”. Por consiguiente, damos testimonio del Evangelio, a lo que estamos obligados, cuando nuestras relaciones respetan la igual dignidad entre hombres y mujeres. Es evidente que ello no es así.
El Sínodo ha reconocido que “El clericalismo, fomentado tanto por los mismos sacerdotes como por los laicos, genera un cisma en el cuerpo eclesial que fomenta y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos”, n. 74. La palabra “clericalismo” o “clerical”, después de hablar tanto de este mal eclesiástico antes del Sínodo, sólo aparece en este n. 74 y en el n. 98. En nuestros círculos nos quejamos del clericalismo generalizado y lo consideramos altamente perturbador de las relaciones. Los seglares nos sentimos maltratados porque no nos dejan intervenir en la toma de decisiones en la vida de nuestras comunidades. Sucede en todos los niveles de la Iglesia. Podemos trabajar para la Iglesia, pero no podemos más que aconsejar a quienes deciden lo que hay que hacer en ella. En este sentido el Sínodo ha dado un pequeño paso pidiendo que la autoridad competente que pide consejo a los seglares debe escucharlos, considerar lo que le dicen a la hora de tomar decisiones en la comunidad. Pero todo se deja a la buena voluntad del clérigo de turno que la lidera. Igual que cuando pide que “A los fieles laicos, hombres y mujeres, se les deben ofrecer más oportunidades de participación, concretando algunas al menos en los números 76 y 77. También ha propuesto otras buenas exigencias que tendrían que pasar de consejos a leyes que obliguen. Entre ellas: la trasparencia, el rendir cuentas, la evaluación de los objetivos que se han propuesto la comunidad, En el documento final del sínodo se habla de esto en los números: 11-35-79-80-93- del 95 al 103-108-125-138-141-150, lo que puede servirnos para exigir a quien corresponda su cumplimiento. Lo lamentable es que para decidir queda por encima de todos la autoridad competente, que ostenta siempre un clérigo: párroco, obispo o Papa (n. 66, n. 90, n. 93 c).
También reconoce el Sínodo las macabras y dolorosas relaciones de “abusos sexuales, espirituales, institucionales, de poder o de conciencia de parte de miembros del clero o de personas con cargos eclesiales” (n. 55), que causaron sufrimiento a mujeres y hombres, en algunos casos niñas y niños. La Iglesia debe escuchar con particular atención y sensibilidad la voz de las víctimas y de los sobrevivientes. Habrá que pedir perdón, intentar juzgar a los
culpables y reparar los daños que han hecho y buscar soluciones para que los casos no se repitan. Nunca se deben ocultar tales comportamientos inapropiados o delictivos.
Creo que en estas situaciones citadas y en otras parecidas, hay una causa de fondo que facilita el deterioro de las relaciones: la sacralización del agente. Se dice que el sacerdote es «alter Christus» (otro Cristo) subrayando su identificación sacramental y espiritual con él, especialmente en el ejercicio de su ministerio. El sacerdote, cuando actúa como tal, lo hace “como si fuera Cristo”, particularmente al celebrar la Eucaristía y la Reconciliación. Tal visión ha creado en algunos fieles una actitud reverencial que fácilmente se la puede manipular y derivar a sometimiento espiritual, lo que puede facilitar abusos de todo tipo. Si consideramos la función de gobierno del sacerdote en todos los rangos, se nos pide obediencia, que en ocasiones (cuando nuestra opinión no coincide con la suya) se traduce en acatamiento, pedido por el clero u ofrecido por los seglares. En el contexto religioso incluso la desobediencia a los padres se considera, o se consideraba, “pecado”. ¿Este clima, que sacraliza las relaciones, no las distorsiona facilitando el trato discriminatorio de la mujer, el clericalismo e incluso los abusos sexuales, o de otro tipo, de los desalmados? Es imprescindible desacralizar la figura del sacerdote.
Renovación de las estructuras
Decía al principio que en el n. 49 del documento final se hablaba también de la necesidad de renovar las estructuras eclesiásticas. Lo primero que hay que decir: también aquí nos encontramos con un mal de fondo. No se trata tanto de renovar las estructuras sino la estructura misma de la Iglesia que condiciona todo.
Para entender lo que esto significa lo tenemos fácil los mayores que hemos conocido la dictadura franquista, cuya estructura condicionaba todas las instituciones españolas, tal como la Organización Nacional Sindical. A este sindicato se le llamaba “El Vertical”, debido a la estructura de mando jerárquica que tenía, organizada de arriba hacia abajo. El dictador nombraba a uno que ponía en el vértice de la pirámide de toda la Organización Nacional Sindical (Delegado Nacional) y de aquí emanaban todos los demás mandos: Delegados Provinciales y Locales. Para todos estos puestos se nombraban a la gente del partido único: FET y de las JONS. Lógicamente la clase obrera estaba en desacuerdo con aquella organización, pero no se le ocurría a nadie pensar que la solución consistía en conseguir que se nombraran mandos que fuesen buena gente y tratasen bien a los obreros, que dieran cauce a sus reivindicaciones, que fuesen dialogantes…etc. Había un problema de fondo que lo viciaba todo: su estructura jerárquica vertical que tenía su origen en un dictador. El sindicato estaba en sus manos y defendía sus intereses y los de los suyos. La solución estaba en ser un país democrático.
Algo parecido, no igual, claro, es lo que sucede en la Iglesia, cuya organización es también vertical. El problema de raíz no son las relaciones ni los procesos que se generan en ella, ni siquiera está en las instituciones. El problema es la estructura básica que lo vicia todo. Eso lo que hay que cambiar. También aquí tenemos claramente una estructura organizada verticalmente, jerárquicamente de arriba abajo, con el añadido de que lo de “jerárquicamente” se entiende también en sentido propio: el poder, la autoridad es jerárquica porque se la considera sagrada (hierós: “sagrado” o “divino”), de origen divino (n. 33), pues es dada por Jesús, el Hijo de Dios, a los apóstoles y estos la transmiten en cierta medida en su mismo ser a través del Primado a los obispos, que a su vez la delegan en parte a los párrocos. La concepción piramidal y vertical es evidente: está el Obispo de Roma, con un poder absoluto en sus manos, que, además, es infalible y solo responsable de sus actos ante Dios; él es quien decide a los que entrarán en el Orden Episcopal, lo que harán prometiéndole obediencia. Estamos ante los principales vértices de la estructura eclesiástica. Todo ello es así, dicen, por “voluntad de Dios”, fundamentado en la Escrituras y en la Tradición.
Cuando hablamos de la estructura piramidal y vertical de la Iglesia nos referimos a su organización, que es estrictamente humana, pero sobre la que se ha proyectado una ideología teocrática (n. 33) que la transforma en su significado y en su valor. Desde esta perspectiva se crean unas instituciones, se regulan las relaciones con leyes y normas propias y definen los valores compartidos, siendo, a este respecto, el más importante de todos la obediencia a la autoridad competente [93 c)], que, al estar sacralizada, también lo está ella misma, quedando afectada la misma conciencia religiosa personal, al ser calificada la desobediencia como “pecado”, cosa que por principio todos han de evitar. Se ha llegado hasta pedir una “obediencia ciega”, con lo que la libertad personal quedaba prácticamente anulada.
¿Qué hay que hacer ante este panorama? Lo más importante a mi entender sería desacralizar la estructura y las instituciones, las personas, las relaciones y los valores. La ideología teocrática ya hace tiempo que dejó de utilizarse en el mundo moderno. El hecho de que la Iglesia siga aferrada a ella y la utilice como explicación de su modo de ser y comportarse es un importante obstáculo para la misión, una de las razones por las que mucha gente de hoy la abandona y los más jóvenes la rehúyen. No se puede mistificar con dogmas lo que para la razón es inasumible. No se puede tener una visión del ser humano y de la creación que contradice lo que dice la ciencia.
Lo más importante en la Iglesia es el seguimiento de Jesús de Nazaret que ha de ser en la libertad de los hijos de Dios (n. 141). Ello genera un grupo de personas (comunidad) que se han de organizar según sus valores propios (misericordia, humildad, compromiso…etc.) y los que universalmente reconozca la sociedad en cada momento, que hoy serían los valores que defienden los derechos humanos universales. Hoy lo más normal sería sintonizar, por ejemplo, con el feminismo, con el ecologismo, con la acogida a los migrantes. Defender la igualdad entre todos, empezando por la del hombre y la mujer, hacer hincapié en el respeto a la creación y ser solidarios nos lo exige también el humanismo cristiano. Si lo hacemos, además, daríamos una imagen de modernidad a la Iglesia.
15 de marzo de 2025. José María Álvarez. Miembro del Foro de Cristianos Gaspar García Laviana
Esta masacre no es accidental, no es un daño colateral. Tiene nombres y apellidos: Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, condenado por crímenes de lesa humanidad por la Corte Penal Internacional. Un dirigente que, para desviar la atención de sus propios casos de corrupción, sacrifica vidas inocentes, bajo la bandera de un sionismo convertido en maquinaria de muerte. Lo apadrina Donald Trump, verdadero rostro del necropoder, condenado por corrupción en su propio país, que ha invertido más de 14 mil millones de dólares en alimentar la maquinaria bélica en Gaza, perpetuando una limpieza étnica evidente.
El Derecho Humanitario Internacional ha sido pisoteado. Se ha impuesto la ley de la selva: quien tiene más armas y más dinero decide quién vive y quién muere. Y mientras la ONU, atada y silenciada, no logra levantar la voz ni frenar la masacre, algunos gobiernos europeos, como España, que ha tenido la valentía simbólica de reconocer al Estado Palestino, continúan –según denuncias– enviando armas a Israel, contradiciendo sus propios gestos diplomáticos.
La hipocresía internacional es ensordecedora. El Papa Francisco, ante estas masacres, nos recuerda: «La guerra es siempre una derrota de la humanidad. No hay guerras justas, solo hay paz justa» ¡Siempre!”.
Pero ¿qué podemos hacer nosotros, que no tenemos ejércitos ni gobiernos, sino corazones humanos? Podemos, al menos exigir, pedir que las iglesias cierren sus puertas, que las campanas no suenen mientras la sangre siga corriendo. Que los cristianos y cristianas salgamos a la calle, que nos unamos con nuestros hermanos musulmanes y judíos que también claman por paz. Que ningún creyente permanezca indiferente ante este genocidio.
Podemos, al menos gritar juntos: ¡Ni una bomba más! ¡Ni una vida menos! ¡Que caigan los muros, no los cuerpos! ¡La Paz ahora, la justicia siempre!
Cuando cayó la última hoja de mis ramas
cuando sentí que ya la savia se agotaba
cuando olvidé cómo dar fruto
y me rendí a un triste futuro
llegaste tú y me regaste con tu agua
Cuando ya nadie buscaba mi refugio
y la sequía resecó todos mis frutos
cuando las fuerzas me dejaban
cuando mi vida no era nada
llegaste Tú y me regaste con tu agua
Y TU BONDAD SUPO MIRAR MI CORAZÓN
Y PUDO VER EN SU RAÍZ TODO EL DOLOR
PORQUE SUPISTE COMPRENDER MI SED DE AMOR, MI SED DE AMOR
CUANDO TU SOMBRA, CON MI SOMBRA SE ENCONTRÓ
Y TU CARICIA ILUMINÓ TODO MI SER
Y ABRIÓ MI ALMA LIBERANDO CUANTO FUE
PARA SANARLA, PARA AMARLA, PARA ALIMENTARLA BIEN
PARA DAR FRUTO, ENRAIZADA EN TU QUERER
PARA SANARLA, PARA AMARLA, PARA ALIMENTARLA BIEN
PARA DAR FRUTO, ENRAIZADA EN TU QUERER,
EN TU QUERER
Salomé Arricibita
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Invitado por el Instituto Diocesano de Teología y Pastoral de Bilbao (IDTP) he tenido la oportunidad de ofrecer el pasado 13 de marzo de 2025 mi lectura implicativa del Documento final del Sínodo sobre la sinodalidad (2024).
He realizado tal lectura a partir de cuatro referencias que indico en primer lugar. A la luz -y a las sombras- de tales referencias, he formulado, en un momento posterior, diez sugerencias.
1.- Cuatro referencias
Las cuatro referencias que están presentes en mi lectura implicativa del Documento final del Sínodo (2024) son, en primer lugar, la Asamblea Diocesana, celebrada en la iglesia local de Bilbao de 1984 a 1987. En segundo lugar, la existencia -durante aquellos años- de un liderazgo episcopal y gubernativo proactivos. A estas dos primeras referencias añado, en tercer lugar, la presencia en nuestros días de tres “hechos mayores” que creo que tenemos delante y con los que nos estamos confrontando de una u otra manera. Y, en cuarto lugar, la apuesta por, al menos, seis estrategias pastorales, no todas igualmente válidas.
1.1.- Primera referencia: la Asamblea diocesana (1984-1987)
Leyendo implicativamente el Documento final sobre la sinodalidad (2024) es inevitable tener presente -como primera referencia- la celebración en esta diócesis -entre los años 1984 y 1987- de la Asamblea Diocesana. La Diócesis de Bilbao de aquellos años lo hizo contando con el aliento y el estímulo de unos obispos, de un equipo vicarial y de muchas personas interesadas en recibir creativamente el Vaticano II en nuestra iglesia local.
Traigo a colación esta referencia como la primera no solo para manifestar mi extrañeza por su ocultamiento e irrelevancia en las celebraciones del 75 aniversario de la creación de la diócesis de Bilbao, sino, sobre todo, porque entiendo que una lectura implicativa del Documento final del Sínodo sobre la sinodalidad (2024) habría de llevarnos a comparar -algo que excede las posibilidades de esta aportación- las “Conclusiones de la Asamblea Diocesana” y dicho Documento del Sínodo sobre la sinodalidad para apreciar convergencias y divergencias.
Pero también para poner en valor el modo de liderar la Diócesis proactivamente y la Asamblea por parte de los obispos y de los responsables pastorales de aquellos años, así como para recordar la firme voluntad de implementarla, una vez concluida, poniendo en marcha los planes diocesanos de pastoral e intentando articularlos con otros territoriales y funcionales.
E, igualmente, para tener presente que, como resultado de su celebración, se puso en marcha el Consejo Pastoral Diocesano, codecisivo según sus primeros estatutos y con capacidad para presentar una terna de posibles candidatos cuando se produjera un cambio en la presidencia de la diócesis.
Y, finalmente, la celebración de la Asamblea Diocesana permitió impulsar y extender la formación humana, teológica, espiritual y apostólica del laicado mediante la creación del Servicio Diocesano de Formación del Laicado (SDFL).
1.2.- Segunda referencia: un liderazgo episcopal proactivo
La segunda referencia que tengo presente es que esta diócesis de Bilbao ha padecido -en los más de 30 años que han sucedido a la finalización de dicha Asamblea Diocesana- unos nombramientos episcopales que han sido recibidos como una desautorización de tal ejercicio de sinodalidad por una notable parte de la comunidad cristiana. Y que tal percepción ha incidido en el desaliento -cuando no, en la desesperanza y en muchos de los “exilios interiores”- en los que se encuentra sumida en el presente dicha notable parte de nuestra Iglesia local.
Es urgente que esta diócesis cuente con un obispo y con un consejo episcopal que, sinodalmente proactivos, lideren la recuperación de esta comunidad, en su gran mayoría, desalentada o desesperanzada. Y que lo haga liderando -tras las consultas que estime conveniente- un proyecto de acción pastoral que nos permita ser, cuanto antes, una iglesia sinodal a partir de los “restos parroquiales” o “rescoldos comunitarios” que todavía puedan existir; algo que, en nuestro caso, nos lleva a ser y reconocernos como una comunidad minoritaria, pero viva, con futuro y esperanzada.
Sobran los diagnósticos catastrofistas y se requiere, como agua de mayo, un liderazgo episcopal sinodalmente proactivo que insufle esperanza porque, entre otras razones, cuenta con un programa de actuación pastoral alentador y estimulante, a la vez que también capaz de sacar -a la gente que así lo quiera- de sus respectivos “exilios interiores”.
1.3.- Tercera referencia: tres “hechos mayores”
En tercer lugar, no quiero descuidar -en la lectura implicativa que ofrezco- la centralidad que tienen lo que denomino tres “hechos mayores”. Los formulo como tema de debate y de discernimiento, en el caso de que exista esa voluntad.
Los hechos a los que me refiero y tengo presentes son estos tres
la caída en picado del número de presbíteros diocesanos seculares y su muy complicada recuperación a corto, medio y largo plazo, si no cambia -y se enriquece- el actual -y exclusivo- modelo de ser presbítero en el rito latino del que formamos parte;
la caída del número de los católicos o fieles “practicantes” cultuales, sobre todo, a partir de la pandemia del Covid, y
la caída -también en picado- de muchas de las actuales parroquias.
1.4.- Cuarta referencia: las estrategias pastorales en curso
La cuarta -y última- de las referencias que tengo presente en esta lectura implicativa son las seis estrategias pastorales (y los correspondientes modelos de Iglesia) con los que se está intentando salir al paso de los tres “hechos mayores” reseñados. Me limito a indicarlas, sin entrar en más detalles que, por cierto, no estarían de más. Pero el tiempo manda.
La primera de las estrategias -la más generalizada durante muchos años e, incluso, en el presente- es la “entreguista”, la de que todo siga “como siempre” hasta que se autodisuelva por inanición, es decir, por falta de presbíteros o por ausencia de un número significativo de parroquianos o miembros o por la carencia de un programa de actuación con visos de futuro.
La segunda, es la “contrarreformista” y tridentina o “revival”. “Contrarreformista” y “tridentina” porque relee el Vaticano II (1962-1965) a partir del concilio de Trento (1545-1563), es decir, dando por inmejorables los recursos espirituales, teológicos, litúrgicos y organizativos que, activados en el siglo XVI -como respuesta a la crisis y reforma luterana- entienden que son óptimos para afrontar algunas de las muchas cuestiones a cuyo paso tiene que salir la Iglesia del siglo XXI.
La tercera de las estrategias pastorales es la de la caridad y la justicia “sin Jesús” o, lo que es lo mismo, aquella que se decanta por exclusivizar uno de los tres pilares fundamentales de toda comunidad cristiana (la caridad y la justicia) con descuido -e, incluso, desatención- de los otros dos pilares o cimientos con los que ha de articularse: por un lado, el anuncio, la evangelización y la formación y, por otro, la espiritualidad, la liturgia y la celebración. Es una estrategia pastoral que frecuentemente no tiene presente que el programa del Monte de las Bienaventuranzas es de Jesús de Nazaret, no el de una ONG aconfesional. Por ello, no cuida -como se debe atender- la relación con el Crucificado en los crucificados y samaritanos de nuestros días, evitando que se esclerotice, por ejemplo, en una profesionalización sin alma o en un voluntariado aconfesional o, lo que a veces suele suceder, sin referencia al Evangelio y acomplejado de su matriz “jesu-cristiana”.
La cuarta estrategia pastoral es la que está llevando a una reorganización de las diócesis teniendo como buque insignia de dicha reorganización la creación y agrupación de parroquias en las llamadas “unidades pastorales”. Éstas, visto cómo se está procediendo en otras iglesias europeas -y también entre nosotros- pueden ser “residuales” para resultar mega o “macrounidades pastorales”, igualmente “residuales”. Una señal de ello es que los pocos presbíteros que puedan existir en tales “megaunidades pastorales residuales” empiecen a percibirse -dada su tarea preferente- más como “agentes inmobiliarios” que como acompañantes de comunidades -que, aunque pequeñas- sean vivas y con futuro. Pero también es cierto que pueden ser unidades pastorales estables porque lo son de “restos parroquiales” o de “rescoldos comunitarios” que -debidamente acompañados- deciden unirse libre y responsablemente.
La quinta estrategia pastoral, frecuentemente articulada con las anteriores, es la que busca contar con los servicios de presbíteros o seminaristas -cuantos más, mejor- de fuera de la diócesis y, particularmente, extranjeros, al margen de que algunos de ellos puedan estar marcados por teologías, eclesiologías y espiritualidades, con frecuencia, en las antípodas de la actualización conciliar promovida los últimos decenios o al margen de una mínima inculturación, empezando por un conocimiento suficiente del idioma.
Y, finalmente, la sexta estrategia pastoral es la que ha estado centrada en promover, en un primer momento, los laicos con encomienda pastoral y profesionalizados para pasar, en fases posteriores, a crear las llamadas unidades pastorales y promover la figura del laico “referente pastoral”. Es una adaptación -en mi opinión fallida- del modelo alemán.
2.- Diez sugerencias
Al proponer estas sugerencias confieso que comparto y ratifico la previsión que se ofrece en el número 94 del Documento final del Sínodo (2024) sobre lo que puede pasar en la Iglesia y en una diócesis cuando no se implementa -como es nuestro caso- una Asamblea Diocesana. Lo comparto y ratifico porque es lo que se viene evidenciando, al menos, desde hace más de 30 años, en nuestra diócesis de Bilbao: “sin cambios concretos a corto plazo, la visión de una Iglesia sinodal no será creíble y esto alejará a los miembros del Pueblo de Dios que han sacado fuerza y esperanza del camino sinodal”.
Es un acertado diagnóstico que, a la vez, coexiste -algo que, también comparto y espero que no sea por puro voluntarismo- con lo que seguidamente se indica en dicho Documento final: “corresponde a las Iglesias locales encontrar modalidades adecuadas para poner en práctica estos cambios”
A la luz -y a la sombra- de lo recogido en este número, formulo y ofrezco las siguientes diez sugerencias.
1.- En el nº 117 del Documento final del Sínodo se constata que “en muchas regiones del mundo, las pequeñas comunidades cristianas o comunidades eclesiales de base son el terreno en el que pueden florecer intensas relaciones de proximidad y reciprocidad, ofreciendo la oportunidad de vivir concretamente la sinodalidad”.
Tengo presente, en primer lugar, este número porque entiendo que la primera y más importante de las sugerencias teológico-pastorales que me brotan de la lectura en la que estoy inmerso es la de promover y acompañar a los actuales “restos parroquiales” o “rescoldos comunitarios”, allí donde los haya o pueda haberlos, para que puedan ser -cuanto antes- comunidades vivas, con futuro y estables.
Esta sugerencia se sostiene, esquemáticamente, en estos cinco puntos o acciones, imposibles de desarrollar en estos momentos como se merecen:
1.1.- Promover “comunidades de libre y responsable adhesión” equivale a constituir -de manera prioritaria- “restos parroquiales” o “rescoldos comunitarios” formados por un número mínimo de entre 15 y 20 bautizados y bautizadas que están dispuestos a entregar un tiempo determinado para ponerse en marcha y crear -en unos 6 o 9 años- una comunidad viva, con futuro y estable. Entiendo que es algo que hay que promover a partir de lo que actualmente subsiste en nuestras parroquias y comunidades. Esta “comunidad de libre y responsable adhesión” -así constituida, donde sea posible- pasaría a ser el “primer círculo de pertenencia eclesial”.
1.2.- Alentar, promover y acompañar los “equipos pastorales o ministeriales de base” constituidos por tres ministerios laicales y dos delegados de la comunidad con reconocimiento y envío episcopal o vicarial. Las llamadas del Documento final sobre la ministerialidad laical son de lo más claro y contundente que hay en dicho Documento, aunque me parezca que -en algún importante punto- se quede corto con respecto a la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio “Ministeria quaedam” (1973) de Pablo VI.
1.3.- Cuidar la relación con los otros diferenciados “círculos de pertenencia eclesial”: los dominicales, los ocasionales, los alejados, las comunidades y organizaciones -religiosas o laicales- estables presentes en el territorio, los movimientos apostólicos, etc.
1.4.- Recepcionar la teología conciliar del ministerio, laical y ordenado (diaconado, presbiterado y episcopado). No vale el retorno contrarreformista al concilio de Trento y al modelo de un ministerio ordenado sacralizante y obsesionado por “su poder”, al que se está asistiendo en muchas diócesis; y también en la nuestra. A diferencia de este modelo, entiendo que necesitamos presbíteros que sean apostólicos, itinerantes y cuya identidad y espiritualidad pase por la promoción y el cuidado de la unidad de fe, la misión y la comunión eclesial de los “restos parroquiales” y de los “rescoldos comunitarios” que puedan acompañar o, en su caso, de las comunidades parroquiales estables, cuando se compruebe que, efectivamente, lo son.
1.5.- Desarrollar creativamente -al menos, de momento- el canon 517 & 2, a la espera de la revisión del Código de Derecho Canónico que se demanda en el Documento final. Las sugerencias a la creatividad y valentía pastoral en este sentido son notorias en dicho Documento final. Como también lo es el camino que vienen recorriendo unos cuantos obispos centroeuropeos en su relación con los departamentos vaticanos cuando solicitan la oportuna “recognitio” de algunas iniciativas que, formalmente no recogidas en el actual Código de Derecho Canónico, entienden, sin embargo, que son pastoralmente necesarias. Tal es el caso, por ejemplo, del nombramiento de mujeres a puestos de responsabilidad pastoral en las llamadas vicarías territoriales y en otros ámbitos, hasta ahora reservados en exclusiva a los presbíteros. La gran mayoría de ellos comunican que no solo han sido escuchados, sino que, incluso, se han encontrado con una actitud proactiva por parte de los responsables de tales departamentos vaticanos; algo sorprendente, por desconocido, hasta no hace mucho.
2.- La lectura del Documento final del Sínodo me lleva a sugerir, en segundo lugar, la importancia de tener muy presente en el “aggiornamento” de la identidad y espiritualidad del ministerio ordenado la matriz bautismal -tal y como se realiza en el Vaticano II (“Presbyterorum Ordinis”, 1965), para, desde ella, repensar la singularidad del sacramento del Orden recibida de Trento y superada en el Vaticano II. Es algo que se está formulando, en concreto, por quienes están repensando la “representatio Christi” o la actuación “in nomine Christi Capitis” -y los “poderes” derivados del sacramento del Orden- en una Iglesia toda ella sinodal y ministerial.
Creo que es una de las mejores maneras de salir al paso del tan denostado clericalismo y de la sacralización del ministerio ordenado, reactivados en el Sínodo mundial de obispos de 1971. Fue entonces cuando se propició una lectura involutiva y preconciliar de la identidad y espiritualidad del ministerio ordenado, reactivada con fuerza -como he adelantado- estos últimos años; también entre nosotros.
3.- Mi lectura implicativa del Documento final del Sínodo me lleva, en tercer lugar, a sugerir la necesidad de comprender y ejercer el diaconado como sacramento de Cristo, servidor de los pobres y promotor de la justicia, no como “sub-presbíteros”o “curas de segunda división”. E, igualmente, a sugerir la necesidad de promover en los “restos parroquiales” y en los “rescoldos comunitarios” el ministerio laical de la caridad y de la justicia. Y desde tal ministerio –a la vez, ordenado y laical- a repensar y promover una Caritas Diocesana con un formato jurídico similar -por ejemplo- al de una Fundación de “inspiración cristiana”, profesionalizada y competente que colabora con el ministerio laical de la caridad y la justicia cuando se solicitan sus servicios.
4.- E igualmente, me lleva a recordar -en cuarto lugar- la identidad y espiritualidad de los obispos o sucesores de los apóstoles –para nada, como explícitamente proclama el Vaticano II, vicarios o delegados del Papa- enfatizando la importancia de que lideren proactiva y esperanzadamente una renovación eclesial que permita contar con comunidades vivas, estables y con futuro cuanto antes. Por tanto, me estoy refiriendo a un episcopado que se olvide del pluralismo indiscriminado al que no pocos de ellos gustan apuntarse, en nombre de una comunión, formal, “ingenua” y aparentemente sin opciones. Y, sobre todo, a que superen la “tortícolis vaticana”, tantas veces denostada, pero no por ello, superada.
Además, me refiero a un episcopado que también ha de estar dispuesto a someterse -en sintonía con el nº 135 del Documento final del Sínodo- a evaluaciones periódicas, tal y como se expresan los padres y madres sinodales sobre la Curia y los Nuncios, algo que también creo que vale para los obispos.
5.- La lectura implicativa me lleva -en quinto lugar- a sugerir la necesidad de evaluar y repensar el ministerio de los laicos con encomienda pastoral y profesionalizados como laicos que acompañan -una buena parte de ellos, por no decir que todos- teológico-pastoralmente a los llamados “equipos ministeriales de base” de los restos parroquiales o de los rescoldos comunitarios, cuando lo necesiten y demanden; nunca como gestores o coordinadores de los mismos o por encima de ellos.
6.- En sexto lugar, pensando en algunas de las instituciones, necesarias para que pueda implementarse una iglesia sinodal, se requieren consejos -tanto parroquiales como el diocesano- que sean codecisivos y deliberativos. Vale para este punto todo lo indicado sobre “la corresponsabilidad diferenciada” y la necesidad de superar el formato unipersonal, absolutista, medieval y monárquico de tal “diferencia” -actualmente vigente- en favor de otra democrática (nº 36. 89. 92).
E, igualmente vale el modo de implementar dicha capacidad codecisiva y deliberativa de los consejos pastorales parroquiales y del Consejo Pastoral diocesano propuesto por el Camino Sinodal alemán. Ello quiere decir que lo normal ha de ser que las decisiones adoptadas por mayoría cualificada sean asumidas por los respectivos obispos y párrocos como vinculantes; obviamente, cuando no estén fehacientemente en juego la unidad de fe, la misión y la comunión eclesial; algo que hay que, igualmente regular, teniendo en cuenta el modo de proceder de la Iglesia en los primeros siglos y lo que, al respecto, ya se está formulando -y hasta ensayando- en algunas diocesis centroeuropeas.
7.- En séptimo lugar, la lectura implicativa no puede descuidar la claridad con la que en el Documento final se enfatiza la intervención del pueblo de Dios en el nombramiento de sus obispos. Y, en concreto, me lleva a sugerir que, sin descuidar las consultas personales al respecto, se empiece a reconocer al Consejo Pastoral Diocesano la capacidad para presentar una terna, en conformidad con el nº 70 de dicho Documento final: “la Asamblea sinodal desea que el Pueblo de Dios tenga más voz en la elección de los obispos”. No estaría de más que hubiera una consulta al respecto por parte, al menos, de nuestro obispo ante las instancias vaticanas, tal y como recojo en el último punto de este decálogo. Es una deuda que tenemos pendiente con la Asamblea Diocesana y con el Consejo Pastoral Diocesano.
8.- Sugiero, en octavo lugar, establecer Asambleas diocesanas periódicas en conformidad con el nº 108. Obviamente, ésta es una decisión que compete no solo convocar, sino, también, liderar al obispo proactivamente, en fidelidad a lo que -con claridad meridiana- se dice en dicho número del Documento final: tales encuentros diocesanos son imprescindibles -más allá de estratégicas consideraciones sobre si hay “masa crítica o no” u otro tipo de argumentos- “cuando se trata de opciones relevantes para la vida y la misión de una Iglesia local”.
9.- De la lectura del Documento final del Sínodo concluyo con toda claridad, en noveno lugar, la urgencia de crear la Conferencia Episcopal Vasca en conformidad con los nº 120 y 126 y superar la actual configuración eclesiástica, castigo franquista de la postguerra.
10.- Finalmente, invito a los obispos a que tengan muy presente la “Nota de acompañamiento” del papa Francisco al Documento final, en particular, cuando dice que “se podrá proceder (…) a la activación creativa de nuevas formas de ministerialidad y de acción misionera, experimentando y sometiendo las experiencias a verificación” (24 de noviembre de 2024). Y, en concreto, al pasaje en el que remite el acompañamiento en la actual “fase de implementación” del camino sinodal, “a la Secretaría General del Sínodo junto con los dicasterios de la Curia Romana”.
La lectura de este punto me lleva a sugerir la importancia de contar, en décimo lugar, con un obispo y un gobierno diocesano que asuman proactivamente no solo tal indicación papal, sino también a que se sumen a la revisión en curso de la “recognitio papal” y a enumerar sinodalmente las cuestiones que -como se indica en el Documento final- “deben ser restituidas a los Obispos en sus Iglesias o agrupaciones de Iglesias” (134).
Creo que con esta sugerencia está en juego la recepción conciliar de la deseada -y frustrada- articulación entre primado papal y colegialidad episcopal y la superación de una sinodalidad meramente “escuchante” por parte de la jerarquía en favor de otra “codecisiva” y deliberativa, tal y como también queda propuesta -y pendiente de estrenar- en la Constitución Apostólica “Episcopalis communio”, 18 & 2 del Papa Francisco.
Jesús Martínez Gordo, teólogo
Religión Digital
En el centenario del nacimiento de Zygmunt Bauman
“El hombre es su mochila”. Esta frase se atribuye al filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel (Stuttgart, 27 de agosto de 1770- Berlín, 14 de noviembre de 1831). No sabemos si será cierta, pero, hasta cierto punto, expresa bastante bien su pensamiento. Cada uno de los seres humanos tenemos la capacidad de construir a lo largo de nuestra vida la propia identidad reelaborando las experiencias acumuladas en la mochila de la memoria y del corazón. Bien es verdad de que, con frecuencia, además de experiencias llevamos en la piel las cicatrices que las heridas de la vida nos han dejado.
La mochila de Hegel
Los sociólogos han escrito libros y artículos “sabihondos” sobre los sistemas de creencias. Muchas personas creen que esta expresión se refiere a “creencias” religiosas. Pero esa es una parte – incluso hoy poco importante – de lo que se entiende por “sistemas de creencias”: conjuntos de representaciones del mundo, imaginarios sociales, principios que orientan la vida y conjunto de valores y desvalores que son aceptados y compartidos consciente o inconscientemente por un grupo de personas. Estos sistemas influyen en la percepción y en la construcción de imágenes del mundo, de la sociedad que me rodea, de las instituciones sociales y de uno mismo y de su entorno más cercano, así como la manera como las personas actúan (se comportan e intervienen) dentro de una sociedad para aprovecharse de ella o para contribuir al bienestar de los demás.
Tal vez en esta definición que me he inventado falten elementos o sobren cosas. Pero creo que describe muchos de los elementos que han cooperado a construir la propia identidad personal y las propias normas de conducta individual y social.
Nuestro sistema de creencias hoy está muy mediatizado, condicionado – cuando no determinado – por las redes sociales, la llamada Inteligencia artificial y todos los sistemas de construcción social (real o imaginaria) de nuestra sociedad.
En otras ocasiones he aludido a las reflexiones que hace ya más de 75 años ofreció a la sociedad el filósofo y sociólogo de origen polaco Zygmunt Bauman, nacido en Poznan hace cien años, en 1925, y fallecido en Leeds, Inglaterra, en enero de 2027. Desde la década de 1950, se ocupó, entre otras cosas, de reflexionar crítica y científicamente sobre grandes problemas social y cuestiones que inciden sobre los sistemas de creencias, como las clases sociales, el socialismo, el Holocausto, la hermenéutica, la modernidad y la posmodernidad, el consumismo, la globalización y la nueva pobreza.
Bauman desarrolló un concepto que es estructurante de nuestra concepción del mundo: el concepto de la «modernidad líquida». Junto con el también sociólogo Alain Touraine, Bauman recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010.
La lectura de sus muchos estudios muestra que Zygmunt Bauman acuñó el término de “modernidad líquida” para describir los sistemas de valores que deben dar sentido a la vida humana en los tiempos actuales. Para ello, se apoya en los conceptos de fluidez de los valores fuertes, el cambio aleatorio y banal de los comportamientos sociales, la fluidez y exceso de flexibilidad del amor, la fidelidad, los sentimientos, la honradez y la verdad, entre otros.
Bauman afirmaba que lo “líquido” no solo es un estado de la materia (sólido-líquido y gaseoso), sino que además es algo más que una metáfora vigente de la época moderna. Sus estudios como sociólogo le convencieron de que nuestra sociedad occidental, basada en el libre mercado y en la acumulación de dinero, deriva hacia una sociedad en la que “la verdad no importa” y no existen valores universales aceptados por todos. Una sociedad “líquida” que está herida en su salud mental de incertidumbres e inseguridades ya está sufriendo continuos e irrecuperables cambios. Asimismo, lo líquido no se fija en el espacio ni se ata al tiempo, se desplaza con facilidad, no es posible detenerlo fácilmente; y todas estas son a la vez características fundamentales de las actuales rutinas diarias.
Comienzo la Cuaresma golpeado por la tentación del desánimo y la angustia. Me preocupa e inquieta el rumbo que ha tomado este mundo: auge de movimientos racistas, xenófobos y aporofóbicos, discursos de odio hacia los inmigrantes, polarización social y política, incremento de la carrera armamentista que nos acerca al riesgo de un conflicto nuclear, dirigentes políticos y financieros prepotentes asentados en la codicia con pretensiones de dominar el mundo, idolatría del poder y del dinero, corrupción, utilización de la mentira con fake news a través de las redes sociales para controlar a las masas, violación de los derechos humanos, pérdida de valores éticos, destrucción de la Naturaleza nuestra casa común…, y sectarismos de movimientos “católicos” opuestos al papa Francisco.
Me duele el sufrimiento de la humanidad, la pobreza extrema, el hambre de mucha gente, la violencia, el criminal genocidio en Palestina (Gaza y Cisjordania), las guerras en Líbano, Ucrania, Etiopía, Sudán, El Congo…, la muerte de migrantes en los desiertos y en los mares. Me duele el sufrimiento de tanta gente inocente, sobre todo niños y niñas, mientras otros, los Herodes de hoy, que todos conocemos, se sienten dueños de las vidas humanas y de las riquezas del Planeta.
Esta situación me estremece y me lleva a interrogarme ¿dónde está Dios? Jesús sufrió estas mismas tentaciones “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Pero en medio de ellas vivió con una infinita confianza en el Padre. “En tus manos pongo mi espíritu”.
En el silencio de la oscuridad trato de seguir a Jesús. Y me propongo no angustiarme por la situación que nos envuelve. Todo pasa. Solo Dios permanece. Me abandono en sus manos. Vivimos en su corazón. Más aún, somos parte de Dios. Confío ciegamente en Él, tanto más cuanto más afligido y débil me sienta. Él me acepta y me ama como soy. Nos ama a todos como somos. Ama a este mundo. “Tanto amó Dios al mundo…” (Jn 3,16-17). Envió a su Hijo para darnos vida, vida en plenitud. Y Jesús nos dejó la misión de construir un mundo nuevo donde haya vida digna para todos.
Dios no nos mira como un juez sino como un Padre y Madre compasivo y misericordioso. Acoge a esta humanidad con compasión y misericordia. Dios todo lo hace nuevo, me repito constantemente. Este mundo cambiará. Tal vez, algo tendrá que pasar para que esta humanidad vuelva a renacer. Por eso, en medio de mi pequeñez y de los pecados de este mundo, tengo la esperanza de que la luz brillará tras la oscuridad.
En medio de este dolor trato de no perder la serenidad. En medio de las corrientes de odio al diferente, en medio del sufrimiento provocado por las guerras, en medio de las lágrimas, en medio del caos, en medio de la oscuridad, en medio de mi debilidad, viviré sosegado y en paz, sin que la realidad que nos rodea me altere, porque el Espíritu de Dios tiene el control de los destinos de la humanidad. Dios no puede fracasar. Su amor es infinitamente más poderoso que nuestros errores. En medio de esta situación seguiré haciendo lo que pueda, comprometiéndome en la medida de mis posibilidades en la defensa y servicio de los más vulnerables y en la lucha por un mundo de paz y fraternidad. Y, por encima de todo, viviré con una actitud de confianza plena en Dios y de profunda adoración.
El nombre hebreo Yôsep (José), es un nombre auspicioso para quienes desean una familia numerosa, de hecho significa “que el Señor añada” (al niño que nace) otros muchos.
Nombre popular en la Biblia, lo llevan personajes ilustres de la historia de Israel, desde el hijo de Jacob y Raquel, vendido como esclavo por sus hermanos por celos, pero que luego llegó a ser gobernador de Egipto (Gn 37-42), hasta el esposo de María. Lo que tienen en común es que ambos, en situaciones dramáticas, fueron los salvadores de su familia.
En el Nuevo Testamento, sin embargo, se advierte una evidente reticencia a la hora de tratar a José de Nazaret, esposo de María y padre de Jesús. Ni en las cartas de Pablo ni en las de los demás autores del Nuevo Testamento se menciona a José, pero lo sorprendente es el papel marginal que incluso los evangelistas parecen concederle.
En el Evangelio considerado el más antiguo, el de Marcos, no hay ninguna referencia a él, y Jesús es recordado sólo como "el hijo de María". Se nombran sus hermanos Santiago, José, Judas y Simón, así como sus hermanas (Mc 6,3), pero no se menciona a su padre. El Evangelio de Juan habla también de la madre de Jesús (Jn 2,1; 19,25) y de sus hermanos (Jn 7,3-10), pero no hay ninguna indicación de José.
Sólo en los Evangelios de Lucas, y en particular de Mateo, los evangelistas tratan, de modos diversos, esta singular figura, de la que curiosamente no refieren ni una palabra, y de cuya profesión se habla sólo en relación con Jesús, conocido como «el hijo del carpintero» (Mt 13, 55).
La escasez de información sobre José en los Evangelios ha significado que la Iglesia y la tradición han recurrido en gran medida a textos apócrifos, en particular al Protoevangelio de Santiago, que se encuentra poco después de los Evangelios.
La Iglesia presenta a José como el padre “putativo” de Jesús, como escribe Lucas en su Evangelio (“era hijo, según se creía, de José”, Lc 3,23). Si Lucas habla de José como padre de Jesús (Lc 4,22), Mateo, a pesar de ser el evangelista que más resalta su figura providencial para la Sagrada Familia, lo excluye radicalmente de la concepción del hijo. De hecho, en la genealogía con la que Mateo abre su narración, enumerando los antepasados de Jesús, treinta y nueve veces, a partir de Abraham, presenta a un hombre que engendra un varón («Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá…», Mt 1,1), una sucesión de padre a hijo que recorre la historia de Israel desde Abraham a David y Salomón hasta José. Pero llegado al trigésimo noveno «engendró» («Jacob engendró a José», Mt 1, 16), en lugar de continuar, como exigiría el ritmo y la coherencia, con «José engendró a Jesús», la transmisión de la vida iniciada con Abraham de padre a hijo se interrumpe bruscamente. De hecho, Mateo escribe que «Jacob engendró a José, marido de María, de la que nació Jesús, llamado el Cristo» (Mt 1,16), excluyendo a José de la generación de su hijo.
En la cultura judía no existía el término “padres”, sino sólo padre y madre, con roles diferentes. Mientras que el padre es quien engendra, la madre simplemente da a luz al hijo (Is 45,10). Mateo, rompiendo con esta cultura y tradición, presenta a una mujer de la que nace el hijo, dejándonos así entrever una acción particular de Dios: Cristo no es el hijo de José, sino el «Hijo de Dios» (Mt 27,54), generado por el Espíritu, la misma energía divina que en el relato de la creación se cernía sobre las aguas (Gn 1,1-2).
José es presentado por Mateo como “justo”, calificación que indica no sólo la conducta moral del individuo, sino su plena fidelidad a la Ley de Moisés, como Isabel y Zacarías, los padres de Juan, que “eran justos ante Dios” porque “observaban irreprensiblemente todas las leyes y preceptos del Señor” (Lc 1,6).
Cuando José descubre que María, antes de vivir juntos, estaba embarazada, sabe que su deber «justo» es denunciar a su esposa infiel y hacerla lapidar, como manda la Ley divina (Dt 22,20-21). Pero José no hace eso. Entre la fidelidad a la Ley y el amor a la esposa, triunfa la misericordia y José busca una salida que salve a María («decidió despedirla en secreto», Mt 1,19).
José no observa la Ley, y esta falta de obediencia al mandato divino es suficiente para que el Espíritu no sólo entre en su vida y haga que tome a María como esposa (Mt 1,20) y la salve de una muerte segura, sino que también lo hace capaz de percibir en su existencia la presencia del «Dios misericordioso» (Dt 4,31).
José es el hombre justo, el hombre que no habla sino que hace, a diferencia de los escribas y fariseos que «dicen pero no hacen» (Mt 23,3). Para el evangelista, él es el primero de aquellos «misericordiosos» a quienes Jesús proclamará bienaventurados «porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), y de aquellos «limpios de corazón» proclamados bienaventurados «porque verán a Dios» (Mt 5,7.8), es decir, tendrán una experiencia constante de la presencia del «Señor misericordioso» (Eclo 48,20) en su vida. Esto es lo que permite a José ser siempre guiado por Dios mismo (el “Ángel del Señor”), quien tres veces, número que en el simbolismo numérico hebreo indica totalidad, le dirá lo que debe hacer (Mt 1,20; 2,13.19).
Repitiendo las hazañas del primer José de la Biblia (Gn 45-46), el carpintero de Nazaret salva a su familia de los complots asesinos del rey Herodes llevándolos a Egipto, para luego regresar a la más distante pero segura Galilea. Al acoger como propio al hijo de María, José lo legitima a los ojos del pueblo, y el niño, al que dio el nombre de Jesús (del hebreo Yehsȗà, «El Señor salva»), experimenta, incluso antes de la protección del Padre celestial, a su padre terrenal, José, como su salvador.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF