FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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lunes, 28 de marzo de 2016

CONTRASTES

Contrastes en el Jueves Santo: Francisco y Carlos


antonioDon Carlos Osoro llegó a Madrid como el elegido por el papa Francisco para renovar el episcopado español. Un pastor con olor a oveja. Un hombre de diálogo. Efectivamente se encontró con el Foro de curas de Madrid, dejándoles contentos. Se retrató pisando el barro de la Cañada Real. Renovó su equipo con algún vicario y delegado progresista. Se reconcilió pronto con el Padre Ángel tras su primer enfado por el acto en honor de Zerolo celebrado en San Antón. Y se ha apoyado inteligentemente en él para dar una imagen de Obispo que cena la Nochebuena con los pobres y con la alcaldesa roja. Últimamente declaró que como obispo no se sentía ofendido al gesto provocador de enseñar los pechos en un acto contra la confesionalidad que significa una capilla católica en una universidad pública.
Pero el bueno de don Carlos ha continuado mostrando su talante conservador de siempre, sobre todo en la manera de gestionar el lujoso apartamento del Cardenal Rouco, para que dejase libre el palacio arzobispal donde al final ha ido él a instalarse, con la de soluciones que tenía en Madrid de imitar a Francisco en vivir de una manera más sencilla, más económica y más cerca de la gente que en San Justo. ¡Qué pocos obispos han imitado al papa en elegir un modus vivendi menos principesco y aislado!
Pero hoy jueves santo mi querido Carlos me ha decepcionado más profundamente que otras veces. Hasta el punto de temer que ese alejamiento del estilo de Francisco ya no haya sido por carecer de vigor reformador sino como signo expreso de oponerse a su línea que empieza a ser muy criticada por ofensiva hacia los antecesores y exhibicionismo populista. Seguí por Centro Televisión Vaticano la Misa “in coena Domini” que celebró Francisco a las cinco. Y a las seis pasé a la 2ª de Televisión Española para seguir los oficios desde Madrid, mientras Francisco seguía saludando ¡durante una hora! a cada uno de los refugiados asistentes. El contraste fue tremendo y lo resumo, sobre todo, en estos puntos:
  • El lugar de la celebración.
Francisco, obispo de Roma que preside en la caridad todas las Iglesias, fue a celebrar el Jueves Santo en uno de los mayores Centros de Acogida de Requirentes de Asilo (CARA) existentes en Italia, a las afueras de Roma. Un centro que fue especialmente conflictivo por manifestaciones, huelgas y tensiones durante el año pasado. En los años precedentes había escogido varias cárceles. Pues es la fiesta del amor fraterno, del gran gesto del servicio que es el lavatorio de los pies.
Carlos se quedó en su catedral de la Almudena. Simbólicamente contigua al Palacio Real. Entregada para su decoración al lucimiento personal de Kiko Argüello, de discutido valor artístico. La catedral ya tiene su simbolismo en la misa crismal del jueves por la mañana en la que se reúne todo el clero de las parroquias con su obispo. ¿No tenía Carlos mejores escenarios para actualizar la cena del señor y su actitud de servicio a los más pobres y desamparados? ¿No podía haber dejado la Almudena, con su solemnidad, sus cofradías y sus señoras de peineta alta para que celebrara allí su obispo auxiliar, que estaba presente y a quien le hubiese encantado ser protagonista?
  • La homilía.
Si siempre, más que nunca en el Jueves Santo, la homilía debe ser la actualización al aquí y ahora de los textos que se acaban de leer, uniéndoles al sentido profundo de lo que se va celebrar. Y todo pronunciado con una gran empatía comunicativa con quienes asisten a la celebración.
No sé qué llevó al Arzobispo de Madrid a pronunciar una homilía (cuyo texto, como siempre, nos fue comunicado a los medios “bajo embargo” por un perfecto servicio de información archidiocesana) sobre la parábola de la moneda perdida, que no arrancaba precisamente de los textos espléndido del día. “La moneda es Jesucristo mismo”. Para encontrarla hay que hacer tres cosas, encender una luz, limpiar y buscar. Así se encuentra a Jesús que hoy, Jueves Santo, nos da… Pero se puede consultar toda la homilía aquí.
Nada que ver con la homilía de Francisco, que fue del tipo de la de Jesús en la sinagoga de Nazaret: “esto se cumple hoy aquí”. Tan breve que puedo reproducirla toda en este breve artículo y todos pueden seguirla, en italiano, en el vídeo de YouTube.
Los gestos hablan más que las imágenes y que las palabras, los gestos; en esta Palabra de Dios que hemos leído hay gestos. Jesús que sirve, que lava los pies, él, que era el ‘jefe’, lava los pies a los demás, a los suyos. Segundo gesto: Judas que va con los enemigos de Jesús, esos que no quieren la paz con Jesús, para cobrar el dinero con el que lo traicionó, las 30 monedas.
Los gestos; también hoy y aquí hay dos gestos: este, todos nosotros, juntos, musulmanes, hindúes, católicos, coptos, evangélicos, hermanos, hijos del mismo Dios, que queremos vivir en paz, integrados; un gesto. Hace tres días, un gesto de guerra, de destrucción, en una ciudad de Europa, hecho por gente que no quiere vivir en paz, pero detrás de ese gesto, como detrás de Judas, había otros; detrás de Judas estaban los que le dieron el dinero para que Jesús fuera entregado; detrás del otro gesto están los fabricantes, los traficantes de armas, que quieren sangre y no la paz, la guerra y no la fraternidad; dos gestos: el mismo Jesús lava los pies y Judas vende a Jesús por dinero; todos nosotros juntos, diferentes religiones, diferentes culturas, pero hijos del mismo Padre, hermanos. Y allá, pobres aquellos que compran las armas para destruir la fraternidad.
Hoy, en este momento, cuando yo haga el mismo gesto de Jesús de lavarles los pies a ustedes —continuó—, todos nosotros estamos haciendo el gesto de la fraternidad, y todos nosotros nos decimos: ‘Somos diversos, somos diferentes, tenemos diferentes culturas y religiones, pero somos hermanos y queremos vivir en paz’, y este es el gesto que yo hago con ustedes; cada uno de nosotros tiene una historia, cada uno de ustedes tiene una historia, tantas cruces, tantos dolores, pero también tiene un corazón abierto que quiere fraternidad, cada uno en su lengua religiosa le reza al Señor para que esta fraternidad se contagie en el mundo, para que no existan las treinta monedas para matar al hermano, para que siempre existan la fraternidad y la bondad. Que así sea.
¿Algún parecido entre la homilía de Francisco y el del arzobispo que dice que está con Francisco hasta la muerte? ¿Estará de verdad ese arzobispo dispuesto a seguir a Francisco en su denuncia de quien por dinero traiciona y mata a otros Cristo? Estas homilías las entiende el pueblo y no las olvidan los poderosos.
  • El lavatorio de los pies.
Es un gesto eficaz que Juan prima en su Evangelio, poniéndolo a la par del “tomad y comed” con que los otros evangelistas recuerdan la última cena. Las primeras comunidades eligieron la eucaristía como sacramento central del cristianismo, dejando el lavatorio a un día al año. Es de agradecer que la liturgia no lo haya olvidado del todo en esta liturgia del jueves santo, aunque generalmente se haga de forma rutinaria mientras que se ha hipertrofiado la exaltación de la presencia real en el pan consagrado, para el que se hacen impresionantes monumentos esa tarde.
Pero está claro que Francisco ha querido hacer de ese gesto de Jesús una ocasión para significar lo que quiere decir su reforma hacia una Iglesia de los pobres y para los pobres. Por eso ha elegido siempre para repetirlo en memoria de Jesús a personas marginadas, hombres y mujeres. Y como alguien le reprochó que el Ceremoniale Espiscoporum se requería que fueran varones, ya que simbolizaban a los Doce, supuestamente únicos invitados a la Cena, el 6 de enero de este año, por orden de Francisco, su prefecto para los ritos modificó la norma. En adelante se lavará los pies a “un pequeño grupo de fieles que represente la variedad y la unidad de cada porción del pueblo de Dios. Este pequeño grupo puede estar compuesto de hombres y mujeres, y es conveniente que formen parte de él jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, clérigos, consagrados, laicos”. [Ver Decreto]
No es probable que el Arzobispo de Madrid desconociera la costumbre iniciada por el Obispo de Roma y su intencionalidad. Y tampoco el reciente documento. Tal vez se haya acogido a que en él no se dice “se debe” sino “se puede”. Pero en la celebración de la Almudena de esta tarde ha lavado los pies a doce presbíteros, identificados por la estola como tales. ¿Quiénes eran? ¿Ante quiénes simbólicamente se arrodillaba, les servía y les besaba los pies? El gesto proclamaba, fuera de todo juicio de intenciones, que ante una Iglesia clerical.
Francisco en cambio hizo todo eso, con una mirada posterior a los ojos de cada uno, fueron 4 mujeres y 8 varones, todos con una terrible vida de migrantes en busca de refugio excepto una miembro de la cooperativa Auxilium que gestiona el Centro. Los nombres y datos de cada constan en esta nota de Vatican Insider.
  •  Una consideración final.
Comprendo que una misa en la catedral tiene sus normas y hay maestros de ceremonias que te rodean y te las recuerdan. Francisco también celebra en la basílica de San Pedro y está rodeado deceremonieri. Pero él marca su estilo en muchos detalles, vestimenta y adornos que crean la escena. Seguro que Don Carlos podría hacer mucho más en su catedral y cuando quiere, como en el día de las familias, innova y se acerca a la gente y a los niños.
¿Por qué no imita a Francisco en un pequeño detalle, que parece sin importancia, pero que simboliza la desaparición simbólica de todo un modelo de poder autoritario? Sencillamente, quitarse por lo menos mitra cuando habla a su pueblo, por respeto, como se hace en la consagración en que se quitan hasta el solideo. Que así sea.

Viacrucis de la Resurrección Leonardo Boff

La  pascua de Jesús: por la muerte a la Resurrección
Conocemos el drama que abarcó la vida de Je­sús. Su propuesta del Reino fue rechazada. Encon­tró la dureza de corazón. El judaísmo, en particular el fariseísmo, se encerró en sus creencias, en sus tradiciones, en su dogmática, en su imagen de Dios y condenó  a Jesús como blasfemo, Mesías ficticio y falso profeta.
La condenación a muerte de Jesús fue conse­cuencia de su vida y de sus obras de misericordia. Estas escandalizaron a los piadosos del templo. Para ellos, Jesús había ido demasiado lejos. Intentaron encuadrarlo dentro de los cánones del tiempo; des­pués, procuraron reducirlo al silencio; enseguida lo enemistaron con el pueblo y con las autoridades romanas; lo expulsaron de la sinagoga, excomulgán­dolo; lo difamaron acusándolo de poseído del demo­nio, de hereje, samaritano, comilón y bebedor y amigo de gente de mala clase; lo amenazaron de muerte haciéndolo ir al exilio; finalmente, decidie­ron matarlo, aprisionándolo, torturándolo, some­tiéndolo a juicio y crucificándolo en el Calvario. La muerte de Jesús en la cruz no fue para ellos sino un crimen más.
¿Cómo reacciona Cristo, hombre lleno de ter­nura y misericordia? San Marcos nos dice que se entristeció profundamente por la dureza de corazón (3,5). Se produjo un desgarramiento en el interior de su alma. El no deja de amar, de anunciar la alegría del Reino que nace de la conversión, de creer que el Padre amoroso es también el Padre de los que lo rechazan.
Su amor, para los enemigos se manifiesta como denuncia profética de la dureza de corazón que los imposibilita para acoger el Reino. La ira santa de los “ay de ustedes  escribas y fariseos” no es expresión de rechazo de las personas, sino de sus mentalidades; es una forma de amor que alerta y previene contra el desastre que produce la dureza de corazón.
Su amor para con. los enemigos se manifiesta también en el sacrificio y el ofrecimiento del perdón. No deja que, el odio tenga la última palabra, sino el amor, aunque sufrido y doliente. Decide no echar pie atrás, no desistir, ni huir sino ofrecer su vida y sacrificarse.
En esta situación no hay otro camino para Jesús sino el martirio. Mantiene su fidelidad a Dios y a su proyecto del Reino del Padre. En estas condiciones, Jesús debía morir realmente si quería permanecer fiel. La muerte no se presenta entonces como castigo sino como expresión de libertad. Es donación, sacri­ficio libremente asumido.
Esta actitud sacrificial no fue fácil para Jesús. Él tuvo que atravesar una profunda crisis. Tuvo que asimilar el trauma del rechazo y de la muerte hasta abrazarla con plena decisión de su libertad. A El también le parecía la cruz una ignominia y maldi­ción, pues era el castigo para los falsos profetas.
Siente la tentación del poder: invocar las legiones celestiales y derrotar a los enemigos. Subyugaría a los hombres pero no los conquistaría; el Reino no seria inaugurado, porque éste viene únicamente con la libertad y no por la imposición de la violencia.
Siente la tentación de la soledad: “muerto de tristeza”, pide a los apóstoles: “quédense aquí con­migo y velando . Tuvo que orar solo y enfrentarse, desamparado, con el espectro de la muerte violenta.
Siente la tentación de infidelidad: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz”. Como dice la epístola a los Hebreos: entre clamores y lágrimas dirigió oraciones y súplicas Y en el sufrimiento aprendió a obedecer, es decir, a ser fiel (5, 7-9).
Finalmente; siente la terrible tentación de la desesperanza. En lo alto de la cruz grita al cielo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y la experiencia del infierno, de la ausencia de Dios, de la súplica sin respuesta.
Supera todas las tentaciones en una entrega to­tal, en un vacío pleno: “¡Hágase tu voluntad!”, “¡Pa­dre, en tus manos entrego mi espíritu”.
La muerte y la crisis de la muerte fue el precio de la fidelidad a su verdad. No permitió que la muerte fuese señora de la vida e impusiese sus normas. La vida en la tierra no es el supremo valor. Hay cosas por las cuales vale la pena entregar la vida. Morir así es un valor supremo. Hay una vida que no puede ser absorbida por la muerte; aquella que acepta morir por Dios, por los demás y por la causa de la justicia de los humildes.
La resurrección revela todo el vigor de esta vida sacrificada. Ella no fue vencida; fue introducida en la suprema plenitud de la vida divina. La resurrección representa la realización de lo que el Reino de Dios significa. El proyecto de Jesús no fracasó, ni permaneció como mera promesa y profecía: se realizó en el crucificado. Por eso ahora es el Viviente, el que tiene las llaves de la muerte y del infierno’ (Ap 1, 18). Con otras palabras, Cristo aparece como el vencedor de la muerte; lejos de exaltar la cruz y el sufrimiento, vino a destruir su imperio. Si Cristo murió y resucitó fue para ser señor tanto de los vivos como de los muertos (Rm 14, 9). La redención de Cristo es una victoria y restablece el señorío de Dios sobre su creación dominada por fuerzas siniestras. No es, en primer lugar, una expiación, un rescate o una reparación. Es una liberación de la, muerte hacia, el reino de la vida y de la libertad.
El paradigma Jesucristo muerto y resucitado
  Tanto la muerte como la resurrección de Jesús están ligadas a su vida. La muerte fue la consecuen­cia de la oposición que su vida y sus obras provocaron. La resurrección es el triunfo de la vida de Jesús; aquella vida de entera donación y servicio, aquella vida de intimidad con el Padre hasta el punto de identificarse con El no podía acabar en la cruz. Era más poderosa que la muerte. Atravesó el muro de la muerte y manifestó su potencia por medio de la resurrección.
Pasión (crisis), muerte y resurrección constitu­yen una unidad y un mismo misterio pascual. Se trata de momentos de un único proceso, polos de una misma estructura. Romper esta unidad implica perder la novedad de Jesucristo.
Si sólo anunciamos la cruz sin la resurrección, acabaremos por magnificar el dolor y dejaremos las lágrimas sin consuelo. Si predicamos la resurrección sin la cruz, caeremos en una ideología exaltadora de la vida, indiferentes a los que sufren y a los asesina­dos. Proclamamos la unidad del misterio pascual: aquel que fue rechazado y crucificado, es el mismo exaltado y resucitado. La resurrección sólo tiene sentido en el telón de fondo de la lucha de Jesús en favor de la vida y del Dios vivo. A su vez, la muerte de cruz sólo se comprende como condenación por parte de los que se opusieron al proyecto de la vida del Reino. El misterio pascual de Jesús demuestra la trayectoria del triunfo: propuesta del Reino, exigen­cia de conversión, rechazo por parte de los judíos, crisis por parte de Jesús, crucifixión por los judíos, resurrección de Jesús por Dios.
En la actual situación de pecado, el Reino solamente viene por la conversión o por el martirio. Tanto la conversión como el martirio, exigidos por la vida nueva, implican ruptura y sufrimiento. Es el precio de la plena liberación. La cruz no puede significar la legitimación del sufrimiento sino un volverse contra él. A partir del misterio pascual de Jesús. el cristianismo solamente habla del sufrimiento partiendo de su superación por la resurrec­ción. No nos encontramos ya en la situación de Job rebelde sin respuestas para tantas preguntas nacidas del dolor. Hay una respuesta definitiva: a partir de la victoria sobre la muerte, podemos acoger serenos y resignados la muerte, porque ella dejó de ser el fantasma que nos amedrentaba. La muerte es el paso hacia el Padre. Es el momento de la pascua, es decir, pasaje oscuro que guarda en su seno el sol. Ella engendra el sol con todo su esplendor. A partir del brillo solar, las tinieblas tienen su sentido y dejan de ser totalmente absurdas.
La historia de Jesús sirve de paradigma a la historia universal en su marcha hacia el Reino eterno. No camina rectilíneamente hacia su fin, bueno. Avanza entre crisis y enfrentamientos.. El Reino del no-hombre se organiza en su rechazo y su oposición al Reino de Dios. Se construye contra el Anti-Reino. La justicia de Dios abre camino entre los antojos de la represión. La liberación se hace superando opresiones. En todo ello ocurren conflic­tos, desgarramientos, sacrificios sin cuento y marti­rios. El sufrimiento, asumido en la lucha contra el sufrimiento y en la perspectiva de su superación, es digno y dignificante.
La historia en clave con el misterio pascual, se urde por la lucha de Cristo con el Anticristo. El arribo feliz y el nacimiento del nuevo cielo y de la nueva tierra, pasan por los dolores del parto cós­mico por el cual la creación entera, finalmente, será acrisolada. Esta consideración nos libra de todo evolucionismo ingenuo. Todo lleva a creer que, en el campo de la historia, cizaña y trigo crecerán’ siempre juntos hasta el embate final cuando se dará la sínte­sis definitiva. La resurrección habrá triunfado para siempre sobre la muerte. Y llegará el reino de la paz y de la libertad de los hijos de Dios.
Pasión-muerte-resurrección en la vida de cada persona
Cada existencia humana viene estructurada por el dinamismo pascual. Todo tiene su precio. La vida nunca aparece terminada. Es una tarea que debe realizarse cada día. Obstáculos que deben superarse. Deseos frustrados. Cada uno tiene que aprender a renunciar y a aceptar, abriendo camino hacia ascensiones humanizadoras. Muchas veces comprobamos que hay dimensiones del mundo y de nuestro propio corazón que solamente se revelan y nos enriquecen cuando el sufrimiento nos penetra como una espada y las crisis nos liberan de tantas trabas acumuladas.
Las crisis pertenecen a la estructura de la vida en continuo crecimiento. Significan una oportunidad de penetración en un horizonte nuevo. Un bienestar existencial que había construido penosamente, co­mienza a desvanecerse; no consigue conferir sentido a las experiencias nuevas que nos sobrevienen. Las estrellas indicadoras de nuestro camino se oscure­cen. Comenzamos a entrar en crisis; nos sentimos amenazados y desorientados; un sufrimiento se­creto, amargura, desesperanza, atormentan el cora­zón. Pero se ofrece una oportunidad de acrisola­miento de la vida; sólo resta lo que realmente cuenta, La médula, las intuiciones fundamentales. La deci­sión abre un nuevo espacio y crea una síntesis vital capaz de animar la existencia. Fue una experiencia de pasión, de muerte y de resurrección.
La trayectoria humana viene marcada por esta estructura pascual. Especialmente, la existencia cris­tiana que procede del encuentro con Dios. Nos des­cubrimos dentro de la gratuidad de la vida, sopor­tada y atravesada por un sentido que no hemos creado; es la experiencia de la gracia de Dios. Pero luego nos encontramos pecadores y traidores; nos aferramos a nosotros mismos. Nos sentimos incapa­ces de darnos a los demás; sutilmente introducimos malicia en casi todos nuestros gestos. Nos condena­mos a nosotros mismos. Pero en el momento en que somos sinceros para con nosotros acogemos al Adán pecador que está en nosotros, escuchamos el men­saje de Jesús libertador: “¡Hijo mío, ve en paz, tus pecados te son perdonados!”. Resucitamos a un nuevo comienzo y volvemos a saborear la gratuidad del ser. Nuevamente nos descubrimos decadentes. Experimentamos la muerte en nosotros. Al entregarnos confiados en los brazos del Padre de infinita ternura, resucitamos de nuevo a su amistad y al gusto de existir. En la experiencia del infierno, el purgatorio y del cielo, sufriendo, muriendo y resuci­tando, vamos construyendo nuestro encuentro con Dios.
En todo proceso de verdadera liberación hace­mos la misma experiencia pascual. La búsqueda de una mayor justicia para todos tiene que enfrentar la detracción, la persecución, la tortura y, muchas veces, la muerte violenta. Los sistemas se cierran, sus agentes se muestran represivos y eliminan a los pro­fetas y a los que buscan la liberación de los oprimi­dos. Así como la redención de Cristo no se hizo sin sangre, tampoco la liberación de los oprimidos no se hará sin martirio. Pero estas muertes engendran la victoria infalible de la libertad.
Como decían los antiguos cristianos: “más vale la gloria de una muerte violenta que el gozo de una libertad maldita”. El mártir por la causa de la liber­tad que elige morir libremente, responde a la situa­ción opresora, se hace sacramento de una vida cuya dignidad es más consciente para todos los represo­res. El camino de la cruz sólo aparentemente des­truye al hombre; en realidad lo dignifica y enno­blece; a la luz del misterio pascual de Jesús sabemos que la cruz engendra la resurrección y con ella la victoria plena de la vida y la libertad.
Cada existencia humana por más humilde que sea, está bajo el signo pascual. También ella está llamada a crecer, desarrollarse y madurar ante Dios y ante los hombres. En este proceso experimenta las espinas de la crisis, atraviesa noches oscuras y tene­brosas para poder irrumpir en el grato horizonte de luz que ilumina los rincones de nuestra morada.
Quien valerosamente acepta todo, continúa creyendo y tenazmente alimenta la lumbre de la espe­ranza, encontrará razones para vivir y sabrá también por qué morir. En él la vida es más fuerte que la muerte porque la atravesó y ya la dejó atrás.
Nuestro via crucis guarda una estructura pas­cual. En cada estación se da, en miniatura, la muerte y la resurrección. Así la Vía Sacra de Cristo concreta el paradigma de toda existencia humana en el camino de su personalización.