La función de la ley, de cualquier ley humana, es servir de medio para organizar una convivencia. Si nos referimos a la función de la Ley, con mayúscula, no consiste en salvar sino en convencer a los que están bajo su régimen de que ella también es un medio: la Ley no salva, lo que salva es la promesa hecha realidad en la persona de Jesucristo. También nosotros nos peguntamos muchas veces, ¿para qué tanto afán en vivir desde el miedo la Ley de Dios? Cumpliendo la Ley como un fin estamos muy cerca de aquellos escribas y fariseos. Son muchos, en cambio, los que cumplen con su actitud la ley de Dios en su sentido más cristiano desde la experiencia del Amor. Karl Rahner les llamaba “cristianos anónimos”.
Pero de tanto leer y escuchar el evangelio con la mirada contemporánea, sus historias y personajes acaban por quedarse atrapados en la sociología de aquél momento, alejados de nosotros. Corremos el riesgo de que la verdadera enseñanza cristiana se quede en una caricatura entre manifestaciones de la devoción popular. La actitud de Jesús fue ejemplar en sus conductas combinando audacia y prudencia (que no temeridad ni cobardía) sin atender a cálculos religiosos, políticos ni de seguridad personal.
No nos engañemos, pues los excluidos de ahora serían también los que mejor sintonizarían con Jesús y su Buena Noticia entre incomprensiones socio-históricas y negaciones de todo tipo, empezando porque no conocen la Ley ni la cumplen. Incluso el Papa Francisco gusta a los de fuera, quizá menos a bastantes de casa. Algo parecido le ocurrió a Jesús.
Es necesario volver la mirada a Jesús en nuestra Iglesia para que no sea más importante la institución que el Evangelio. El Plan de Dios y la fe cristiana son mucho más que una adhesión doctrinal, es humanizarse para amar. Esto lo expresa muy bien Adela Cortina, catedrática de Ética, con esta cita a la que me refiero siempre que puedo: “El cristianismo no es una ética de mínimos de justicia, sino una religión de máximos de felicidad. Los mínimos de justicia le parecen irrenunciables, pero tales mínimos no agotan el contenido de la religión cristiana. Sus propuestas no compiten con la ética cívica, sino que la complementan. Mientras que la universalidad de los mínimos de justicia es una universalidad exigible, la de los máximos de felicidad es una universalidad ofertable”. Lo cristiano es un plus sobre la justicia humana exigible.
Sin embargo, muchos católicos, cuando nos miramos con humildad, vemos como estamos intentando todavía aprobar el mínimo ético exigible aunque defendemos la ortodoxia a capa y espada. La cosa es más seria en palabras de Martin Luther King: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética; lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”.