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domingo, 20 de noviembre de 2011

Carta abierta a José Antonio Pagola:Epataste al cerril agnóstico que me acompañaba, mi marido


Feli Alonso Curiel

“Te viví como una estampa evangélica”
Agur Jauna: Es el saludo que tú te mereces, un saludo que sólo se da a los grandes hombres en esta tierra donde naciste. Bien quisiera dirigirme a ti en tu idioma materno para que cada palabra escrita por mí, con sencillez, cariño y respeto retumbase con más fuerza en todo tu corazón, en todo tu ser, en toda tu mente. También pedirte perdón por tutearte, pero me resulta imposible comunicarme a corazón abierto con un mayestático usted.
Tú, presbítero, ex vicario, profesor y mayor en edad; yo, una laica, madre, y según dicen las “buenas lenguas” que me quieren, hasta algo teóloga. Lo que nos separa es una minucia comparado con la urdimbre que nos une: una fe en el Dios de Jesús, un anhelo empecinado en vivir según el Jesús de Dios, una alegría al contemplar el aleteo nervioso de la paloma de Paz en esta bendita tierra que tanto se la merece y, por último, un amor dolorido a esta iglesia a la que todos tratamos de apuntalar desde fachadas distintas, aun corriendo el riesgo de que, en nuestro celo de obreros de la mies, arpemos hasta su mismísima piedra angular, Jesús el Cristo.
Pasan los días y mi memoria deja escurrir el recuerdo exacto de tus palabras en el Foro de Encrucillada. Tú eres más que tus ipsissima verba de aquella mañana santiaguesa; como también lo fue Jesús. De mi carencia hago virtud y libertad. Libertad empática para hablar de ti desde ese encuentro que se dio, y que desconoces: tú, desde la palestra del Foro; yo, desde una cómoda butaca. Nos unía el cordón umbilical de nuestra fe, aunque también es verdad que epataste al cerril agnóstico que me acompañaba, mi marido.
El mar bate con fuerza la roca hasta transformarla en arena. El mar de tu persona me batió por completo. Escucharte, provocó en mí una catarsis de pensamientos, imágenes y preguntas que, ahora, al igual que muchas de tus palabras no logro rescatar. Mis ojos y oídos eran creyentes, y sin remisión hice mía la frase de los vecinos de la samaritana que, exultantes le dijeron a ésta cuando proclamaron su fe en Jesús: “Ahora ya lo hemos escuchado nosotros” . No era necesario que ella hablase.
Ya no necesitaba que otros me hablasen de ti en sus escritos, lo veía con mis propios ojos de la fe. Andrés te presentó como un profeta, como un Siervo de Yahvé. Yo te viví como una estampa evangélica.
Cada mañana, al levantarse, nos decía tu compañero y amigo Andrés, se pregunta por qué te tildan de socavar el Jesús de los Evangelios. Otros, al anochecer, recreamos en nuestra oración a ese Jesús al que has dejado hablar en tu libro. Solo has hecho eso, José Antonio, dejar que Él nos hable. Tú has sido un sencillo instrumento en sus manos. Lo demás queda en las “manos mentales” de quien se acerque a tu obra. Unos verán en tu libro el “dedo de Dios”, como aquellos que creyeron en Él; otros verán entre sus páginas el “dedo de Belzebú”, como los que te condenan inmisericordiamente.
Los porqués de ese acoso y derribo solo se encuentran en sus razones aviesas. “La razón de la sinrazón que a su razón se hace, de tal manera su razón enflaquece, que con razón se quejan de la hermosura de tu libro”. La cita del Quijote, adaptada para tu situación me sirve para decir con elegancia lo que pienso sobre ellos. Razones güeras, vacías, barnizadas de fe inmaculada y responsabilidad del depósito de la fe ante la historia.
En un futuro próximo de la iglesia, el Angelus Novus del pintor Klee, echará su mirada hacia el pasado eclesial, el que vivimos tú y yo, contemplando los desastres, los escombros amontonados, las víctimas causadas por su huracanado celo eclesial. Uso esta imagen pictórica no sólo pensando en ti y en otros teólogos defenestrados cuyos nombres salen en la prensa. Otros nombres cristianos nunca saldrán en los medios de comunicación. Sólo saben de su desgarro sus próximos. Haberlos, hailos entre el clero, religiosos y religiosas, laicos y laicas, silentes desasosegados, gente que no concilia comunión eclesial con obediencia ciega. Este huracanado celo arrambla con todo porque es de la misma naturaleza de quien lo engendró.
Al escucharte contemplaba tu rostro sereno, pero incapaz de sonreír. Fue algo que me impactó. Nada que ver con aquel rostro risueño de hace años cuando te escuché en la parroquia del Carmen de Bilbao. Estudiaba primero de teología. Tu nombre lo relacionaba con noticias sobre el sempiterno problema vasco. Me habían hablado muy bien de ti como teólogo y hasta allí fueron mis pasos. Me gustó tu ponencia. Eras un hombre de Dios, un hombre bueno. Fuiste crítico con la jerarquía, pero una crítica ejercida con cautela de quien sabe que hay que nadar y guardar la ropa. Una idea fue constante en tu charla: la necesidad de estar cerca y escuchar al que sufre y al que tiene dudas de fe. El rostro del otro, decías.
Después, supe quién fue Lévinas y lo que quiso decir con esta expresión. Me la apropié mientras te escuchaba en el Foro. Tu rostro estoico, virilmente serio, delataba las huellas de tu dolor. Un dolor que te permite hablar con la libertad que da la autoridad del sufrimiento. Alguien te preguntó en el Foro qué experiencia tenías en estos momentos de Dios. Con una humildad que desgarró el velo del “templo del Foro”, dijiste: la del silencio de Dios. Creo que se nos cortó la respiración a todos. Sí. Te escuchaba y, al tiempo, trataba de meterme en tu psicología de hombre baqueteado por la iglesia en la que crees y a la que amas y pensaba cuántas veces habrás identificado a personas concretas con personajes del propio evangelio. Muy ignaciano, según creo.
Cuántos Pedros habrá habido en estos años, cuántos Nicodemos que te apoyan a escondidas, cuántos “discípulos amados” que no lo fueron tanto con el correr de los años y de su carrera eclesial. Con cada zarpazo contra tu libro, te habrás preguntado que quién ha pecado si tú o tu libro. En cada girón de tu alma cristiana te aferrarías, buscando sentido a tu dolor a esa frase misericordiosa de Jesús ante la sinrazón de su sufrimiento y que tantos cristianos han tenido que llorar alguna vez: “Parde, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc,23,34).
La carta de Feli Alonso, con las ponencias del Foro, será publicada en el próximo número de la revista Encrucillada.