FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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COLEGIO SALESIANO - SALESIAR IKASTETXEA

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ATALAYA

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jueves, 4 de diciembre de 2014

Algunos apuntes sobre desobediencia civil Jose Maria Segura

Cristianismo y Justicia

En estos días es frecuente ver que en los medios de comunicación y en las redes sociales, se utiliza el término “desobediencia civil” para designar distintos tipos de reivindicaciones no violentas. La expresión suscita debate incluso entre ámbitos académicos. Con ánimo de iniciar una conversación, aporto una definición y un resumen de las condiciones o requisitos que un conjunto de autores piden a un acto para que sea considerado de desobediencia civil.··· Ver noticia ···

El arzobispo de Madrid visitó el sábado el poblado chabolista, junto a Javier Baeza Jesús Bastante

 Religión Digital


Osoro se “embarró” en El Gallinero
Durante dos horas y media, en mitad del aguacero, “el peregrino” bajó a los infiernos de la capital
“¿Entonces tú eres el Papa?”. Empapado hasta las orejas, con la sotana y los zapatos embarrados, Carlos Osoro no pudo menos que sonreir. “No, no lo soy, pero si quieres puedo ser tu amigo. Me llamo Carlos, ¿y tú?”. El arzobispo de Madrid se “embarró” este sábado para visitar a los mas pobres de entre los pobres de la capital, los habitantes del poblado de El Gallinero, con quienes compartió más de dos horas y media en una experiencia que, como comentó después a RD, “me ha dejado tocado”.··· Ver noticia

Maranatha José Arregui, teólogo

 Fe adulta


Tras la muerte de Jesús, el atrevido profeta judío de la compasión subversiva, las primeras comunidades cristianas de Palestina lo invocaban con esa palabra aramea formada de dos: “Marana, tha”. Ven, Señor. Y mientras repetían con ardor esta sencilla invocación, se les llenaba el pecho de consuelo y fortaleza para seguir esperando, practicando la esperanza, anticipando su cumplimiento. 

Tras la muerte de Jesús, el atrevido profeta judío de la compasión subversiva, las primeras comunidades cristianas de Palestina lo invocaban con esa palabra aramea formada de dos: "Marana, tha". Ven, Señor. Y mientras repetían con ardor esta sencilla invocación, se les llenaba el pecho de consuelo y fortaleza para seguir esperando, practicando la esperanza, anticipando su cumplimiento.
Pensaban que Jesús, mártir de su bondad rebelde y sanadora, había sido arrebatado por Dios hasta el cielo junto a sí -esas cosas pensaban entonces- y que pronto, muy pronto, volvería del cielo a la tierra para cumplir de una vez para siempre aquella esperanza que había anunciado y que había sido la razón de su condena: el "reino de Dios" o la liberación de todos los seres, el fin de toda opresión, el levantamiento de todas las condenas y una gran mesa compartida llena de pan y de vino.
Al retorno esperado de Jesús lo llamaron en griego Parusía o Epifanía, en latín Adventus. Son los términos -presencia, manifestación, venida- con que en el imperio romano designaban las raras visitas del emperador a alguna ciudad o rincón del imperio. Pero los cristianos invocaban a Jesús como el anti-emperador. Lo invocaban con el corazón y lo hacían presente en la vida. Todo se llenaba de luz y de presencia, transformándolo todo.
Nosotros no esperamos que Jesús vuelva, pues nunca se fue. Ni que venga del cielo, pues el cielo es en todas partes. Ni que Dios lo envíe, porque Dios es Todo en todo, o está en camino de serlo. Ya no podemos creer como ellos, pero amamos y confiamos como ellos. Su mismo ardor nos inspira, su misma esperanza nos alienta. No habrá fin del mundo, pues el universo puede ser eterno. Pero hay un mundo que debe acabar: este mundo aplastado por Mamón, el Capital o el Mercado. Hay una eternidad que debemos inaugurar cada día, en cada instante: la eternidad de la vida buena, justa y dichosa. No es verdad que "hay lo que hay". No nos harán creer que otro mundo no es posible. Esperar es transformar este mundo en otro mundo humano, fraterno, y mucho más feliz. Esperar es reformar lo que impide vivir, como respirar es nutrir todas las células del cuerpo. Si esperamos, podemos. Maranatha.
Todo es permanente Adviento, transformación, movimiento. Espacio en expansión, galaxias inmensas, estrellas que parecen tan quietas, planetas, aire y fuego, nubes y mares, moléculas, átomos y electrones, partículas y ondas y todo lo que no conocemos, que es casi todo... ¿Qué es lo que mueve esa energía que lo mueve todo, sino el santo Espíritu, impulso viviente de toda la santa materia espiritual? ¿Qué es Dios sino este Adviento y Presencia que es y que viene, Calma viviente, Corazón latiente en el que somos y respiramos?
Respiremos. Maranatha. Hoy empezamos los cristianos cuatro semanas que llamamos de Adviento. Hacemos nuestros los anuncios y figuras de los profetas de Israel. Más allá de creencias y ritos, vamos en busca del glorioso advenimiento de un mundo nuevo. Que todos los seres humanos, del norte y del sur, caminemos unidos, sintiéndonos hermanos de todos los seres. Que ningún ser humano sea aplastado, tampoco un gusanillo. Que no alce la espada pueblo contra pueblo, que nadie se adiestre para la guerra. Que la tierra sea lavada de la sangre inocente derramada y habite el lobo con el cordero. Que la justicia sea el árbitro de las naciones, que ningún pobre sea vendido por un par de sandalias, que no haya daño ni estrago en la tierra. Que la bondad nos conmueva más que ninguna amenaza, que miremos la herida más que la culpa y la mirada cure al herido, transforme al violento, convierta al corrupto. Que la justicia llene la tierra como las aguas colman el mar. Que la justicia y la paz se besen.
El tiempo urge, pero la paz nos sostiene, a la vez que nos empuja. La paz contigo, hermana. Y contigo, hermano. Maranatha. El mundo que esperamos está viniendo, es adviento. Paso a paso, latido a latido lo hacemos llegar.

José Arregi

•Domingo 7 de Diciembre, 2º de adviento: Confesar nuestros pecados José Antonio Pagola

«Comienza la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios». Este es el inicio solemne y gozoso del evangelio de Marcos. Pero, a continuación, de manera abrupta y sin advertencia alguna, comienza a hablar de la urgente conversión que necesita vivir todo el pueblo para acoger a su Mesías y Señor.
En el desierto aparece un profeta diferente. Viene a «preparar el camino del Señor». Este es su gran servicio a Jesús. Su llamada no se dirige solo a la conciencia individual de cada uno. Lo que busca Juan va más allá de la conversión moral de cada persona. Se trata de «preparar el camino del Señor», un camino concreto y bien definido, el camino que va a seguir Jesús defraudando las expectativas convencionales de muchos.
La reacción del pueblo es conmovedora. Según el evangelista, dejan Judea y Jerusalén y marchan al «desierto» para escuchar la voz que los llama. El desierto les recuerda su antigua fidelidad a Dios, su amigo y aliado, pero, sobre todo, es el mejor lugar para escuchar la llamada a la conversión.
Allí el pueblo toma conciencia de la situación en que viven; experimentan la necesidad de cambiar; reconocen sus pecados sin echarse las culpas unos a otros; sienten necesidad de salvación. Según Marcos, «confesaban sus pecados» y Juan «los bautizaba».
La conversión que necesita nuestro modo de vivir el cristianismo no se puede improvisar. Requiere un tiempo largo de recogimiento y trabajo interior. Pasarán años hasta que hagamos más verdad en la Iglesia y reconozcamos la conversión que necesitamos para acoger más fielmente a Jesucristo en el centro de nuestro cristianismo.
Esta puede ser hoy nuestra tentación. No ir al «desierto». Eludir la necesidad de conversión. No escuchar ninguna voz que nos invite a cambiar. Distraernos con cualquier cosa, para olvidar nuestros miedos y disimular nuestra falta de coraje para acoger la verdad de Jesucristo.
La imagen del pueblo judío «confesando sus pecados» es admirable. ¿No necesitamos los cristianos de hoy hacer un examen de conciencia colectivo, a todos los niveles, para reconocer nuestros errores y pecados? Sin este reconocimiento, ¿es posible «preparar el camino del Señor»?
José Antonio Pagola

2 Domingo de Adviento - B
(Marcos 1,1-8) 

Contra la pederastia José M. Castillo, teólogo



Fuente: Teología sin censura
Es evidente que la Iglesia ha dado pasos de gigante, durante el pontificado de los dos últimos papas (Benedicto XVI y Francisco), en la defensa de las víctimas de los delitos de pederastia. Y sabemos que estos pasos han sido decisivos cuando los delincuentes son clérigos. Reconocer la gravedad de los hechos, pedir perdón públicamente por semejantes delitos y, lo que es más fuerte, denunciar a los responsables ante la justicia, todo eso era sencillamente inimaginable hace pocos años.

Pero, aun reconociendo la transparencia y la valentía de los dos últimos pontífices en este orden de cosas, todavía hay que preguntarse: al tratarse de casos de tanta gravedad, ¿se ha hecho todo lo que se tendría que hacer? Planteo esta pregunta por dos razones: 1) Porque un menor de edad, que sufre una agresión así, tan humillante y tan honda, es una criatura que queda destrozada en su intimidad secreta para mucho tiempo, quizá para siempre, porque arrastra una herida que seguramente nunca va a cicatrizar en él. 2) Porque pederastas no son sólo los curas. Pederastas hay por todas partes y son muchos más de los que imaginamos. Son individuos que destrozan vidas. Unas vidas que quizá nunca más se recuperan. Y es evidente que, si la Iglesia se muestra de verdad intransigente en este asunto, con ello beneficia sobre todo a quienes sufren las agresiones, vengan de donde vengan. Y es urgente que las autoridades competentes en el tema, tomen conciencia de la gravedad de lo que está ocurriendo. Quienes roban niños para venderlos a la prostitución infantil organizada, quienes mantienen redes de pederastia en la red, quienes viajan a países lejanos para poder disfrutar de forma repugnante abusando de criaturas inocentes, tendrían que pagarlo muy caro. Lo que pasa es que, como las víctimas son seres inocentes, débiles e indefensos, eso, aunque sabemos que se toman medidas para impedirlo, tampoco parece que sea demasiado preocupante para los poderes públicos que podrían y tendrían que castigarlo con mayor severidad.
Por todo esto, vuelve mi pregunta: sólo con pedir perdón a las víctimas y a sus familias, sólo con denunciar los casos en el juzgado de guardia, ¿solamente con eso hace la Iglesia lo que tendría que hacer?
Respondo a esta pregunta recordando lo que fue la práctica de la Iglesia, que sepamos con seguridad, desde el s. III hasta comienzos del s. XIII, es decir, durante más nueve siglos. Y, por cierto, una práctica que se refería en concreto (entre otras cosas) a los pecados y delitos que los eclesiásticos pudieran cometer en materia de sexo. Me refiero a la práctica que consistía en que los clérigos, incluidos los obispos, que cometían determinadas faltas, eran castigados con la expulsión del clero o del ministerio que ejercían. Este asunto ha sido ampliamente analizado por estudiosos del tema, tanto en el caso de la Iglesia latina como de las Iglesias orientales (C. Vogel, P. M. Seriki, E. Herman, P. Hinschius, F. Kober, K, Hofmann, J. M. Castillo).
Las conclusiones seguras a las que se ha llegado en el estudio de este problema son las siguientes:

1. En la Iglesia latina antigua, hasta finales del s. XII, existía la secularización de obispos y sacerdotes. Esta secularización llevaba consigo, en numerosos casos, la pérdida del orden recibido, de tal manera que el sujeto en cuestión volvía a la condición de laico. Es decir, dejaba de ser obispo, presbítero, diácono…. Los términos que utilizaban los abundantes documentos de papas, concilios y sínodos no admiten otra lectura, sino la supresión y la anulación del orden, los poderes y dignidades, que el sujeto había recibido mediante la ordenación. La fórmula, que solían utilizar los cánones, es conocida: “laica communione contentus”. El sujeto quedaba reducido a vivir la comunión en la Iglesia como laico.
2. De lo dicho se desprende obviamente que, hasta finales del s. XII, no existió en la Iglesia una doctrina sobre el “carácter indeleble”, como realidad ontológica que configura, de una vez para siempre, al sujeto que ha recibido la ordenación. Se sabe con seguridad que fue, precisamente a partir de la segunda mitad del s. XII, cuando los teólogos elaboraron las primeras teorías sobre el “carácter sacramental”. Teorías que siempre han sido objeto de discusión y sobre cuya autoridad como “dogmas de fe” nunca la Iglesia se ha impuesto. Ni siquiera en la Ses. VII del concilio de Trento, en el que el “anathema” del concilio no tiene valor dogmático, cosa que queda patente analizando las Actas de Trento. Por tanto, hay tres sacramentos (bautismo, confirmación, orden) que imprimen carácter. Pero nunca se ha definido, como dogma de fe, en qué consiste eso. Por lo demás, en este asunto no cabe echar mano del texto de la carta a los Hebreos (5, 5-6) en el que se habla del “sacerdocio eterno según el orden de Melquisedeq”. Ese texto (Gen 14, 18-20; Heb 7, 1-3) es simplemente una prefiguración del Cristo glorioso. Pero no se refiere para nada al ministerio eclesiástico (cf. A. Vanhoye).

3. Una diferencia, sin embargo, se establecía, por lo general, entre el clérigo secularizado y el laico: si el clérigo era readmitido alguna vez al ministerio, no necesitaba ser ordenado de nuevo. Aunque había casos en que se le volvía a ordenar. Probablemente a partir de esta praxis evolucionó, más tarde, la doctrina sobre el “carácter” y sus consecuencias.
4. La pérdida de la cualidad de clérigo era siempre consecuencia de una sanción. Lo cual quiere decir lógicamente que había determinados comportamientos que se consideraban incompatibles con el ministerio eclesial. Pero, más en el fondo, todo esto significa que el ministerio ordenado era visto como una realidad funcional, es decir, existía en función del bien a la comunidad de los fieles. De tal manera que si este bien se veía seriamente amenazado, el ministerio dejaba de existir, en los casos establecidos en la legislación de los sínodos y concilios.
5. El centro de la vida de la Iglesia no estaba en los obispos y los sacerdotes, en sus poderes, sus privilegios y sus intereses. El centro de la vida de la Iglesia estaba en la comunidad que había aceptado el sujeto y para la que el sujeto era ordenado. Por eso, las llamadas “ordenaciones absolutas” eran inválidas (Calcedonia, can. 6) (año 451). Tales ordenaciones eran las que recibía un sujeto que no era ordenado “para una comunidad concreta”. Y aceptado por dicha comunidad (E. Schillebeeckx). Por eso, si un obispo o un sacerdote escandalizaba o dañaba a la comunidad, era expulsado del clero y perdía el ministerio recibido en la ordenación.
¿Se puede decir que esta forma de proceder dañaba el “principio misericordia” (J. Sobrino) que debe ser determinante en la vida de los cristianos y de la Iglesia? Por supuesto, la misericordia se debe tener con los obispos y con los sacerdotes. Pero, si somos fieles al Evangelio, ¿no debe prevalecer la misericordia con los pequeños, con los niños y los menores, con los débiles y los indefensos? Por lo demás, si en una institución (sea del tipo que sea) ve que uno de sus funcionarios daña gravemente los fines para los que la institución fue creada, ¿no es lógico, justo y necesario que a ese funcionario se le expulse de la institución y así se impida que siga haciendo daño? Esto es lo que se hace en las empresas y en los organismos públicos. ¿Y por qué no se va a hacer igualmente en la Iglesia? Si un sujeto “ordenado” (de lo que sea) hace daño a la Iglesia, a la fe y a la buena convivencia en la sociedad, ¿por qué no se le expulsa, como se hace en todas partes, y que se busque la vida como pueda, cosa que le ocurre a tanta gente? A mí me parece que la “seguridad” en las ordenaciones y los cargos eclesiásticos es un principio determinante de la “corrupción” o, al menos, de la “frivolidad” con que, a veces, se procede en los ambientes clericales. El día que seamos más valientes y más libres en este orden de cosas, ese día empezaremos a ser consecuentes con el Evangelio y con la misma Iglesia.