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ATALAYA

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sábado, 19 de noviembre de 2016

RELIGIÓN, POLÍTICA Y ECUMENISMO

col otalora

La dicotomía entre religión y política es uno de los temas más espinosos entre los seguidores de Cristo, católicos o no, que lo entienden de manera diferente. Quizá lo que deberíamos matizar de entrada es el concepto "política", ya que una cosa es la política partidista como ejercicio necesario para la gobernabilidad de un país, y otra muy diferente la llamada denuncia profética de las injusticias ante las que un seguidor de Cristo no puede quedarse indiferente, o lo que sería peor, directamente cómplice.
Jesús de Nazaret entró de lleno en esta segunda categoría de política hasta el punto de que lo mataron porque llegó demasiado lejos con su ejemplo. Y sus seguidores más directos hicieron exactamente lo mismo. Ninguno entendía nada de la política convencional de alianzas estratégicas ni de espacios de poder o estaban capacitados para administrar el funcionamiento del día a día en lo que los romanos llamaban res pública. Pero no dejaron de incomodar a las autoridades judías por sus graves inconsecuencias hasta convertirse en una molestia peligrosa para los dirigentes romanos. Su fruto enorme se basó en que su coherencia estuvo a la altura de sus convicciones llegando a convertirse en el referente para todas las generaciones posteriores.
La iglesia de Cristo se ha metido en política en ambas direcciones. Muchos profetas y comunidades enteras han mantenido su coherencia en la fe, la esperanza y el amor a pesar de los peores pesares. Las mayores matanzas y persecuciones de la historia a los seguidores de Cristo se están dando ahora mismo, sin que muchos creyentes en la fe de Jesús apenas levantemos la voz en el Primer Mundo. Pero la Iglesia Pueblo de Dios se ha organizado en la Iglesia institución a medida que ha ido creciendo y a partir de ahí hemos llegado a cohabitar espacios de poder en los que nunca debimos estar, propiciando guerras de religiones hasta romper violentamente la unidad de los cristianos amenazando con la cruz a los contrarios: católicos y protestantes son la realidad más significativa de lo que comento, donde la religión y la política han cohabitado en ambos casos con el poder mundano de manera muy poco evangélica.
De repente, el Papa Francisco nos sorprende una vez más con la mejor política posible: el impulso para la reconciliación entre católicos y luteranos. No se habla de unidad de las iglesias sino de reconciliación, que es mucho más importante, estando cerca, al parecer, la rehabilitación de Martín Lutero al que Francisco tilda de "reformador en un tiempo en el que la Iglesia no era un modelo a imitar: había corrupción, mundanismo, el apego a la riqueza y el poder". Y apostilla que "las intenciones de Martín Lutero no estaban erradas, no fue un hereje y su gesto de la Dieta de Worms fue necesario". Le faltó decir que hizo política profética dentro de la Iglesia. Pero a aquella pluralidad de carismas y de miserias humanas le faltó humildad y escucha para gestionarlas propiciando una espiral que luego fue imposible de controlar hasta convertir a Dios en un patrimonio excluyente de cada uno de los bandos.
La realidad es que Lutero no quería dividir la Iglesia sino reformarla, aunque él tampoco fuera un ejemplo de diplomacia ante la simonía generalizada y corrupciones varias que nadie trataba siquiera de ocultar. Pero al final, se impuso la peor de las políticas con la peor de las religiones: violencia doctrinal que derivó en la física hasta el punto de que los principales gobiernos europeos se pusieron a guerrear entre ellos por asuntos de religión. Eso sí que fue una pésima política religiosa.
Volviendo al presente, algunos se afanan en que sus oraciones les den fuerzas para trabajar juntos en la gran tarea del Reino para ser profetas de la coherencia amorosa de Cristo con los que necesitan urgentemente de ayuda, en común unión con todos los que participan de esta sensibilidad ante el dolor humano. Otros, en cambio, ante la mera posibilidad de que exista una confesión mutua al mismo Dios sin descartar que la intercomunión pueda hacerse realidad (es decir, la participación común en la eucaristía entre cristianos cuyas iglesias no están en comunión entre sí) amenazan con otro cisma si esto se produce.
De la misma manera que la denuncia profética es la política evangélica a seguir, no es menos cierto que la reconciliación en clave de sanación con la humildad y el reconocimiento mutuo de aciertos y errores es esencial porque son gestos proféticos. Como afirma el cardenal Kasper refiriéndose a Lutero, el Evangelio es la fuente de la doctrina y la caridad es la fuente de la vida moral.
En definitiva, la mejor política evangélica pasa, en el caso del ecumenismo, por un verdadero trabajo en común en lo esencial. Unidad no es necesariamente uniformidad. De lo contrario, todos seríamos de la misma altura, con igual color de piel, el mismo idioma y parejos gustos y sensaciones. La unidad en lo esencial está en el Amor Dios, con todo lo que supone amar de verdad para un cristiano, sea católico, ortodoxo o reformador. Y es aquí donde no podemos despistarnos como Iglesia por más tiempo.

Gabriel Mª Otalora
Eclesalia

Para tranquilidad de los cardenales inquietos con el tema de la indisolubilidad del matrimonio

José Mª Castillo, teólogo

Teología sin censura
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Se habla estos días de algunos cardenales que andan inquietos con la posible permisividad del Papa Francisco, cuando se trata de tolerar que las personas casadas, divorciadas, y vueltas a casar, puedan recibir la sagrada comunión. ¿Puede permitir eso el Papa?
Por si ayuda a esos cardenales, y a otras muchas personas, para tener más datos sobre este asunto, me ha parecido que puede ser útil recordar lo siguiente: La Iglesia, durante siglos, admitió el divorcio en determinados casos.
Por ejemplo, el Papa Gregorio II, en el año 726, respondió a una consulta, que le hizo el obispo San Bonifacio: ¿Qué debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como consecuencia no puede darle el débito conyugal? Respuesta del Papa: “Sería bueno que todo siguiese igual y se diese (el marido) a la continencia. Pero como eso es de hombres grandes, el que no se pueda contener, que vuelva a casarse, pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no ha quedado excluida por culpa detestable” (PL 89, 525).
Vendrá bien tener presente que esta práctica estuvo en vigor durante siglos, ya que en el s. XI la vuelve a repetir el “Decreto de Graciano” (cf. J. Gaudemet, “El vínculo matrimonial: incertidumbre en la Alta Edad Media”, recogido por R. Metz – J. Schlick, “Matrimonio y Divorcio”, Salamanca, 1974, 102-103). Es importante, en este asunto, el estudio de M. Sotomayor, “Tradición de la Iglesia con respecto al divorcio- Notas históricas: Proyección 28 (1981) 55.
Además, que el divorcio era una práctica admitida en aquellos siglos, consta claramente por una respuesta del Papa Inocencio I a Probo (PL 20, 602-603). Y todavía, otro dato: en el s. VIII, se sabe con seguridad que el Derecho Eclesiástico Bizantino, tal como lo testifica León el Isáurico, indica una serie de casos (y circunstancias) en los que la Iglesia admitía sin dificultad la separación matrimonial de los esposos (Ennio Cortese, “Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale”, Roma 2008, 173-175).
Es verdad que el Concilio de Trento, en la Ses. 24, can. 5, anatematiza a quien diga que “el vínculo del matrimonio puede disolverse” (DH 1805). Pero, cuando se habla de “anatemas”, en la doctrina de Trento, es capital tener en cuenta que eso no significa nada más que una decisión disciplinar. No se trata de una cuestión dogmática, como ya analizó minuciosamente y con toda la documentación pertinente el Prof. P. F. Fransen, coincidiendo con el estudio magistral de A. Lang (cf. MTZ 4 (1953) 133-146.
Y, sobre todo, se sabe que ningún documento doctrinal del Magisterio de la Iglesia ha definido, como “doctrina de Fe divina y católica”, la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Por tanto, todo lo que se habla sobre este asunto pertenece al ámbito de lo disciplinar, no de lo dogmático.
Si la Iglesia, durante muchos siglos, admitió sin problemas que toquen a su fe la posibilidad de disolución del matrimonio, en casos justificados, corresponde a la potestad disciplinar del Papa decidir si las personas divorciadas, y vueltas a casar, pueden o no pueden comulgar. No hay razones, por tanto, para angustiarse por la decisión que haya tomado, o pueda tomar, el Romano Pontífice