No
me refiero a si podemos esperar algo que desearíamos que suceda.
Esperar no es estar a la espera. Tampoco me refiero a si tenemos razones
para esperar. No necesitamos razones para esperar. Necesitamos esperar
sin razones, como respiramos, como vivimos. Una flor no se abre ni
exhala su perfume por algo exterior, sino por sí misma, por su propia
razón de ser, por la misteriosa ley de la vida, con sus propios motivos y
fines. Así es todo el universo, y es todo el universo el que se mueve
en cada vida.
Nadie ama de verdad porque se lo manden
desde fuera, como nadie vive o respira por convicciones ni por motivos
extraños a la propia vida, al propio aliento vital. El amor, el aliento,
la vida nos mueven por dentro. Un impulso misterioso nos abre y nos
atrae, nos empuja a ser, a vivir. Ser significa inter-ser. Vivir
significa con-vivir. Basta que el impulso esté vivo y nos dejemos
llevar. Amamos porque amamos, respiramos porque respiramos, vivimos
porque vivimos. Entonces nos sentimos libres y plenos.
Nadie espera verdaderamente por razones externas: porque Dios exista o
porque haya impuesto leyes o hecho promesas, o porque Jesús haya
resucitado y corroborado la fe en la vida eterna después de la muerte. Ésas son creencias, y cambian con los tiempos y las culturas.
Las creencias, como las leyes, pueden ayudar a sostener la esperanza,
pero no la suscitan, no son su fuente. La esperanza verdadera, como la
fe auténtica, no depende de creencias y de normas. Esperar es una forma
de vivir. Esperar es ser fiel al dinamismo profundo de la vida, dejarse
llevar simplemente por el espíritu que nos habita. El Espíritu universal
que todo lo une y libera, que todo lo mueve y atrae. Esperar es vivir
en respiro y respeto, en libertad y comunión. Esperar es simplemente
vivir, dejarse llevar por la secreta ley o, más bien, por el Espíritu de
la vida.
Lo expresa muy bien
el relato bíblico de la creación, una bella metáfora de la esperanza
como energía vital que lo recorre todo y de la esperanza como manera de
vivir que lo transforma todo. El relato del Génesis no expone motivos
para seguir esperando, sino que nos abre los ojos
al movimiento que mueve la creación entera que está creándose, que gime
y goza, buscando el Sábado del descanso. Es la esperanza de la creación
que nos mueve a todos los seres.
“Al principio creó Dios el cielo y la Tierra” (Gn 1,1). “Al
principio” no se refiere a un tiempo pasado, al comienzo temporal
absoluto del mundo, que
no sabemos ni si existió. Se refiere más bien al fundamento y la fuente
permanente del ser y de la vida. La creación no tuvo lugar en algún
pasado remoto, sino que está teniendo lugar hoy, aquí, ahora. La
creación está en permanente acto, está teniendo lugar sin cesar.
Cada día es el primer día de la creación. Cada instante es el
principio. Estamos siendo creados. No estamos acabados y abandonados, no
estamos condenados a un plan predeterminado y frío. La creación está
dándose y renovándose en cada instante, y una Energía profunda y buena
nos acompaña, anima y mueve. En tiempos de desesperanza es bueno
recordar y decirnos: “Somos criaturas, estamos siendo amorosamente
creados e impulsados a crear. Hay esperanza”.
“El Espíritu aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,1). “Aleteaba” puede
traducirse también por “vibraba”. Todo vibra en el universo: vibran las
partículas y vibran los átomos, vibran las estrellas y vibran las
galaxias, vibran el canto y la danza. Cada sonido es vibración y también
el silencio es vibración. Dicen que el Big Bang surgió de la vibración
del vacío cuántico. No entiendo lo que eso pueda ser, pero sí entiendo
que el corazón de cada ser, pequeño o grande, piedra, planta o animal
está vibrando. La vida es vibración.
El Espíritu que aleteaba sobre las aguas es la imagen de la vibración
divina que habita y mueve en el corazón de cuanto existe. El Espíritu
es la respiración universal. Todo respira, y es el Espíritu divino el
que respira en todo, también en el fondo de eso que llamamos materia y
que consideramos equivocadamente algo inerte y estático. No hay ninguna
oposición entre lo que llamamos materia y lo que llamamos espíritu, pues
la materia es una forma de la realidad, la matriz o el soporte de todo
ser viviente, sintiente, pensante, consciente, y el espíritu es otra
forma de la realidad, la manifestación o la emergencia consciente del
soporte que llamamos materia y que, en última instancia, es energía.
Todo es energía, movimiento, relación, y de ahí brotan maravillosamente todas las formas de todos los
seres, como de una misteriosa matriz materna. “El Espíritu –o la Ruah,
femenina en hebreo– que aleteaba sobre las aguas” es una bella imagen de
la matriz o del útero originario fecundo de todo cuanto es. Cuanto
existe es amorosamente acogido, fecundado, gestado, portado en ese
cálido útero que podemos llamar divino: “Dios”.
Mirar de este modo la realidad nos mueve a confiar, esperar,
respirar. Mirémosla así: la realidad entera alentada y sin cesar
fecundada por el Espíritu materno; la realidad entera cargada de
infinitas nuevas posibilidades, cargada de Infinito. Podemos esperar.