Ciento cincuenta mil son los mártires republicanos que esperan en las
cunetas de las carreteras, en las fosas comunes de los cementerios, en
los bosques y los huertos familiares, a que la Iglesia católica los
reconozca como tales. Nosotros no tenemos quinientos veinte mártires,
nosotros tenemos cientos de miles. Porque los asesinatos “legales”,
aquellos que juzgaron los infames consejos de guerra franquistas y
ultimaron los pelotones de fusilamiento y los verdugos, son doscientos
cincuenta mil. España es el país, después de Camboya, que tiene más
desaparecidos en proporción a su población.
Cuando el Papa apoya a esa Iglesia que
se atreve a beatificar a “sus mártires” porque eran católicos muertos
por su fe, sin rendir homenaje, ni aún mencionar, a todos los
otros mártires que fueron asesinados por su fe republicana en el
progreso, en la paz y la concordia entre los españoles, está alineándose
una vez más con los fascistas vencedores de la Guerra Civil española.
Las esperanzas que algunos depositaron en el papa Francisco como
dirigente moderno de la Iglesia, haciendo publicidad de su modesto
alojamiento en un convento y de su transporte en un automóvil vulgar,
volcado a los discursos sobre la pobreza y los emigrantes, quedan bastante empañadas ante esta última actuación papal hacia España.
Quizá este Papa de los pobres no sepa que la mayoría de los asesinados por falangistas, guardias civiles,
alcaldes fascistas, policías nacionales y verdugos eran pobres, porque
eran campesinos, obreros, empleados, maestros, profesores, alcaldes
republicanos. A los ricos el franquismo no les persiguió. Las víctimas
eran hombres y mujeres que lucharon por sacar a España del atraso
secular en que estaba sumida gracias a las monarquías que la habían
esquilmado. Hombres y mujeres que eran líderes sindicales del campo y de
la industria, representantes políticos de los partidos republicanos,
intelectuales y científicos, muchos simplemente liberales y moderados,
porque bolcheviques había muy pocos.
Quizá este Papa que exalta la valentía de los mártires de su Iglesia
no sepa de la valentía de los mártires republicanos, que en condiciones
de pobreza, como vivía la mayor parte de la población española,
dedicaron los mejores años de
su juventud y de su vida a redimir del analfabetismo a los niños y a los
adultos de su país, a curar a los enfermos, a intentar redistribuir la
riqueza que detentaban en exclusiva los caciques y los capitalistas,
invirtiendo en esta tarea sus pocas horas de ocio y todos sus recursos humanos y materiales.
Quizá este Papa que beatifica a los que murieron por dar testimonio
de su fe, no sepa que los fascistas mataron a los masones por dar
testimonio de sus creencias, a los socialistas por dar testimonio de sus
propósitos de lograr algo de igualdad entre todos los ciudadanos, a los
comunistas por dar testimonio de su empeño en lograr el reparto de la
riqueza, a los nacionalistas por dar testimonio de sus demandas de
autonomía, a los anarquistas por dar testimonio de su defensa de los
trabajadores, a las feministas por dar testimonio de sus demandas de
progreso para las mujeres.
Quizá este Papa que habla en exaltación de los cristianos
beatificados no sepa que entre los ciento cincuenta mil republicanos
asesinados legal e ilegalmente había muchos cristianos y católicos. De
los once curas vascos fusilados en Euskadi por orden franquista nunca
dice nada. La mayoría de las muchachas conocidas como “Las Trece Rosas”,
que fueron fusiladas, eran creyentes. Entre los masones, nacionalistas,
republicanos y simples campesinos y sindicalistas perseguidos por las
hordas fascistas, los cristianos, católicos y creyentes eran mayoría.
Quizá el Papa no conozca la masacre que se ultimó en España por el
régimen franquista y que ejecutaron los miles de falangistas, militares y
verdugos para erradicar del país a todo aquel que disintiera de la
doctrina franquista, y muy católica. Y que fue bendecida por un
antecesor suyo, el papa Pío XII, con el calificativo de “Cruzada”, cuyas
víctimas lo fueron por actuar a favor de una España republicana,
igualitaria y justa.
Quizá el Papa no sepa todo esto, pero sin duda la Iglesia católica
española sí lo sabe. Como también lo saben los ministros y ministras del
Gobierno central, y el presidente de la Generalitat de Cataluña y la
vicepresidenta del Govern catalán, y todas las autoridades y los
gobernantes que asistieron embelesados a la ceremonia de beatificación
en Tarragona. Y a los que no se les escapó una palabra que atemperara,
aún en una misérrima porción, el dolor y la humillación que sentimos los
descendientes y herederos de aquellos mártires republicanos que nos
arrancaron de nuestras familias y de nuestras vidas tan sangrientamente.
Cierto es que, si ni de nuestros gobiernos ni de los partidos
dominantes ni de la judicatura –y parece mentira que todos los jueces de
instrucción de nuestro país muestren tal grado de cobardía– hemos
podido lograr la exhumación de los restos, a los que muchos de sus
familiares querrían dar cristiana sepultura, ni las reparaciones que se
merecen, difícilmente podemos esperar reconocimientos ni homenajes de la
Iglesia a nuestros mártires.