No sin razón escribió Samuel P. Huntington en su conocido libro El choque
de civilizaciones: «En el mundo moderno, la religión es una fuerza central,
tal vez la
fuerza central que motiva y moviliza a las personas…
Lo que en último término cuenta para las personas no es la ideología política
ni el interés económico, aquello con lo que las personas se identifican son las
convicciones religiosas, la familia y los credos. Por estas cosas luchan y hasta
estarían dispuestas a dar su vida» (1997, p.79). Critica la política exterior
norteamericana por no haber dado nunca el debido peso al factor religioso,
considerado algo pasado y superado. Craso error. Es el sustrato de los
conflictos más graves que estamos viviendo.
Nos guste o no nos guste, a pesar del proceso de secularización y el eclipse
de lo sagrado, gran parte de la humanidad se orienta por la cosmovisión
religiosa, judaica, cristiana, islámica, sintoísta, budista y otras.
Como afirmaba ya Christopher Dawson(1889-1970), el gran historiador inglés de
las culturas: «las grandes religiones son los cimientos sobre los cuales reposan
las civilizaciones» (Dynamics of World History,1957,p.128). Las
religiones son el “point d’honneur” de una cultura, pues a través de ella
proyectan sus grandes sueños, elaboran sus dictámenes éticos, confieren un
sentido a la historia y tienen una palabra que decir sobre los fines últimos de
la vida y del universo. Solamente la cultura moderna no ha producido ninguna
religión. Encontró sustitutivos con funciones idolátricas, como la Razón, el
progreso sin fin, el consumo ilimitado, la acumulación sin límites y otros. La
consecuencia fue denunciada por Nietzsche que proclamó la muerte de Dios. No que
Dios haya muerto, pues no sería Dios. Es el hecho de que los hombres mataron a
Dios. Con eso quería significar que Dios no es ya punto de referencia para
valores fundamentales, para una cohesión por encima entre los humanos. Los
efectos los estamos viviendo a nivel planetario: una humanidad sin rumbo, una
soledad atroz y el sentimiento de desenraizamiento, sin saber hacia dónde nos
lleva la historia.
Si queremos tener paz en este mundo necesitamos recuperar el sentimiento de
lo sagrado, la dimensión espiritual de la vida que están en los orígenes de las
religiones. A decir verdad, más importante que las religiones es la
espiritualidad, que se presenta como la dimensión de lo humano profundo. Pero la
espiritualidad se exterioriza bajo la forma de religiones, cuyo sentido es
alimentar, sustentar e impregnar la vida de espiritualidad. No siempre lo
realizan porque casi todas las religiones, al institucionalizarse, entran en el
juego del poder, de las jerarquías y pueden asumir formas patológicas. Todo lo
que es sano puede enfermar. Pero por lo “sano” medimos las religiones, así como
a las personas, y no por lo “patológico”. Y ahí vemos que ellas cumplen una
función insustituible: el intento de dar un sentido último a la vida y ofrecer
un cuadro esperanzador de la historia.
Sucede que hoy el fundamentalismo y el terrorismo, que son patologías
religiosas, han adquirido relevancia. En gran parte debido al devastador proceso
de globalización (en verdad es occidentalización del mundo) que pasa por encima
de las diferencias, destruye identidades e impone hábitos extraños a ellas.
Por lo general, cuando eso ocurre, los pueblos se agarran a aquellas
instancias que son los guardianes de su identidad. En las religiones guardan sus
memorias y sus mejores símbolos. Al sentirse invadidos como en Iraq y en
Afganistán, con miles de víctimas, se refugian en sus religiones como forma de
resistencia. Entonces la cuestión no es tanto religiosa. Es antes política que
usa la religión para autodefenderse. La invasión genera rabia y deseo de
venganza. El fundamentalismo y el terrorismo encuentran en ese complejo de
cuestiones su nicho de origen. De ahí los atentados del terror.
¿Cómo superar este impasse civilizacional? Es fundamental vivir la ética de
la hospitalidad, disponerse a dialogar y aprender con el diferente, vivir la
tolerancia activa, sentirnos humanos.
Las religiones necesitan reconocerse mutuamente, entrar en diálogo y buscar
convergencias mínimas que les permiten convivir pacíficamente.
Antes de nada es importante reconocer el pluralismo religioso, de hecho y de
derecho. La pluralidad se deriva de una correcta comprensión de Dios. Ninguna
religión puede pretender encuadrar el Misterio, la Fuente originaria de todo ser
o cualquier otro nombre que quieran dar a la Suprema Realidad, en las mallas de
su discurso y de sus ritos. Si así fuera, Dios sería un pedazo del mundo, en
realidad, un ídolo. Él está siempre más allá y siempre más arriba. Entonces hay
espacio para otras expresiones y otras formas de celebrarlo que no sea
exclusivamente a través de una religión concreta.
Los once primeros capítulos del Génesis encierran una gran lección. En ellos
no se habla de Israel como pueblo elegido. Se hace referencia a todos los
pueblos de la Tierra, todos como pueblos de Dios. Sobre ellos se eleva el arco
iris de la alianza divina. Este mensaje nos recuerda todavía hoy que todos los
pueblos, con sus religiones y tradiciones, son pueblos de Dios, todos viven en
la Tierra, jardín de Dios y forman la única Especie Humana compuesta de muchas
familias con sus tradiciones, culturas y religiones.
Leonardo Boff es columnista del JBonline, filósofo y teólogo.
Traducción de MJ Gavito Milano