Después de un mes participando en el Sínodo sobre la sinodalidad, se me ha quedado grabada la imagen de la escultura de bronce de Cristo resucitado que preside el Aula Pablo VI, donde han tenido lugar nuestros encuentros.
La Iglesia existe para anunciar al mundo el acontecimiento decisivo de la historia, que es la resurrección de Cristo. Un anuncio y testimonio que debemos realizar todos los bautizados, desde la comunión, para transmitir esperanza en nuestro mundo que sufre a causa de tantos dramas (víctimas de las guerras, las migraciones, el cambio climático o las injusticias sociales).
En la segunda sesión del Sínodo hemos tomado conciencia de que la Iglesia debe evitar caer en la autoreferencialidad y lanzarse a la misión, a la evangelización, en un contexto que ha cambiado totalmente en los últimos tiempos. No podemos olvidar que la pregunta fundamental que ha orientado nuestros trabajos ha sido: ¿Cómo ser una Iglesia sinodal misionera?
Para conseguir este objetivo, es imprescindible que se produzca en la Iglesia, en cada uno de sus miembros, una conversión personal y pastoral. Es decir, se trata de que pongamos en el centro no los proyectos, sino las personas y descubramos la importancia de cuidar las relaciones en la Iglesia y con las demás personas, especialmente con los más vulnerables.
La Iglesia será sinodal si es una casa de puertas abiertas, un hogar y una familia, en la que todos nos sintamos acogidos y valorados desde nuestra común dignidad bautismal. Para esto es fundamental que evitemos posturas nostálgicas como el clericalismo o el autoritarismo y vivamos nuestras vocaciones, carismas y ministerios desde la actitud del servicio.
La sinodalidad nos está pidiendo que demos mayor participación a los laicos, y de un modo particular a las mujeres, en todas las cuestiones de la vida y misión de la Iglesia, incluyéndolos en los procesos de discernimiento eclesial, toma de decisiones y evaluación, para crecer en una mayor transparencia en todos los ámbitos.
El Sínodo ha sido para mí una experiencia inolvidable de universalidad y catolicidad de la Iglesia, descubriendo que, estando reunidas personas de todas las vocaciones (ministerio ordenado, vida consagrada y laicos) y de los cinco continentes, podemos llegar a consensos y opiniones compartidas. Por eso, hemos subrayado en estos días que una Iglesia sinodal es aquella que vive la comunión, la unidad como armonía en las diferencias.
La puesta en práctica de un estilo sinodal es una voz profética de la Iglesia en medio de una sociedad polarizada y donde aumentan las desigualdades y los conflictos. Esto nos lleva a reflexionar sobre las carencias que existen en la Iglesia en este sentido y se convierte en una llamada a evitar la división, los bandos, la polarización en el interior de la propia Iglesia, y crecer en la dimensión de la acogida, de la escucha y del diálogo sincero.
Son muchos los retos que nos plantea el Sínodo sobre la sinodalidad, porque estamos hablando de una actualización del Concilio Vaticano II y una renovación de gran calado que afecta al estilo y modo de ser Iglesia.
A nivel personal, al finalizar el proceso sinodal y el Sínodo, soy consciente de los miedos y rechazos que existen respecto a la sinodalidad en una parte del pueblo de Dios, pero me encuentro con mucha ilusión y esperanza, porque estoy convencido que esto es “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2,7) y este camino ya no tiene vuelta atrás.
Hemos echado las redes, pero aún nos toca seguir trabajando, también en medio de la oscuridad de la noche, confiados de que será el Señor resucitado quien haga realidad una pesca abundante.
Luis Manuel Romero Sánchez, Secretario del Equipo Sinodal de la CEE, Padre Sinodal
Religión Digital
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