FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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martes, 25 de marzo de 2014

Don Ángel Fernández Artime, X Sucesor de Don Bosco


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El 27 Capítulo General de la Congregación salesiana ha elegido, esta mañana, al salesiano español Ángel Fernández Artime como X sucesor de Don Bosco, nuevo Rector Mayor (Superior General) de los salesianos.

Javier Valiente
Roma, 25 marzo, 2014

Ante la pregunta del todavía Rector Mayor, don Pascual Chávez, de si aceptaba el nombramiento, Fernández Artime señaló que “en espíritu de Fe y confiando en María y en toda la Congregación” aceptaba el cargo.
Sustituye en el cargo al mexicano Pascual Chávez, que ha sido el Superior General de esta congregación religiosa durante los últimos 12 años, límite que establecen las Constituciones salesianas para la duración en el cargo como Rector Mayor.
El lunes 24 comenzó la jornada de discernimiento, y por la tarde se realizaron las primeras votaciones sondeo en las que fueron apareciendo los posibles candidatos. Las votaciones sucesivas fue clarificando el pensamiento de la Asamblea hasta la última votación en la que resultó elegido, por mayoría absoluta, el español Ángel Fernández Artime.
Se da la circunstancia de que Fernández Artime había sido nombrado, el pasado mes de diciembre, como nuevo Superior Provincial de la Inspectoría Salesiana María Auxiliadora, que agrupa las obras salesianas de Andorra, Cataluña, Aragón, Islas Baleares, Valencia, Murcia, Extremadura, Andalucía e Islas Canarias, una nueva circunscripción salesiana que comenzará a funcionar a finales de mayo. Ahora él mismo, como Rector Mayor, junto con su Consejo tendrá que nombrar a otro salesiano para este cargo.
Ángel Fernández Artime, de 53 años, nació el 21 de agosto de 1960 en Gozón-Luanco (Oviedo), emitió la primera profesión salesiana el 3 de septiembre de 1978 en Mohernando (Guadalajara), la profesión perpetua el 17 de junio de 1984 en Santiago de Compostela y fue ordenado sacerdote el 4 de julio de 1987 en León.
Originario de la Inspectoría (Provincia) Salesiana Santiago el Mayor, con sede en León, fue consejero provincial, Vicario Inspectorial y, del 2000 al 2006 fue Provincial (Inspector). Al terminar su mandato como Inspector, fue nombrado director del colegio salesiano de Orense. En 2009 fue nombrado provincial de la Inspectoría Argentina Sur, con sede en Buenos Aires, cargo que ocupaba en este momento. Estos días participaba en el Capítulo General 27 que lo ha elegido como X sucesor de Don Bosco.
También fue miembro de la comisión técnica que preparó el Capítulo General 26, que se celebró en 2008. Es licenciado Teología Pastoral, Filosofía y Pedagogía.

Las contradicciones de la vida y otros enigmas IBONE Gebara, brasileras, religiosa, teóloga y escritora


Enviado a la página web de Redes Cristianas
Ivone Gebara sufrió la inquisición bajo el cardenal Ratzinger y su secretario, Tarcisio Bertone
“Las contradicciones son la sal de la vida”, dice Benoîte Groult, una feminista romántica francesa. Me parece que tiene razón, y me he dado cuenta de ello en varias situaciones de mi vida cotidiana. Puedo constatar la misma cosa en la vida de la mayoría de las personas con las que convivo. Al contrario de lo que generalmente pensamos, si no fuera por las contradicciones habría poca creatividad en nuestro entorno.
Una contradicción es la expresión de la movilidad de la vida, de su dimensión lúdica, de su constante evolución en medio de procesos que a veces son poco comprensibles. Pensar que podemos vivir alejados de las contradicciones sería renunciar a la dinámica misma de la vida o, por lo menos, creer que podemos vivir de una manera siempre estable y coherente.
Esto nos llevaría a caer en radicalidades suicidas o en dogmatismos excluyentes. En la medida en que imaginamos que podemos vivir sin contradicciones, corremos el riesgo de convertirnos en personas sectarias, ingenuas o moralistas. Estamos muy cerca de enjuiciar seriamente la coherencia de todo lo que vemos como contradicciones en los demás o en nosotros mismos.
Estas actitudes no nos ayudan a entender nuestras propias contradicciones, y nos hacen creer que podemos vivir sin ellas como si estuviéramos hechos de una naturaleza humana superior o radicalmente diferente. Si nos falta una visión clara de la complejidad de lo humano es como si nos imagináramos en un mundo de perfección en el cual los enigmas, las paradojas, las situaciones complejas y las contradicciones se pueden evitar; como si pudiéramos imaginar a los seres humanos viviendo en un mundo de coherencia radical, en el cual lo que pensamos y lo que vivimos pudiera identificarse o fundirse totalmente. Sin duda, este mundo tan ordenado nos daría un sentido de seguridad, especialmente en las relaciones humanas, pero no nos estimularía a cambiar, a crear, ni a la búsqueda apasionada de nuevos cambios. Por eso, las contradicciones son “la sal de la vida”, son la ley intrínseca de todos nuestros procesos vitales. Vivimos en ellas y de ellas.
Puedo ser feminista y a la vez partidaria apasionada de un sacerdote, de un pastor o de un militar. Puedo ser teóricamente ecologista y a la vez adorar las hamburguesas McDonald’s y no hacer nada por salvar al mundo natural. Puedo amar la libertad, luchar por ella, y a la vez admirar las dictaduras militares fuertes, capaces de administrar las riquezas en beneficio de toda la población.
Puedo criticar la religión patriarcal y al mismo tiempo estar inscrita oficialmente en una de ellas. Hay una variedad de posiciones y posturas que forman parte de nuestra vida y que contienen contradicciones internas de diferentes grados y necesidades. Una contradicción es una realidad compleja, tanto en el ámbito social como en el ámbito personal.
Es importante agotar sus contenidos, su expresión histórica y su sentido. Puede significar la afirmación de algo o la expresión de comportamientos opuestos al convencimiento y los valores que hemos expresado en algún momento de nuestra vida. Puede significar vivir de forma diferente a la dictada por el medio social y religioso en el cual se nos educó. Puede
Expresarse en relaciones que demuestran una flagrante falta de respeto por la vida humana o por el medio ambiente. De igual manera, una contradicción puede ser una forma de “oposición” a una posición a la cual creemos estar adheridos. Hay contradicciones personal y socialmente soportables, así como hay otras personal y socialmente insoportables. Cuando las contradicciones llegan al límite de lo insoportable, causando la destrucción de la vida o de nuestras convicciones más profundas, hay que eliminarlas. Por ejemplo, la contradicción del hambre en países que tienen una abundancia significativa de alimentos, la concentración de la tierra en manos de pocos, la exclusión de la mayoría de la población de los frutos de la tierra, la exclusión de las mujeres de una participación política y social amplia, la violencia cultural contra el cuerpo femenino.
Pero hay otras contradicciones que son inherentes a nuestra propia existencia, y éstas deben ser acogidas como fuerzas positivas que favorecen nuestro equilibrio y nuestro crecimiento personal. Toda persona responde a las contradicciones sociales y se relaciona con ellas de forma diferente. Esto muestra la singularidad de la historia de cada ser humano. Vale la pena recordar que nuestra razón puede entender ciertas contradicciones que vivimos o, por lo contrario, es posible que no las entienda. Esto ocurre porque las contradicciones tienen inclusive la capacidad de pasar desapercibidas a los análisis fríos de la razón o a la forma de percibir inherente a nuestra psicología personal. A veces pueden crearse engaños imperceptibles o inesperados. Las contradicciones están siempre presentes a pesar de que muchas veces preferiríamos negarlas o enmascararlas por medio de discursos moralizantes o posturas extremadamente idealistas. ¿Una contradicción en mi propia vida?
Algunas personas ven como una gran contradicción en mi propia vida ser feminista –y más precisamente ecofeminista– y continuar siendo de una congregación religiosa católica romana. Cómo entender esta contradicción y tantas otras que forman parte de nuestras historias de vida. Cómo entender que una persona que tiene una postura pública feminista pueda aceptar las limitaciones impuestas por esta institución patriarcal. Cómo entender que después de haber sufrido ciertas sanciones, alguien pueda todavía ser parte de esta misma institución. Cómo aceptar que el referente histórico religioso patriarcal sea parte de su sistema simbólico –cuando además este simbolismo es mal utilizado– y que intente buscar en él valores significativos. Cómo justificar estas incoherencias, las cuales podrían inclusive indicar una debilidad de carácter, una contradicción teórica y una falta de firmeza en las posiciones que ha tomado.
Mi intento de respuesta será un ensayo provisorio, esto es, limitado a lo que estoy percibiendo y sintiendo hoy por hoy. Mañana tal vez me será necesario complementar o inclusive rectificar mis respuestas contextualizadas, las que dan testimonio de la provisoriedad y los límites de nuestras percepciones sobre el mundo y sobre nosotras mismas.
Para intentar responder tengo que contarles algo de mi historia personal.
Cuando ingresé a mi congregación religiosa –las Hermanas de Nuestra Señora– hace más de treinta años, no era feminista. Entré convencida de que podría hacer más por la transformación del mundo con miras a la justicia y la solidaridad perteneciendo a un grupo más grande y organizado. Además, la vida de compromiso en los movimientos sociales religiosos me encantaba, y la vida familiar me parecía extremadamente limitante y rutinaria. Había vivido esos límites en la vida diaria de mi casa y en la convivencia directa con mis padres y hermanas. Percibía el grado en que el mundo de las mujeres parecía menor, menos interesante y más controlado que el mundo de los hombres. Y yo quería un mundo más amplio, donde pudiera conocer más personas y situaciones, con una sensación más fuerte de que “yo también construyo historia”. Encontré esta apertura de horizontes en la congregación que escogí, sobre todo en los años 1967 y 1968, años de la lucha contra la dictadura militar, de la revolución cultural, del aggiornamento conciliar, en la opción por los pobres de América Latina.
Mis ideales personales fueron reforzados también por el clima de gran ebullición social y de esperanza en la capacidad humana de cambiar el mundo. A pesar de las dificultades y los límites que encontré en mi proceso de cambio, puedo decir que esta libertad, o esta apertura fundamental a la búsqueda, nunca me fue negada en la congregación a la cual pertenezco. Puedo decir también, aunque reconozco algunas contradicciones en mi propio discurso, que mi congregación fue una familia “de vocación”, es decir, que yo me sentía, junto con mis hermanas, “llamada” a transformar el mundo para que las personas pudieran tener una vida digna y respetada. Necesitaba un grupo de apoyo, un grupo de discernimiento, de ayuda mutua. Las amistades fueron naciendo de estas elecciones y de esa convivencia: encuentros,
complicidades, solidaridades y afectos fueron tejiendo mi vida. En mi juventud, tuve la ingenuidad de pensar que creceríamos siempre juntasen una especie de “progresión aritmética”, en medio de la sororidad y los compromisos con la justicia social. Tales eran mi apuesta y mi horizonte de vida. Esto justificaba los sufrimientos y los pequeños malentendidos.
La diversidad de los caminos
Más tarde, en mi época de madurez, me di cuenta de forma aguda, y a menudo dolorosa, de la heterogeneidad y la diversidad de los caminos dentro de mi propio grupo. Me di cuenta de las diferencias ideológicas,
las rivalidades, las contradicciones en nuestra misma comprensión de la justicia, en la interpretación del Evangelio, en la relación con Jesús, con María, con Dios, y finalmente, en la forma de entender las relaciones entre mujeres y hombres. Descubrí que a menudo estaba muy sola en mis sueños y en mi feminismo. El individualismo de la sociedad capitalista parecía haber contagiado a la institución a la cual pertenecía. Más todavía, la ideología religiosa patriarcal era muy profunda e impedía que las personas vieran la necesidad de cambio. No era que hubiésemos perdido la voluntad de cambiar el mundo, o de encontrarse y apoyarse.
Pero esa voluntad se perdía, cada vez más, frente a la incapacidad de organizarse de manera colectiva para realizar acciones verdaderamente eficaces. Nos perjudicaron el envejecimiento personal e institucional, la agitación de las grandes ciudades, los horarios fijos, la tiranía de las agendas, y un cansancio avasallador. Nos perjudicó la pérdida de sentido con relación a muchas cosas que habían sido referentes para nosotras. Ahora percibo la dificultad de cambiar esta situación. No hay manera de revertir este escenario, pero al mismo tiempo veo un optimismo colectivo, o sea, un deseo de todas las hermanas de buscar una mejora cualitativa en las relaciones entre nosotras. Hablamos de esto, y al mismo tiempo experimentamos la casi imposibilidad de vivir lo que anhelábamos. No sé si esta es una contradicción más, o si es una simple constatación.
Mientras tanto, allí están los años vividos juntas. Con mi congregación compartí algunas luchas y algunos sufrimientos. Celebré pequeñas alegrías, esperanzas y conquistas. Conocí personas extraordinarias que me enseñaron muchas cosas. Elaboramos complicidades en torno a causas comunes. Dentro de la institución, luchamos para que ella se abriera a los grandes temas sociales, y luché contra el clericalismo y el patriarcado en la Iglesia Católica y en la teología. Y esa historia continúa hasta hoy, con sus gracias y sus desgracias.
¿Qué significa ser fiel?
Muchas historias se han entremezclado con la mía. Es como si mi propia vida hubiera sido escrita con tintas de diferentes orígenes o tejida con hilos de muchos colores. Me doy cuenta que la fidelidad mutua está llena siempre de contradicciones. Y continuamente me pregunto: ¿qué significa ser fiel a las ideas de un grupo? ¿Qué significa ser fiel a una persona? A mi manera de ver, significa acoger al grupo y a las personas en la reciprocidad y en el respeto, con un espíritu crítico que nos permita seguir respetando nuestras búsquedas personales y comunitarias. Significa revisar nuestros objetivos compartidos y ajustarlos a los desafíos actuales.
Esta fidelidad llena de altos y bajos, tensiones y lágrimas, alegrías y celebración es la única fidelidad posible. Es así porque la base fundamental de la fidelidad no es permanecer en una tradición religiosa inmutable e inmóvil ni en un mismo discurso, sino en una vida compartida que debe ser continuamente recreada a la luz de una felicidad y una justicia que siempre están en proceso. Esto significa que entre nosotras habrá diálogo, monólogo, críticas, tensiones y lágrimas. Si este tipo de relación –con todas las fragilidades que conlleva– no fuera posible, los vínculos comunitarios se quebrarían y no habría motivo para continuar juntas.
Tengo que admitir con honestidad que hoy por hoy vivo en mi congregación de forma coherentemente contradictoria, y muchas veces en contradicción con lo que pienso. Me siento dividida entre lo que pienso sobre el mundo y las condiciones reales en que viven las personas. Es parte del pluralismo que estamos experimentando. No estoy en condiciones de eliminar todas mis contradicciones, tampoco quiero vivir sin las que han ido surgiendo a lo largo de toda mi vida. Ellas agitan mis “aguas” personales, dan sabor a mi pozo y me hacen pensar. No sé si he respondido bien a la pregunta, o si tal vez terminarán encontrándome más contradictoria que nunca. Estoy contenta de recibir el desafío, y también de desafiarlos a reflexionar sobre las contradicciones y los enigmas de nuestra vida, como ingredientes sin los cuales no seríamos lo que somos. En este momento estoy en paz en medio de las tribulaciones de la existencia. Parece que estoy aprendiendo día a día a degustar el sabor de las contradicciones e imperfecciones en mi vida. Parece que ya no siento vergüenza al decir “no sé”, o “me equivoqué”, aun con referencia a mi propia historia. ¡Qué contradicción y qué alegría!
(1) Este artículo, aparecido en la revista Con-spirando, 31 (2000), está publicado en Ivone GEBARA.
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Según el corazón de Papa: Obispos, ¡y no solo obispos! Pablo Herrero Hernández



Enviado a la página web de Redes Cristianas

Eclesalia
En estas mismas columnas, escribía hace unos días José Antonio Pagola en su comentario a las lecturas de uno de los últimos domingos (ECLESALIA, 26/02/14): «Es sorprendente lo que está sucediendo con el Papa Francisco. Mientras los medios de comunicación y las redes sociales que circulan por internet nos informan, con toda clase de detalles, de los gestos más pequeños de su personalidad admirable, se oculta de modo vergonzoso su grito más urgente a toda la Humanidad: “No a una economía de la exclusión y la iniquidad. Esa economía mata”».
Y, en efecto, en el año exacto que el Papa Francisco lleva ocupando la Sede de Pedro, tengo la impresión de hallarme ante un magisterio torrencial, oceánico, ante el que me cuesta horrores «ponerme al día»; no ha terminado uno de leer varias de sus jugosísimas homilías diarias improvisadas en Santa Marta, cuando la última audiencia, la última homilía, el último encuentro, el último documento reclaman imperiosamente su atención. Por no hablar de la Evangelii gaudium, documento luminoso donde los haya y rompedor en más de un sentido, de la que sí me gustaría compartir con todos los amigos de Eclesalia, en las próximas semanas, algo de lo que más me ha llamado la atención.
Pues bien: en todo este providencial torrente de intervenciones, una que, por su importancia, creía yo que merecería una adecuada atención —esta vez, sobre todo, en medios eclesiales—, no me parece que haya sido lo suficientemente considerada ni meditada, ni siquiera leída. Se trata del discurso que sólo hace unos días, el 27 de febrero, dirigió el Papa a los miembros de la Congregación para los Obispos, que como todos sabemos, es la encargada de proponer al Sumo Pontífice los nombramientos episcopales. El discurso en cuestión lo podéis encontrar ya colgado y traducido al español en “Lo que el Papa Francisco quiere que sean los obispos” de la revista Ecclesia.
Creo que se trata de un discurso que, pese a estar dirigido prioritariamente a la Congregación encargada de los nombramientos episcopales y a los propios obispos, nos interesa a todos, pues, al trazar en él el Papa lo que podríamos llamar el «retrato robot» del obispo según su corazón, indudable y necesariamente está delineando para todos —sacerdotes, religiosos y laicos— el modelo de Iglesia que responde a sus aspiraciones.
Y, aunque nada en este discurso tiene desperdicio, dos o tres frases de él me han llamado la atención de manera muy especial. Escribe el Papa que los obispos han de ser «hombres custodios de la doctrina no para medir lo distante que vive el mundo de la verdad que esta contiene, sino para fascinar al mundo, para cautivarlo con la belleza del amor, para seducirlo con el ofrecimiento de la libertad que da el Evangelio. La Iglesia no necesita apologetas de sus propias causas ni cruzados de sus propias batallas, sino sembradores humildes y confiados de la verdad, que sepan que esta les es nuevamente encomendada una y otra vez y que se fíen de su poder. Obispos conscientes de que, incluso cuando sea de noche y la fatiga de la jornada los encuentre cansados, en el campo las semillas estarán germinando. Hombres pacientes, porque saben que la cizaña nunca será tanta como para llenar el campo. El corazón humano está hecho para el trigo; ha sido el enemigo quien, a escondidas, ha arrojado la mala semilla. Pero la hora de la cizaña ya está irrevocablemente fijada» (n.º 6; la cursiva es mía).
No hallo rastro, en todo el discurso del Papa, de una Iglesia perennemente enfrentada con el mundo y con la humanidad; de una Iglesia erigida en custodia de la única ética admisible y reivindicadora de que sus preceptos morales se conviertan en ley civil y positiva para que sean de obligada aplicación a todos los ciudadanos de una sociedad secular y pluralista; de una Iglesia en perpetuo estado de cruzada, en la que el victimismo y el triunfalismo no son sino las dos caras de una misma moneda; de una Iglesia en permanente estado de guerra —o, cuando menos, de sitio— frente a todo lo que caiga fuera de unos confines que ella misma va haciendo cada vez más estrechos. No hallo rastro de una Iglesia así en estas palabras del Papa Francisco, en las que encuentro, en cambio, la honda aspiración y la gozosa indicación de una Iglesia radicalmente distinta, en permanente proceso de conversión al Evangelio como condición necesaria para predicar ese mismo Evangelio; una Iglesia plenamente digna de ser y de llamarse «cristiana»: la Iglesia de este siglo XXI.
Ojalá no sólo los miembros de la Congregación para los Obispos, sino todas las Conferencias Episcopales y cada uno de sus pastores relean, mediten, interioricen y, sobre todo, «se apliquen» este importante texto del magisterio papal, con el que también todos y cada uno de nosotros, discípulos misioneros según la afortunada figura de la Evangelii gaudium, debemos confrontarnos. Será una ocasión de oro para que seamos Iglesia que «fascine al mundo, que lo cautive con la belleza del amor, que lo seduzca con el ofrecimiento de la libertad que da el Evangelio»; para que pasemos de parecer —y a veces de ser— una Iglesia en contra del ser humano, a ser Iglesia que esté realmente, y con todas las consecuencias, al servicio de él.
Quien estas líneas firma, laico devuelto gozosamente a la fe precisamente hace un año, tras casi veinte de increencia, así se atreve a esperarlo, a pedirlo en la oración y a intentar hacerlo realidad.
pabloherrero.hernandez@gmail.com
MADRID.
(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

Farsantes

Publicado en Deia

POR JAVIER VIZCAÍNO - Martes, 25 de Marzo de 2014 - Actualizado a las 07:28h.
L relato es mucho más importante que los propios hechos. Lo estamos viendo de nuevo en estas horas de desvergonzada e incesante orgía laudatoria a Adolfo Suárez. En la mejor biografía del personaje que se ha escrito, Gregorio Morán clava este peculiar fenómeno de la memoria deconstruida a lo Adriá: "Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable". Manda pelotas que, teniendo edad y meninges para acordarnos de cómo discurrieron los acontecimientos, estemos dispuestos a dar por buenas las versiones trampeadas del ayer que nos están colando.
A Suárez, hoy loado a todo loar, lo dejaron tirado como a un perro después de haberle hecho pasar las de Caín. ¿Quiénes? Eso tiene gracia: los mismos que ahora se dan golpes de pecho y lo elevan a los altares. Su martirio fue obra -literalmente- de todos del rey abajo. No por nada fue el Borbón, ayer gimiente, el que dio la orden de acoso y derribo sin reparar en gastos. Sencillamente, se les había ido de las manos y había que quitarlo de en medio antes de que les jodiese el invento.
Eso también se cuenta poco: no lo habían escogido por ser el más brillante sino el que, gracias a su ambición y a su ego, parecía el más manejable. Las otras dos alternativas, Fraga y Areilza, le daban mil vueltas en talento (también para hacer el mal) y no era cuestión de arriesgarse. No contaban con que aquel chisgarabís se metería tanto en su papel y acabaría creyendo que era el elegido para devolver las libertades. Cuando le vieron las intenciones, lo fumigaron. Hoy lo lloran. Farsantes.