No hay palabras para decirlo, solo estupor y preguntas. ¿Cómo hemos llegado todos, cada uno por su propio camino de extravío, a esta locura que hunde a dos pueblos hermanos en esta escalada de odio y venganza, de desesperación y muerte? ¿Cómo han llegado Israel y Palestina a convertirse en parábola trágica de la desgracia que desgarra a la humanidad entera? Seguiré preguntando, por si las preguntas abrieran horizontes.
¿No advertís, Israel y Palestina, que, más bien que dos pueblos hermanos, sois el mismo pueblo, en la misma tierra siempre ocupada, en el mismo exilio una y otra vez infligido y padecido durante siglos y milenios? ¿Fuisteis los hebreos antes que los filisteos o los palestinos antes que los judíos? ¿Fuisteis acaso los unos o los otros los primeros habitantes de esa tierra que también es vuestra? ¿Acaso hay un solo estado actual que haya sido el primer poblador de la tierra que habita? ¿Y quién puede distinguiros a unos y a otros de los antiguos cananeos, y de los asirios y babilonios, persas (iraníes), griegos y romanos que han pasado por vuestra tierra común? ¿No corre por vuestras venas la misma sangre mixta y común, la misma vida nacida de la misma tierra sin muros ni fronteras? ¿No saludan vuestros labios una y otra vez cada día con las mismas palabras, las más nobles y bellas de vuestras lenguas hermanas: “Salam aleikum” en árabe, “Shalom aleichem” en hebreo (“La paz contigo”)?
Y vosotros, poderes ciegos de Israel y Palestina, Netanyahu y Hamás por este orden, empecinados fundamentalistas de Israel primero y de Palestina después, ¿cómo seguís reivindicando los primeros toda la tierra “desde Dan hasta Beerseba”, y reclamando los segundos toda la tierra “desde el río hasta el mar”, sin daros cuenta que los unos y los otros, con distintas palabras, reclamáis el mismo territorio negándoselo al otro? ¿Cómo seguís creyendo que una divinidad suprema veleidosa os concedió a cada uno en exclusiva la misma tierra de todos? ¿Cómo no comprendéis que, más allá de mitos y supuestas promesas divinas, no habrá salida posible si vuestra tierra común no la compartís conjuntamente o por separado? ¿Cómo os habéis vuelto tan insensatos para no reconocer que el destino de un pueblo se juega en el destino del otro, tan ciegos para no ver que no habrá esperanza y respiro para el uno sin esperanza y respiro para el otro?
Estas preguntas me llevan a otra: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No olvido la historia y sus crueldades. La historia marcada por fronteras, las fronteras – todas ellas – impuestas por la violencia y la sangre. No olvido 1948, cuando las Naciones Unidas, justo después de la II Guerra Mundial, para aliviar la mala conciencia occidental por no haber impedido la Shoah, el exterminio nazi de seis millones de judíos, fundaron el Estado de Israel entre el Jordán y el Mediterráneo, de lo que se siguió la primera guerra árabe-israelí. Fue vuestra Nakba, hermanos palestinos, vuestra “catástrofe” o “desastre”, vuestro exilio colectivo. Una terrible injusticia, tanto más cruel cuanto que las Naciones Unidas, en 1949, reconocieron un nuevo mapa de Israel que incluía vuestros territorios conquistados en dicha guerra. Y el exilio de cientos de miles de vuestros hermanos. No olvido la atroz ocupación de nuevas tierras por las armas de Israel en la guerra de 1967, una ocupación que sigue en pie contra todo derecho y que dio y sigue dando paso a la insoportable parcelación de lo poco que os quedó por innumerables asentamientos israelíes amurallados. Nada de lo que ha venido luego se explica sin todo ello.
Sin embargo, por terrible que sea, buena parte de esa historia es ya irreparable. Es igualmente tener que reconocerlo. Quiero pensar que, visto lo visto, hoy la ONU no habría creado el Estado de Israel en aquellas condiciones. No obstante, creo también que hoy, después de 77 años, es imposible volver a los años 1947-1948. Comprendo el odio y la sed de venganza de Hamás, mucho más que la obcecación y el furor destructor de Netanyahu y su gobierno. Pero el odio y la venganza os han traído a esta nueva Nakba de hoy, a este nuevo exterminio de vuestro pueblo, y no serán el odio y la venganza los que os salvarán, tenedlo por seguro. La masacre del 7 de octubre del 2023 no os salvó, os hundió más todavía. Me resulta duro decirlo, pero pienso que Hamás es el mejor aliado de Netanyahu en el camino al desastre final de sus respectivos pueblos.
¿Deberían entonces quedar las cosas y persistir las fronteras como están? En absoluto. No habrá solución, mientras no se devuelva a Palestina la esperanza robada por la prepotencia humillante, opresiva, exterminadora de los gobernantes de Israel con el consentimiento de buena parte de su pueblo y con el silencio, la inacción o la colaboración directa o indirecta de los Estados Unidos y del llamado Occidente. Escuchad y abrid los ojos, Benjamín Netanyahu y todos los que apoyáis su proyecto de devastación y conquista. Vuestra es la primera responsabilidad, porque vuestro es el poder mayor, salvo tal vez el poder destructor de la desesperación. No tendréis ni tierra ni seguridad ni paz mientras no respetéis la dignidad, la justicia y la paz de Palestina para hoy y para el futuro. No lo dudéis. Escoged, pues. En vuestras manos está más que en la de ningún otro actor de esta trágica historia, incluido Hamás con todos sus aliados. Cada persona que asesináis, cada misil que lanzáis, cada bomba que hacéis explotar, cada casa, hospital o escuela que destruís, se volverá contra vosotros; por cada militante o batallón de Hamás que matáis, más pronto que tarde, habrá más militantes y grupos dispuestos a morir matando.
¿Queda alguna salida? Sí, pero será dolorosa para unos y para otros, nada comparado con el dolor actual y el que, de seguir así, os espera al uno y al otro. Es una salida difícil, pero la única, y nos implica a todos sin excepción. No habrá solución ni para el uno ni para el otro, si el gobierno israelí, sostenido por la mayoría de la población, no desmantela todos los asentamientos y muros de Cisjordania, si Israel no se retira a las fronteras de 1966 (más o menos), si no accede a alguna fórmula para compartir Jerusalén con los palestinos, si no garantiza un estado palestino política y económicamente viable, con recursos, relaciones y condiciones de igualdad con Israel.
Tampoco habrá salida si una amplia mayoría de palestinos no apuesta por unas relaciones de mutuo reconocimiento y colaboración, si Hamás no retira de su programa la aspiración de eliminar el estado de Israel, si no se aviene a un acuerdo digno y factible, justo y pacífico, un acuerdo de dos estados independientes o quizás - ¡ojalá, Inshallah! – de dos estados confederados. Sueño, en efecto, con una gran confederación de países hermanos en el Oriente Próximo y Medio, en una gran confederación planetaria de países o de pueblos hermanos, presidida por una autoridad democrática.
Si no somos capaces de ello, de guerra en guerra, de venganza en venganza, de exterminio en exterminio, de poder en poder y de razón en razón, de impotencia en impotencia y de locura en locura, seguiremos avanzando a la gran extinción planetaria del Homo Sapiens. Será para bien de la gran comunidad de los vivientes, y para nuestro propio bien, pues, de seguir viviendo así, no merece la pena vivir ni lo merecemos.
Pero aun cuando todos volviéramos al polvo, el Espíritu de la Vida, desde el corazón de las partículas y de las galaxias y de los mismísimos agujeros negros en su misterioso silencio, seguiría gritando: “La sangre de tu hermano me grita desde la tierra” (Gn 4,10). Y algún oído tal vez se abrirá, escuchará la voz y resucitará del país del olvido, amanecerá de nuevo, y el arcoíris de una nueva alianza de la vida aparecerá en las nubes. ¡Oh, sí, ven!
José Arregi
Aizarna, 9 de octubre de 2024
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