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jueves, 18 de abril de 2024

MAESTROS DEL DESIERTO (I Y II)


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Necesitamos un nuevo paradigma desde el que situarnos si queremos ser fieles al Evangelio de Jesús. Dicho paradigma debe conciliar amablemente el camino de la virtud con el camino de la experiencia interior. Ambos son indisolubles y cada uno debe de conducir inevitablemente al otro.

Este nuevo paradigma, en verdad, no es del todo nuevo sino que viene a ser una relectura, desde nuestro tiempo, de las intuiciones que en los primeros siglos se vivían como real. Este paradigma tiene que ver, por tanto, con la espiritualidad que caracterizaron a los padres y las madres del desierto, esto es, una espiritualidad desde abajo.

Son curiosas, y dignas de releerse las advertencias que los monjes hacen al respecto de esta espiritualidad; como aquella del abad Antonio: «Si ves que un joven se esfuerza en llegar al cielo por su propia voluntad, agárrale fuertemente por los pies y tira para abajo, porque eso no le sirve de nada.» 

De manera reiterada se hablaba entonces de la necesidad de habitar el espacio interior, de reconocer las emociones y las pasiones que nos mueven, de convivir con ellas, pues es ahí donde se juega la vida del sujeto y donde tiene lugar el encuentro con Dios. Evagrio Póntico, otro de aquellos maestros del desierto, lo expresaba justamente así: «¿Quieres conocer a Dios? Aprende antes a conocerte a ti mismo.»

Para los padres del monacato primitivo, el camino espiritual comienza con una opción por la autenticidad y la honestidad para con uno mismo. Ambas actitudes hacen una llamada a la humildad. Ya San Benito describió esta “espiritualidad desde abajo” en un capítulo que dedicó a la humilitas. Y es que es justamente el poder descender hasta nuestro vínculo con la tierra, hasta la tierra que nos configura (humus-humilitas) como entramos en contacto con el cielo, con Dios (misterio de la Encarnación, sin ir más lejos). En definitiva, tanto para los primeros monjes como para nosotros, aunque expresado de otro modo, de lo que se trata, como dice Javier Melloni, es de dejarse tomar por los efectos de la resurrección y que nos vayan abriendo a realidades inéditas que ya están aquí pero que no sabemos ver.

El aspecto más indisoluble en este auto-habitarse radica en la capacidad de auto-observación (atención e intención) de la propia interioridad al tiempo que se está en Dios y orientado hacia Él. Esto permite no caer en la tentativa de convertirnos en burbujas que vivan cerradas exclusivamente para sí. Quizá entonces aquellos monjes tuvieran más conciencia de la singularidad de este enlace que en nuestros días, pues ahora la vuelta a un espacio más intimista responde, en muchos casos, a un reclamo de bienestar que nos cierra sobre nosotros mismos. 

Sólo desde esta experiencia de regreso a la casa del Padre, a ese Templo interior donde Dios se nos revela, puede obrar la transformación necesaria en nosotros que nos evite caer en un activismo que responda más a nuestra propia autocomplacencia y al deseo de exhibirnos y que, evidentemente, nada tiene que ver con ser lo que estamos llamados a ser.

Permanecer con uno mismo

Ahondando un poco más en la vivencia que los primeros solitarios tenían sobre el Camino Espiritual, topamos con un segundo aspecto de vital importancia para ellos y que hoy se torna en una conquista plausible, esto es, la capacidad de permanecer consigo mismo o, lo que es lo mismo, el valor de la soledad elegida.

Se dice del tiempo en que vivimos que la comunicación está totalmente globalizada. Es cierto que la mayoría de las personas de nuestro “Primer Mundo” tienen móvil que las mantienen en comunicación con cualquier individuo esté donde esté. Si bien es verdad que este alcance y amplitud tiene muchas cosas positivas, también es cierto que, paradójicamente, está dificultando las relaciones más cercanas, aquellas que se dan en el tú a tú. Hemos perdido parte de la capacidad de interacción entre aquellos que tenemos más cerca. Las relaciones se han hecho más virtuales que nunca llevándonos a vivir más hacia fuera que hacia dentro.

El silencio

Los Padres del Desierto se cuidaron mucho del estar sólo hacia fuera por lo que buscaban largos periodos en los que cada uno pudiera permanecer consigo mismo. De no ser así, ¿cómo entenderíamos la capacidad que tenían para auto-habitarse y reconocer sus instintos, emociones y, en definitiva, saber lo que les sucedía? 

Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta. La soledad posibilita un tiempo en el que uno puede reconocerse en lo que es como persona, un periodo de no huida, de no distracción, para lograr permanecer consigo mismo y poder alcanzar el fondo de la propia alma (Tauler) que está habitado por la Presencia de Dios. 

Permanecer en la celda era para el monje la oportunidad para de mantenerse en él y era, por ello mismo, la condición necesaria para el progreso espiritual, pero también para la maduración personal. Pero el hecho de estar allí no implicaba nada, ya que según se nos ha trasmitido del abad Ammonio: «podría darse que uno estuviera sentado en su celda durante cien años sin haber aprendido cómo debe uno sentarse en la celda.» Resulta del todo curioso que en reiteradas ocasiones repitan los Padres que las motivaciones para permanecer en la celda deben ser dos: el conocimiento de uno mismo y el estar dirigidos a Dios, siendo esta última decisiva para evitar que la persona caiga en la tentación que supone el egocentrismo.

Aquellos monjes eran maestros en el arte de la soledad pues vivieron procesos difíciles que les reportaron una lucidez y sabiduría que sigue siendo actual para nosotros. Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros. Muchos de ellos incluso viven sólo para los ojos de los demás. Quien se mueve desde aquí sin haber logrado previamente reconocer sus motivaciones y el lugar desde donde actúa puede correr el riesgo de perderse en la vida de otras personas sin haber sido capaz de vivir la suya propia.

Los grandes místicos de la historia siempre encontraron una calidez especial en la soledad, un lugar ignoto no sólo de descanso, sino de encuentro con Aquel al que su alma tanto ansiaba. Permanecer en dicha soledad les ofrecía la posibilidad de habitarse y ser habitados por el Dios al que buscaban. Desde esta experiencia, tan decisiva para los que vivimos pendientes del mundo y hasta olvidados de nosotros mismos, escribía Juan de la Cruz: «En soledad vivía, / y en soledad ha puesto ya su nido; / y en soledad la guía / a solas con su querido / también en soledad de amor herido.»

 

José Chamorro

Religión digital

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