"Repitan todos conmigo: en la Iglesia caben todos, todos, todos", pedía el Papa Francisco a los asistentes a la JMJ de Lisboa.
Estas palabras de Francisco no han hecho sino reafirmarme aún más en lo que desde el principio tuve muy claro y que continué pronunciando siempre en el momento de la consagración durante los años que ejercí el ministerio sacerdotal, a pesar de la entrada en vigor, el 5 de marzo de 2017, de la tercera edición en español del Misal de Pablo VI, en el que se introducía "por muchos" en vez de "por todos", por lo que a las palabras de la consagración del vino se refiere. Es más, al "por todos los hombres" yo añadía siempre "y mujeres".
No quiero entrar a debatir ahora con biblistas, teólogos, etc., sobre si estas fueron o no las palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena. Ni tampoco con lingüistas sobre si el "por muchos", que pretende mantenerse fiel a la traducción latina "pro multis", continúa significando de igual manera "por todos". Ya sé que todo eso puede ser, quizás, muy importante y resultar necesario hacerlo a nivel de estudiosos e investigadores. Cierto. Pero a nivel del vulgo y del pueblo fiel que, en su mayoría, asiste a la celebración de la misa con buena fe, nadie lo pone en duda, pero, al mismo tiempo, movido por una profunda rutina, estos cambios de palabras, supresión en este caso, le dejan indiferente, en el mejor de los casos, o le producen un cierto desconcierto, en el peor de ellos. Que se me perdone el símil, pero, si pudiéramos meternos en las mentes de esas gentes, yo creo que la mayoría de ellos pensarían que eso es simplemente marear la perdiz.
Ya sé que a algunos, posiblemente a muchos, les faltará tiempo para tacharme de superficial, de menospreciar la liturgia (palabras, ritos, signos, etc.), incluso de falto de fe en los santos misterios. Si ellos así lo creen, tendrán sus razones. He procurado siempre que fuera el sentido pastoral el que marcara todo mi actuar y mi compromiso. Haciendo todo lo posible, para que la rigidez de las palabras y de los conceptos no fueran nunca un obstáculo que impidiera ver y descubrir la frescura del Evangelio y la profunda riqueza de la liturgia y de todas la celebraciones de la fe.
No sé si hay que explicar a la gente que eso de "muchos" quiere decir "todos", pero que, en cambio, "no todos" después, etc., etc.
Tengo muy claro que no ha lugar. En todo caso, lo que me sale del corazón es decirle a la gente, a todas y a todos, que Jesús invita a que vayan a Él todas y todos, sin ningún tipo de excepción, cuantos están cansados y agobiados para recibir la paz y el consuelo que brotan de Él a raudales. No invita a muchos, pero que significa todos, porque, claro, etc., etc. Decirles, también, que Dios, padre-madre, quiere a todas y a todos con locura y que los seguirá queriendo a pesar de todos los pesares y de las inmensas miserias que llevamos "todas y todos" dentro de nuestros corazones. Porque creo que de lo que estamos, y están faltos en general, todas y todos, es de sentirnos y sentirse queridos. Y sobrados, pero que muy sobrados, de distingos y matizaciones constantes que no conducen a nada. Que ya está bien de amenazas y advertencias. Que solamente cuando uno/a se siente querido/a y nota que le ronda por todas partes el amor, su vida, la nuestra, cambia de signo y de actitud. Dejar de estar a la defensiva, para pasar a vivirla a pecho descubierto, con el corazón lleno de confianza hacia ese Dios, padre-madre, que ama con locura y perdona sin condiciones. Y, al mismo tiempo, con el mismo corazón lleno de compasión y de acogida hacia el hermano.
No sé si Francisco pensaba en todo esto en Lisboa, cuando pidió que todos gritaran con él aquel "todos, todos, todos". Seguramente no. Pero yo me permito hacer mío, en este caso, el dicho italiano: "Si non è vero, è ben trovato".
Por eso, "Sangre derramada por todos los hombres y mujeres...".
Juan Zapatero Ballesteros
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