Estimadas y estimados. Nos hallamos en un clima de decadencia generalizada que se esconde bajo la falsa idea de progreso y bienestar. No es la primera vez que la historia humana vive un proceso similar. Para darnos cuenta, basta con leer La Ciudad de Dios de san Agustín o el Decamerón de Giovanni Boccaccio, por poner dos ejemplos diferentes. En este estado de cosas, la experiencia humana pone de manifiesto, con más evidencia, una de las características de nuestra sociedad: encontrarle encanto a toda situación y a todo momento. Y hacerlo para no tener que plantearse críticamente el futuro ni apuntarse a cambio alguno.’
Así, terminamos encontrándonos por todas partes con la existencia de «la dulce trampa de la decadencia», ejercida por multitud de gente que se pasea por calles y plazas o que habitan nuestras casas, manifestando un perfil de absoluta normalidad y convirtiéndose en portadores de este «espíritu de la época» (Zeitgeist). En consecuencia, en la mayoría de conversaciones, raramente hay alguna alusión a obras clásicas de la literatura, o a algún tema que muestre cierta inquietud o que encare el sentido propio de la vida: pocas o ninguna referencia a películas que despierten cierto interés, o a obras musicales destacables y aún menos a ningún postulado social, filosófico o existencial. Se limita todo a libros de «diseño», películas de moda, series precocinadas o temas banales.
Pueden tener estudios universitarios y cobrar sueldos superiores a la media, pero el objetivo más destacado de su vida suele ser una diversión sin fin, para privarse de pensar en lo que realmente son en la vida e ignorando el «mal infinito» —como afirmaba Blaise Pascal— que nunca es suficiente. Es el efecto del agua salada, que cuanto más se bebe más sed se tiene, recordado por Arthur Schopenhauer.
En otro nivel de cosas, altos cargos de las finanzas y de la política han visto incrementado su poder adquisitivo gracias a una tergiversación de las leyes de la economía en beneficio propio, ignorando que la economía tenía —y debería continuar teniendo— como objetivo el reparto equitativo de la riqueza. La lista podría seguir…
La única «religión» que hoy parece captar la atención es el ecologismo y el cambio climático. Se ignora, quizá deliberadamente, que el desastre ecológico actual tiene su raíz en un desastre humanitario mucho más radical. Se trata de la «inhumanidad» de muchos de nuestros contemporáneos, tal como muestra de manera excelente la película Interstellar de Christopher Nolan (2014): la salvación del planeta no depende de la nueva religión de la naturaleza —el ecologismo—, sino que depende del hecho que nuestra especie sepa volver a la idea del ser humano como único ser que es un fin en sí mismo y nunca un medio para ninguna otra cosa. Ya lo afirmaba Emmanuel Kant y nos lo ha recordado el papa Francisco en la Encíclica Laudato si’.
Naturalmente, en toda época histórica decadente, no solo hay decadencia. También hay otra gente que tiene inquietudes y se preocupa por el bien de los otros y no solo para satisfacer los deseos más primarios. Pero esto no impide que «el espíritu de la época» esté marcado por el dulce encanto de la decadencia, precisamente porque no lo parece.
Joan Planellas
Religión digital
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