fe adulta
Las parábolas de la reprobación están dirigidas específicamente a las autoridades judías, y su aplicación a nosotros es poco evidente. Por eso, vamos a aprovechar estos dos domingos para abordar un tema que nos incumbe: ¿Hasta qué punto el avance de la ciencia está estrechando el espacio necesario para creer en Dios?...
Einstein dijo en cierta ocasión que “el hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir”, y quizás esta historia sea una buena prueba de ello.
Allá por el año 1931, un jesuita belga (y matemático prodigioso) de nombre Georges Lemaître, lanzó por primera vez la idea de un universo en permanente expansión, y añadió que, remontándose hacia atrás en el tiempo, su dimensión inicial tuvo que haber sido ínfima. Aventuró que su origen pudo ser la explosión de una partícula de dimensiones ínfimas y densidad infinita a la que llamó “átomo primigenio”.
Esta hipótesis fue acogida con gran hostilidad por parte de la comunidad científica, aduciendo que Lemaître pretendía favorecer con ella sus ideas religiosas acerca de la Creación. Poco más tarde, Edwin Hubble demostró empíricamente que el Universo se está expandiendo, y la idea de Lemaître comenzó a ser aceptada. Sobre los años cincuenta, George Gamow, brillante físico ucraniano, desarrolló un modelo completo y convincente que hizo de la teoría de Lemaître una teoría respetable.
Así nació el “Modelo Estándar del Big Bang” que está hoy generalmente aceptado por la comunidad científica. Este modelo hace una descripción detallada y rigurosa del proceso que tuvo lugar a partir de aquella gran explosión, aunque, eso sí, renunciando a explicar las causas que la originaron. Sus fundamentos teóricos hay que buscarlos en la teoría especial de la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica, y su fiabilidad está avalada por las observaciones y experimentos llevados a cabo en diversos observatorios y aceleradores de partículas.
Básicamente, este modelo sostiene que en el momento del Big Bang se generó un gran flujo de radiación en todas las direcciones, y que ésta energía acabó produciendo los átomos más ligeros de la tabla periódica; hidrógeno, deuterio y helio. Añade que las fluctuaciones de densidad existentes en aquel Universo primigenio dieron lugar a estrellas y galaxias, y que en el interior de las estrellas se fabricaron los átomos más pesados —del litio al uranio—, debido a las condiciones extremas de presión y temperatura allí existentes. Arrojados al espacio por explosión de las supernovas que los contenían, dieron lugar a los meteoritos, planetas y demás cuerpos densos que pueblan el cosmos...
Un relato fascinante, sin duda, pero que no explica de dónde procedía esa partícula primitiva (o esa acumulación de energía) que desencadenó el Big Bang, y que, por tanto, no desvela el enigma del origen del universo y de nuestra propia existencia. Algunos científicos han desarrollado teorías para responder a este enigma, pero todas ellas presentan inconsistencias tan sustanciales que les impiden ser aceptadas como parte integrante del Modelo Estándar del Big Bang.
La postura más común entre los científicos de prestigio la vemos en James Peebles, Premio Nobel de física de 2019, quien, en una entrevista en la embajada sueca en Washington tras obtener el galardón, manifestó lo siguiente: «Lo que sí tenemos es una teoría de la evolución bien probada desde unos segundos después de la explosión. Sin embargo, la misteriosa fase inicial sigue siendo eso, un misterio»
Y es que, sin leyes físicas ni datos empíricos previos al Big Bang, éste se ha convertido en un muro infranqueable en el que la ciencia ha encontrado su frontera. Ello nos invita a buscar las respuestas a las preguntas límite de nuestra existencia en ámbitos distintos al ámbito científico, por ejemplo, el religioso, pues, como decía Einstein: «La ciencia sin la religión es coja, y la religión sin la ciencia es ciega».
Si recurrimos al Génesis para entender qué pasó, vemos que los cronistas de sus dos primeros capítulos nos describen a su modo la Creación, pero de su descripción se desprende que no tienen ninguna vocación científica y que les importa un bledo cómo se formó el mundo o cómo surgió el primer hombre.
El único mensaje que tratan de transmitir es que el mundo es obra de Dios, y que el hombre está alentado por el soplo de Dios; por el espíritu de Dios... Eso sí, para envolver el mensaje se inventan un relato precioso que hace tangible el suceso. No saben nada de física, ni de genética ni de evolución, y aunque hubiesen sabido, el relato científico les habría parecido totalmente irrelevante frente al mensaje central que nos trasmiten.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo sobre este evangelio, pinche aquí
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