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miércoles, 13 de abril de 2022

Pascua, mensaje de esperanza. ¿Dónde está Dios en las guerras y masacres?

 

Fernando Bermúdez

Redes Cristianas

Los medios de comunicación nos están mostrando la destrucción y muerte provocada por la invasión del ejército ruso en Ucrania. Multitud de personas muertas y heridas y más de cuatro millones de refugiados. Gente que lo ha perdido todo, absolutamente todo, vivienda, objetos personales, trabajo y sobre todo familiares y amigos. Pero ésta no es la única guerra que hay en la actualidad. Son más de 20 conflictos bélicos de los que los medios de comunicación apenas hablan. En estos conflictos millones de personas murieron y otras se vieron forzadas a buscar refugio en otras partes.

En todas las guerras la población civil es la que más sufre, sobre todo niñas y niños a los que se les ha robado el derecho a vivir. Y como consecuencia, se acrecienta el hambre, el odio, las venganzas, la deshumanización.
¿Dónde está Dios en medio de tanto sufrimiento? La sangre derramada a lo largo y ancho de la tierra corre por las venas de la historia. Sangre de masacrados en todas las conquistas, sangre de indígenas de la Amerindia, sangre de esclavos negros de África, sangre de los asesinados en Auschwitz, sangre de palestinos, iraquíes, sirios, yemeníes, etíopes, somalíes, congoleños, ucranianos…, sangre de mártires que dieron su vida por una causa justa, sangre de innumerables personas inocentes…

Esta sangre es un indicador de que en la historia hay víctimas y victimarios.
¿Dónde estaba Dios cuando los fuertes mataban a los débiles? ¿Dónde estaba Dios en los barcos repletos de esclavos negros, cazados en África para su venta en las Américas?, ¿dónde estaba Dios en la matanza de indios en el continente americano?, ¿dónde estaba Dios en los bombardeos de la “Desbandada” de Málaga?, ¿dónde estaba Dios en las matanzas entre los tutsis y los hutus en el corazón de África…?

Las guerras son la estrategia de los poderosos de las grandes potencias que siempre van a justificar, desde arriba, desde sus despachos y con mentiras, sus acciones bélicas, para acrecentar su dominio, poder y riqueza.
Esta realidad nos hace sentirnos impotentes. El llanto y la muerte de millones de inocentes nos golpean el alma y destrozan la esperanza. ¿Dónde estaba Dios? ¿Dónde?

Es el interrogante que arranca desde lo profundo del sufrimiento injusto provocado por los señores de la guerra.
¿Dónde está Dios?, ¿por qué no actúa? Si Dios es amor y quiere evitar el sufrimiento humano y no lo hace, ¿por qué lo permite? ¿Es que no es omnipotente? Y si es todopoderoso y no evita el sufrimiento, ¿dónde está el Dios bueno, compasivo y misericordioso? “Si Dios existe el mal no tiene explicación, pero si Dios no existe el mal no tiene solución”, señala González-Faus.

¿Por qué los tiranos lo pasan tan bien y tanta gente buena lo pasa tan mal?, se preguntaba José Luis Caravias. ¿Por qué Dios guarda silencio viendo cómo el malvado se traga al inocente?
Estos interrogantes superan nuestra capacidad de respuesta. El horroroso sufrimiento de las matanzas y las guerras nos deja abatidos y sin sentido. Desde el día en que escuché a los refugiados guatemaltecos, en Chiapas, testimonios de masacres, solo encontré una respuesta:
el silencio. Y en el silencio descubrí la presencia de Jesús de Nazaret, torturado, crucificado, humillado, muerto y destazado en la cruz. El hombre que pasó por el mundo amando y haciendo el bien, fue aniquilado por los poderes del mal. Él refleja a todos los inocentes y masacrados de la historia. El Verbo de Dios se hizo muerte, decía Pedro Casaldáliga.

No encuentro otra respuesta sino en la contemplación profunda del Crucificado del Gólgota, quien en su angustia clamaba: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado!” (“Eloí, Eloí, lammá sabactaní, en su lengua aramea). Jesús expresa un sentimiento profundo de abandono, de rebeldía y casi de desesperación, señala José Cervantes. Da la impresión de que Dios está ausente. Jesús, impotente y moribundo, pregunta ¿por qué? La confianza en un Dios que se revela como Padre justo y misericordioso se convierte en sentimiento de fracaso. La resistencia humana ante el sufrimiento llega a su límite y estalla en un grito que suena a rebeldía y desconsuelo. Le grita a Dios. Y en su angustiosa desesperación le interroga ¿por
qué?, ¿por qué este sufrimiento inmerecido? Es una pregunta profundamente desgarradora.

Jesús muere sin respuesta. Es la expresión más trágica de la humanidad sufriente. Su grito es el grito de todos los oprimidos, perseguidos y masacrados a lo largo de los tiempos. ¿por qué?
¿Dónde está Dios?
Parece que Dios calla ante el que murió injustamente en la cruz porque amaba a los pobres, porque proclamaba la justicia y la fraternidad universal, porque quería otro estilo de vida que sea signo del reinado de Dios.

En este grito, “¿Dios mío, por qué me has abandonado?”, que expresa un sentimiento de abandono, soledad, desesperación y tristeza de muerte, Jesús carga con el sufrimiento de todos los seres humanos. Se hace solidario con ellos. Es un grito que expresa una duda existencial. “Es la palabra más universal frente a la muerte como abismo y muestra la más radical incomprensión de la muerte y especialmente de la muerte injusta”, como la de tantos hombres y mujeres que son asesinados, masacrados, bombardeados.

Jesús Crucificado estaba en aquel niño iraquí, sirio, yemení o ucraniano que murió aplastado por una bomba. Jesús estaba en el anciano degollado, estaba en aquellas mujeres violadas y asesinadas, estaba en los palestinos que reclamaban sus tierras, estaba en las mujeres que con sus niños murieron ametralladas y ahogadas en el río Sumpul y en el Mozote, El Salvador; y en la selva de Ixcán o en San Francisco Nentón, Guatemala.

Jesús estaba en aquellos hombres y mujeres que fueron asesinados por defender la vida de su pueblo, defensores de derechos humanos, líderes sociales, políticos o religiosos como Luther King, Enrique Angelelli, Salvador Allende, Robert Kénnedy, Rutilio Grande, Oscar Romero, Dorothy Stang, Policarpo Chem, Juan Gerardi, Víctor Gálvez, Berta Cáceres, Luis Espinal, Ignacio Ellacuría…

Los que mataban decían que lo hacen por defender el orden establecido o la civilización cristiano-occidental frente a la amenaza del comunismo. Veían comunismo en la defensa y promoción de los derechos humanos, en la exigencia de justicia, en los retos de la doctrina social de la Iglesia… Por eso mataron obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas y ministros de la Palabra.

El Dios de los poderosos, de los opresores, no es el Dios de Jesús. Es otro Dios. Es el dios de la Seguridad Nacional, el dios dinero, el dios de los imperios. “Su Dios no es mi Dios”, dijo el santo arzobispo Óscar Romero al presidente de El Salvador. Un Dios sin justicia, sin respeto a la dignidad de todo ser humano es un fetiche. Muchos poderosos toman el nombre de Dios en vano, convirtiéndolo en un monstruo.

Dios es amor. Está en los pobres y en la humanidad sufriente. No puede ser vencido por el odio, el mal y la muerte, ni puede contemplar impasible el sufrimiento de las víctimas. Dios nos presenta como respuesta al sin sentido de tanto horror y dolor a Jesús muerto en la cruz, quien fue resucitado. Jesús es la respuesta.

Por eso solo se puede asumir el sufrimiento y la muerte de tantos hombres y mujeres
masacrados, desde una actitud contemplativa del misterio de Dios. La última palabra no la tienen los poderes de este mundo ni el sistema capitalista neoliberal ni las potencias político- militares, ni las multinacionales económico-financieras que hoy se consideran dueñas y señores de la humanidad. La última palabra la tiene el Dios de la vida que resucitó al Crucificado y en él hace justicia a los crucificados de la historia.

La resurrección de Jesús, el Cristo de Dios, abre la puerta a la esperanza. La muerte deja de ser el final de la existencia. Es el triunfo de la justicia sobre la injusticia, de la libertad sobre la opresión, de la verdad sobre la mentira y la falsedad, de la vida sobre la muerte. Todos los que a lo largo de la historia cayeron aplastados por el pecado de la injusticia y, concretamente los
hombres, mujeres, niños y niñas muertos en estas masacres y en todas las guerras, viven en el corazón de Dios y en la memoria de las personas y pueblos que aman y trabajan por la vida y la paz. Son como el grano de trigo que cae en el surco de la tierra y se descompone para germinar en una nueva vida. Así ellos, no mueren, resucitan en la memoria histórica de los pueblos y, sobre todo, en la plenitud de la Vida.

¿Dónde estaba Dios en estas tragedias de dolor y de muerte? Dios estaba, asimismo, en todas aquellas personas que abrieron su corazón para aliviar el sufrimiento humano, compartiendo techo, vestido, pan, amor y compasión. Ahí estaba Dios. Dios está en la solidaridad de quienes acogen a las víctimas de las tragedias, sin importar el color de la piel, nacionalidad, ideología política o religión. Dios está en las organizaciones, iglesias y demás religiones que salen al encuentro de la humanidad sufriente, de los refugiados, aportando su dinero y su tiempo,
acogiéndolos como hermanos. Dios está en las personas que sueñan y luchan por otro mundo más humano y fraterno, como señala el papa Francisco en la Fratelli tutti.

Ubi caritas et amor Deus ibi est. Donde hay solidaridad y amor allí está Dios.

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