Propongo 10 puntos de reflexión que considero fundamentales en estos tiempos de transición hacia una filosofía, una teología y una espiritualidad no-teísta, posteísta o transteísta. Este último término, “transteísta”, es el que yo prefiero: con una imagen u otra o ninguna (?) de Dios, con nombre o sin él, pero siempre “más allá” de toda imagen y nombre, hacia el Misterio, el Silencio.
Divido mis reflexiones en dos partes: la primera en torno a Dios y la segunda en torno a Jesús.
I. DIOS MÁS ALLÁ DE “DIOS”
1.1. ¿Crees en Dios?
Se cuenta que Arnold J. Toynbee, el famoso historiador de las civilizaciones, conversaba en 1963 con su hijo, que de pronto le preguntó: "¿Crees en Dios?". Toynbee contestó: "Creo en Dios si las creencias hindúes o chinas están incluidas en la creencia en Dios. Pero me parece que los cristianos, judíos y musulmanes, en su mayoría, no admitirían esto y dirían que no es una genuina creencia en Dios".
Si se me pregunta, como su hijo preguntó a Toynbee, “¿Tú crees en Dios?”, también yo podría responder como él. O simplemente diría: “Depende de lo que entendamos por Dios”. No creo lo que se entiende por “Dios teísta”, pero creo que creo en Dios como Misterio fontal indecible de la Realidad. Esto me lleva al segundo punto.
1.2. ¿Qué se entiende por “imagen teísta de Dios”?
También el término teísmo es equívoco. Para simplificar, me remito a la definición que ofreció el gran teólogo obispo John Shelby Spong: “la creencia en un Ser externo, personal, sobrenatural y potencialmente actuante en lo real” (Why Christianity must change or die [Por qué el cristianismo debe cambiar o morir)], HarperSanFrancisco, Nueva York 1998, p. 46). Un Ente Supremo, anterior y exterior al mundo, “personal”, que creó el mundo de la nada e interviene en él cuando quiere.
Al año siguiente, en 1999, formuló sus “doce tesis” sobre lo que debía cambiar en la teología cristiana, y la primera de las tesis dice así: “El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Dios ya no puede ser pensado con credibilidad como un ser sobrenatural por su poder, que habita en el cielo y está listo para intervenir en la historia humana periódicamente e imponer su voluntad. Por eso, la mayor parte del lenguaje actual sobre Dios carece de sentido; lo cual nos lleva a buscar una nueva forma de hablar de Dios” (In: http://www.servicioskoinonia.org/relat/436.htm).
1.3. ¿Por qué ya no es creíble este “Dios teísta”?
Esa idea de Dios como Ente Supremo y creador exterior al mundo y el sistema religioso teísta surgieron hace unos 7000 años allá por Sumeria, y se impusieron o prosperaron –es importante decirlo– porque, sin duda, ofrecía alguna ventaja evolutiva para la sociedad. Es la ley básica de la evolución en general y de la vida en particular: de todas las formas emergentes, prosperan aquellas que resultan ventajosas. La imagen teísta de Dios ha servido para explicar la existencia del mundo y para mantener el orden, para promover la bondad y evitar el daño mutuo.
Pero esa imagen de Dios ya no cabe en el marco cultural de nuestro tiempo: ni como causa primera explicativa del mundo, ni como fundamento último de la ética. Un Dios en cuanto causa primera extrínseca al mundo sería un Ente lógico postulado por la necesidad humana de explicación. Dios sería creación de la mente humana y de sus necesidades de fundamento lógico. Y a quien diga que no existe nada sin alguna causa, se le podría replicar lógicamente: “¿Y quién creó a esa causa primera?”. Si insistiera en que “Dios” es la causa increada, el interlocutor podría responderle que tan lógico como postular una causa increada anterior y distinta de lo creado sería afirmar que algún tipo de electromagnetismo –que es como decir “luz”– es la causa increada (“eterna”), fuera de las categorías del universo que vemos.
Ahora bien, la negación de un Dios causa primera y explicación necesaria no nos condena a un cientificismo materialista. Todo depende de lo que se entienda por ciencia y por materia. La ciencia es la primera que reconoce que la “materia” es no solo un enigma, sino un gran misterio, que no es algo inerte y estático, sino misteriosa energía que transciende todas nuestras categorías de espacio y tiempo, y que de ninguna manera podemos entender la materia como algo contrapuesto a lo que denominamos “espíritu”. La materia es matriz inagotable, posibilidad, relación y auto-creatividad sin origen ni fin, de la que emergen todas las formas, tanto las que llamamos “materiales” como las que llamamos “espirituales”.
Del mismo modo, la negación de un “Dios fundamento” de la ética no nos condena a un mundo sin ética, sino que nos remite a una ética sin fundamento externo a la realidad misma que formamos, sin otro fundamento que el reconocimiento del misterio absoluto de la realidad entera en cuanto relación, en cuanto “Interser”, un reconocimiento que suscita la reverencia y el amor del otro como a sí mismo y de sí mismo como a “otro”. Por lo demás, el pasado y el presente demuestran que las personas que creen en el “Dios necesario” no son más justas, generosas y felices que quienes dicen no creer.
Por todo ello, el Dios Ente tradicional de las religiones ya no entra dentro de lo “creíble disponible” (P. Ricoeur) de nuestra época. Su idea ya no resulta creíble para una mayoría social en general, y muy en particular para quienes contemplan, investigan y piensan lo Real. La negación de un “Dios” Ente explicativo necesario de ningún modo convierte a nadie en menos sensible al asombro, la veneración y el compromiso por el bien o por el Misterio más hondo de la realidad, que es otra forma de decir Dios.
1.4. ¿El Misterio más hondo de la Realidad es personal?
No digo que Dios, en cuanto Misterio más hondo de la Realidad no sea personal, y menos aún que sea impersonal. Una vez más, todo depende de lo que entendamos por “persona”. El concepto sugiere un sujeto individual dotado de conciencia propia frente a otro sujeto, otro individuo, dotado de su propia conciencia, distinta de la primera. Desde Hegel en particular, se han dado muchos intentos filosóficos por redefinir la “persona” en clave de relación y comunión en lugar de la clave de la individualidad, pero, de hecho, “persona” sigue significando un sujeto, un centro autoconsciente individual distinto de otro centro autoconsciente individual. Pues bien, si entendemos a Dios como lo Real más hondo o como Misterio más hondo de lo Real, difícilmente podemos pensar que sea “persona” en el sentido de un sujo frente a otro sujeto, alguien junto a alguien, distinto de él.
Sin embargo, Dios como Fondo de la Realidad o como puro y pleno Ser del universo o del multiverso, Dios como Aliento Vital infinito de todo lo Real o como Relación Absoluta, no es “algo” impersonal, sino más, infinitamente “más que personal”. Se podría decir que es “transpersonal” en el sentido más pleno. No es un Yo frente a un tú, ni un Tú frente a un yo. Es pura relación creativa de todo con todo, sin fusión ni distinción. Es el Yo de todo tú y el Tú de todo yo más allá tanto de la unidad como de la dualidad. Todas las formas de amor, reconocimiento, respeto, ternura, relación, compasión, solidaridad y cuidado son epifanía y encarnación de Dios o del Fondo de todo lo Real.
1.5. ¿El Infinito es inmanente o transcendente?
A la teología posteísta o transteísta se le reprocha a menudo que encierra a Dios en la pura inmanencia y que ignora o niega su transcendencia. Nos hallamos ante otro malentendido. En realidad, Dios, comprendido como Fondo o como Aliento vital de todo lo Real, transciende absolutamente la antítesis inmanencia-transcendencia, al igual que transciende la antítesis entre monismo y dualismo. Dios no es una parte del Todo (dualismo), ni tampoco es la suma de todas las partes (monismo). Dios no es el nombre de un Ente espiritual contrapuesto a un mundo material (dualismo), ni tampoco el nombre de un Todo material-espiritual divino (monismo “panteísta”). El universo está constituido de formas, pero Dios no es una forma, sino el Fondo no objetivable, trans-objetivo, de todas las formas. Por lo demás, el Fondo no es una forma, pero tampoco es ni fuera ni dentro de las formas, sino que es más allá de las categorías dentro-fuera. Como el Ser en los entes, como la belleza en todo lo bello, como la bondad en todo lo bueno, como el sentido en la palabra, como el sabor en el pan, el vino o la naranja, como el Todo en cada parte y en la suma de todas las partes.
El cardenal Nicolás de Cusa (s. XV) enseñó que Dios no es “relativamente otro”, sino “absolutamente otro” de todo, y que por eso es “No Otro” o que no es “otro de nada”. Es absolutamente inmanente y absolutamente trascendente, la absoluta trascendencia en la absoluta inmanencia (R. Panikkar).
1.6. En el fondo, ¿la mística de todos los tiempos y tradiciones no apunta más allá del teísmo?
Creo que sí. No se piense que la superación de la imagen teísta de Dios sea solo cosa de nuestro tiempo. La experiencia más profunda de lo Real ha movido a sabios y sabias, místicos y místicas, profetas y profetisas de todas las tradiciones a superar la imagen teísta de Dios, en realidad toda imagen mental e institucional del Absoluto. Así Confucio y Laozi en China; Buda, Mahavira y los autores de las Upanishads en la India; Parménides, Pitágoras y Heráclito en Grecia… Todos ellos intuyeron y apuntaron al Absoluto irrepresentable más allá del “Dios” representado.
De igual modo, los y las grandes testigos del Infinito en la tradición judeo-cristiana experimentaron a Dios más allá de “Dios”, de su imagen de Dios: los extranjeros Abraham, Sara y Agar lo reconocieron en el extranjero; el perseguido Jacob lo reconoció en el vado, el paso o tránsito, de Yaboc; el exiliado Moisés lo reconoció en la montaña pagana del Horeb; y Jesús lo reconoció fuera del Templo y de la letra, en los heridos de los caminos. Y así deberíamos hablar de Hildegarda de Bingen y Margarita Porette, el Maestro Eckhart, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, Bonhöffer, Simone Weil y Etty Hillesum… Son incontables.
Todos ellos transcendieron en el fondo la imagen teísta de Dios, aun cuando a menudo siguieran utilizando también el lenguaje teísta propio de su cultura. Hoy nos vemos más impelidos que nunca a buscar un lenguaje transteísta, precisamente para ser fieles a su experiencia más profunda y a nuestra propia experiencia. Después de “Dios”, queda lo Real, el Misterio fontal dinámico que late como su Fondo. Y creo que Toynbee aceptaría este lenguaje filosófico y teológico, tanto oriental como occidental, esta manera metafórica, mística y “transteísta” de decir Dios. Creo que también lo podrían aceptar Einstein y buena parte de las científicas y científicos de hoy.
1.7. ¿Podemos todavía llamar Dios al Misterio innombrable?
Al “Dios” Ente Supremo que niegan los ateos yo también lo niego, pero afirmo que el término Dios o sus equivalentes en las diversas lenguas (Theos, Gott, Bog..) no expresa únicamente la imagen llamada “teísta” de Dios como Ente Personal distinto de los entes del mundo. Y, en este tiempo de transición transteísta en que nos hallamos, y dependiendo de dónde me halle y a quién me dirija, o incluso en mi diálogo interno más profundo, yo no renuncio a utilizar la palabra “Dios” para referirme al Misterio innombrable, más allá de todos sus significados. Por eso hablo de “Dios más allá de ‘Dios’ “. Parece contradictorio, y es discutible, pero hoy por hoy es mi opción, a sabiendas de que el nombre que demos al Innombrable es lo de menos.
II. JESÚS MÁS ALLÁ DEL “HIJO DE DIOS”
En la segunda de sus famosas Doce Tesis, John Shelby Spong afirma: “Dado que Dios no puede pensarse ya en términos teístas, no tiene sentido intentar entender a Jesús como la encarnación de un Dios teísta. Por eso, la Cristología antigua está en bancarrota” (http://www.servicioskoinonia.org/relat/436.htm). Propongo 3 reflexiones al respecto:
2.1. Más allá del dogma y de la historia
Todos los dogmas cristológicos están formulados en el marco de una cosmovisión y de un lenguaje teísta. Afirman que Jesús es la única encarnación plena del Dios Ente Supremo: en un universo o multiverso infinito (no en el sentido propiamente “filosófico”, sino más bien físico), Dios se habría encarnado de manera plena hace solamente 2000 años, en un varón judío de una de las especies humanas conocidas, el Homo Sapiens, en un planeta de una de las incontables estrellas de las innumerables galaxias, cuya historia de 13.800 millones de años no es tal vez más que una de tantas historias en un multiverso infinito. Además, los dogmas afirman que Jesús nació de madre virgen, que hizo milagros (“rompiendo” las leyes de la naturaleza, siendo así que ni de lejos las conocemos todas), que murió en la cruz para expiar nuestras culpas y resucitó y se apareció milagrosamente, físicamente. Esa cristología se derrumba. Jesús me pide otro lenguaje para hablar de su Misterio, que es el Misterio de cuanto es, también de nosotros mismos.
Pero, cuando digo “Jesús”, no me refiero tampoco al “Jesús estrictamente histórico”, del que sabemos muy poco con plena certeza. Me refiero al “Jesús de los relatos evangélicos”. Estos relatos son a su vez plurales, cuando no contradictorios, y fueron elaborados en las primeras comunidades cristianas y recogidos fundamentalmente en los evangelios (tanto canónicos como “apócrifos”). Hoy, claro está, debemos leer todos estos relatos de manera libre e inspiracional, en coherencia con los diversos saberes.
Miro a Jesús como símbolo o icono del ser humano en comunión con todos los vivientes. Como icono del ser humano inspiradamente comprometido en favor de la plena comensalía, de la plena liberación, de la plena sanación y de la plena bienaventuranza compartida. Como icono de la esperanza anticipadora.
Miro a Jesús como icono de una profunda confianza en la Plenitud de lo Real, en la Fuente primera, en el Corazón latiente de cuanto es, en el Aliento que insufla y sostiene la Vida. Jesús lo llamaba Dios y, de acuerdo a la cultura judía de su tiempo, lo imaginaba de una manera que hoy llamaríamos teísta, pero transcendió y enseñó a transcender toda imagen y doctrina aprendida. Miro a Jesús como símbolo real, cercano, concreto, interpelante, compasivo del Absoluto, como persona-símbolo a la que podemos escuchar, hablar, querer, y de quien nos podemos fiar.
Y quede claro: no miro así a Jesús porque sea la figura única o perfecta o superior a las demás, sino porque su figura forma parte singular de mis raíces, de nuestras raíces culturales y espirituales, personales y colectivas.
2.2. ¿Fue Jesús un hombre perfecto?
Jesús, ¿una persona humana como nosotros? es el título del último libro del sabio jesuita Roger Lenaers. El teólogo belga invita a liberar a Jesús del ropaje mitológico de los Evangelios y del lenguaje de la dogmática posterior. Insiste en que Jesús no fue un ser híbrido compuesto de doble naturaleza (humana y divina) cuya “hipóstasis” o sujeto o centro personal sería la “persona divina”, el Logos, la “segunda Persona de la Santísima Trinidad”. En ese sentido, dice Lenaers, Jesús “fue persona humana como nosotros” (p. 158), y tuvo, por lo tanto, “las mismas necesidades, deseos y reacciones que nosotros” (p. 158).
No obstante, afirma también Lenaers, Jesús no se sitúa en el “bajo nivel evolutivo en que estamos nosotros” (p. 52). “Hombre como nosotros, debió haber tenido las mismas necesidades sexuales que nosotros, pero de toda evidencia las manejó de manera distinta al término medio de la humanidad y no fue dependiente de ellas, sino interiormente libre, con la misma libertad que demostró tener frente al dinero, a las apariencias y a la crítica de sus adversarios” (p. 158).
Jesús habría sido, pues, un Homo Sapiens perfecto. Pero ¿no es una contradicción en los términos? Somos por definición fruto, maravilloso y frágil, de una evolución azarosa esencialmente inacabada y abierta. ¿Puede alguien concebir siquiera una persona humana de nuestra especie dotada de inteligencia perfecta, voluntad perfecta, emotividad perfecta, espiritualidad perfecta…? Por lo demás, ¿por qué no vamos a imaginar que en un planeta lejano existe ya o que en nuestro propio planeta, dentro de millones de años o dentro solo de 100 años o menos, existirá una especie –humana, transhumana o posthumana– más “humana” –solidaria y bienaventurada– y por lo tanto “divina” que todos nosotros, incluido Jesús?
¿Podemos imaginar razonablemente a un Jesús que nunca hubiera padecido rencillas, resquemores ni resentimientos, que nunca hubiera experimentado envidia, codicia y orgullo, que nunca hubiera flaqueado y sucumbido en su confianza, su solidaridad y su esperanza? Si fuera así, no sería humano. Y yo no puedo imaginarlo sino como una persona humana, hecha como todos nosotros de arcilla animada de Espíritu o de Aliento, de arcilla llena de luz y de sombras. Solo así, y no porque fuera perfecto ni siquiera el más perfecto, podría seguir inspirándome.
2.3. ¿Puede Jesús inspirarnos todavía?
Estoy absolutamente convencido de que sí. Pero hablaré en nombre propio. Dejo por supuesto de lado lo que no me inspira o me resulta contrainspirador, y me abro a lo que me da aliento. Si me inspiran Laozi (que ni siquiera existió) y el Popol Vuh o el silencio del atardecer, ¿por qué no me habrá de inspirar Jesús?
Me inspira, por ejemplo, su profunda confianza en la Hondura de la Realidad. Me inspira el hecho de que Jesús libere a Dios del sistema religioso-sacrificial y sacerdotal del templo y de las “tradiciones humanas”, y nos remita al Misterio último que “levanta del polvo al humilde y derriba del trono al poderoso”, que busca lo perdido y se alegra de encontrarlo, que “justifica” al publicano frente al fariseo, que llueve sobre buenos y malos, que anuncia por boca del “último profeta” el Jubileo de la gracia y de la liberación…
Me inspira su personalidad de profeta carismático itinerante, y el hecho de que, en su vida itinerante, se hiciera acompañar por hombres y mujeres a la par, para escándalo de la gente de bien. Me inspira su sensibilidad, su espíritu, su praxis fraterno-sororal: “Todos sois hermanos/hermanas”. Me inspira su insistencia en que “misericordia quiero y no sacrificios”, su compasión, su comensalía abierta, la fuerza sanadora que suscitaba en las enfermas y enfermos (“tu fe te ha sanado”), y que no le importara el pecado (la “culpa”), sino el sufrimiento. Me inspira la profunda “revolución de valores” que llevó a cabo, atribuyendo a los pobres y a los últimos los valores que eran habitualmente atribuidos a la aristocracia (magnanimidad, paz, generosidad, filiación divina, sabiduría…), y revalorizando los valores de los pobres (hospitalidad, economía familiar de la reciprocidad…). Y me inspira su libertad interior y pública frente al poder político-religioso, que le llevó a jugarse la vida hasta perderla (y así ganarla) del todo.
Pero, en última instancia, no se trata de asentir a unas creencias, sean antiguas o modernas. Se trata de tener raíces que nos nutran y de suelo sobre el que caminar en confianza. No importa creer o dejar de creer, sino entregar el corazón, confiar en la Realidad, hacerse samaritano compasivo de toda criatura doliente, y ser lo que SOMOS eternamente. Eso es en realidad creer en Dios, independientemente de las creencias. Y es la forma de crear a Dios o de recrear el mundo.
José Arregi
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