Fe adulta
De nuevo llega la primavera y lo hace, como cada año, brindándonos el mejor de los regalos: la Pascua. Llega, también como siempre, intentando despertarnos del largo, demasiado largo, letargo invernal, en el que da la sensación como si el aburrimiento, el tedio, el absurdo y, la muerte, que aún es peor, fueran necesarios o, por lo menos, estuvieran permitidos, para poder justificarnos de todo lo habido y por haber. Ese invierno de las ideas preconcebidas y de los prejuicios gratuitos que congelan en nosotros, hasta hacerlos morir en muchos momentos, sentimientos maravillosos que nos hubieran podido impulsar a vivir de otra manera, por no decir la única que existe para hacernos de verdad felices; sentimientos tales, como, el amor, la paz, la concordia, la generosidad, el perdón, la vida en definitiva. Es hora de despertar, continúa recordándonos la “primavera pascual”, de esa especie de somnolencia resignada y aceptada por la inmensa mayoría de los humanos, como si de un “sino” forzoso e inevitable se tratara. Bendita Pascua, que viene como “inclusiva” de todos y como no “exclusiva” de nada ni de nadie; puesto que no entiende de creyentes ni de incrédulos, ni tampoco de los que son de un signo o de otro; porque ella, la “Pascua”, es la manifestación más excelsa de la “Vida” y, por lo mismo, la única capaz de engendrar amor infinito, perdón sin condiciones y esperanza profunda. Una vida que es de todos y para todos, a pesar de que siempre haya el espabilado, el malicioso o el vete tú a saber qué de turno que pretenda arrebatársela a algunos, a muchos, para qué andar con rodeos, porque eso sí que lo tienen los pobres, que son muchísimos, abundantes hasta la saciedad.
Viene la Pascua a decirnos que, una vez ya despiertos de ese letargo, debemos ponernos en camino hacia nuevas metas, las únicas que conducen de verdad a la consecución de un universo respetado, en el que la naturaleza y el cosmos, en general, dejen de ser objeto de depredación, para convertirse en los compañeros imprescindibles de viaje; a ponernos manos a la obra de cara a la construcción de una humanidad igualitaria, donde ser hombre o mujer sea tenido como la gran oportunidad para un mayor crecimiento en valores de convivencia y de solidaridad, haciendo posible que juntas y juntos fomentemos, con urgencia, lo único que nos hace de verdad felices, como es el amor que no entiende, precisamente, de diferencias biológicas, morfológicas ni nada de lo que pueda estar relacionado con semejantes distinciones, ya que, precisamente, el amor anida y se cobija en lo más íntimo que tiene cada hombre y cada mujer, como es el corazón, siempre libre de sexos y otros distingos; a disponernos en camino hacia la eliminación, también, de credos exclusivos que no hacen sino levantar muros que separan y dinamitar puentes que impiden el acercamiento mutuo; a adoptar una actitud de enérgica renuncia contra todo tipo de ideologías excluyentes, pensamientos fanáticos y totalitarios, que no pretenden sino subyugar y oprimir.
Es Pascua y, por tanto, es tiempo más que propicio para soñar sin miedos ni reticencias y para apostar de manera decidida por la utopía; se acabó ya el tiempo del “por si acaso”, del “me lo tengo que pensar” y de la cobardía egoísta y gandula disfrazada del “hay que ser prudentes”, etc. No se puede continuar diciendo que se “cree en la Pascua” y, a continuación, apostar por una vida cansina y aburrida, como si se nos estuviera obligando a vivir “por decreto”. Pascua es tiempo de optar y decidir de manera libre, pero también responsable; de avanzar sin mirar hacia atrás, aunque sí hacia los lados; de acompañar, respetando que cada cual siga su camino; de acoger, sin pretender “catequizar”; de compartir, sin tener en cuenta cálculos ni porcentajes.
Es tiempo, pues, de felicitar y felicitarnos la Pascua, ya que ella viene cargada de las razones más profundas y serias, que jamás puedan llegar a existir, para poder entender que la esperanza ha dejado de ser el asidero de los cobardes, para pasar a convertirse en el trampolín seguro de los intrépidos. A la vez que nos recuerda, también, que el “creer” y el “esperar” han dejado ya de ser, de manera definitiva, la excusa para justificar el “no amar”, sino, al contrario, para pasar a convertirse en la exigencia más punzante de cara a vivir ese amor hasta las últimas consecuencias.
¡FELIZ PASCUA!
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