RELIGIÓNDIGITAL
Hay algo tan determinante y claro en la vida de los seres humanos como la necesidad de vivir “agrupados”, pues la interdependencia es característica de toda vida animal: no solo nacemos unos de otros, sino también nos necesitamos como un bastón para sostenernos en pie y seguir adelante. ¿Hay algo más inútil y enclenque que un hombre solo, por muy dotado que esté de facultades y por muchas fuerzas que tenga? ¿Es concebible siquiera la vida humana en una tierra habitada exclusivamente por “robinsones”?
Que la necesidad esencial de agruparse haya llevado a los seres humanos a su más lograda y perfecta forma de hacerlo en las “democracias” ha sido producto de no pocas renuncias individuales que nacen de tener que confiar en otros y delegar la representación personal en muy concretos grupos políticos. Sin embargo, mientras que la confianza ensancha el horizonte vital, la delegación no se hace como renuncia o sometimiento, pues todos tenemos los mismos derechos y nadie debe ser esclavo de nadie, sino por la conveniencia de encontrar acomodo y proyección en el grupo del que necesariamente se forma parte. En otras palabras: confiamos en otros para crecer y delegamos en los representantes políticos, pero no para transferirles un poder de dominio sobre nuestras vidas y haciendas, por más que ese sea el resultado muchas veces, sino para que lleven a efecto una fructífera misión de servicio a la colectividad. Solo el servicio a la comunidad justifica el poder político y la existencia misma de los políticos.
De ahí que toda política que no es servicio, es decir, toda política “dominadora”, sea depredadora, y que los “políticos dominadores” se conviertan en pesadas cargas para las espaldas de los ciudadanos que han confiado en ellos. Y de ahí se deriva igualmente la necesidad de que la política ejercida sea no solo buena, eficaz y productiva, sino también soportable económicamente. El ideal, por inalcanzable que resulte, es muy claro: buena política, pero a bajo costo; país rico con gobierno pobre. Es justo lo contrario de lo que está ocurriendo por lo general en las naciones orgullosas de su democracia. La vocación obliga al político a ser uno de los trabajadores más rentables para el pueblo, uno de los que más produzca a menor costo. Vista desde esa perspectiva, la situación actual no da más que para carcajadas sarcásticas debido a que no pocos políticos aprovechan su situación privilegiada para enriquecerse, comportándose para mayor escarnio como auténticos parásitos y viviendo como insaciables sanguijuelas de la sangre de los ciudadanos. Para no hurgar más en esta herida, de todos es bien sabido que, durante la terrible pandemia que padecemos y mientras muchos ciudadanos han perdido sus trabajos y disminuido sus ingresos, ningún político español ha ido al paro ni ha visto recortada su injustificada remuneración.
Partiendo de estos principios, el primer objetivo de todo gobierno bien emplazado debería ser procurar cobijo y comida a todos los ciudadanos que no quieran vivir a la intemperie ni pasar hambre voluntariamente. Todo ser humano que nace tiene derecho a un lugar donde vivir y a poder llevarse algo a la boca. Digamos, para no desequilibrar la cosa, que también tiene la obligación de contribuir al logro de ese objetivo. Un pueblo en el que haya ciudadanos que pasen hambre y por la noche no tengan para arroparse más que las estrellas es, siempre y en toda circunstancia, un pueblo “mal gobernado”, un pueblo cuya política hace aguas debido a que sus políticos se sirven de él en vez de servirlo. Insisto en que lo que realmente determina que una política discurra por el buen camino es que se logre de alguna manera que todos los ciudadanos tengan un habitáculo y puedan llevar cada día a la boca lo que necesitan para vivir. A ello hay que añadir, además, que disfruten de buena salud, que tengan una educación adecuada y posibilidades de realizarse como personas.
Ahora que en España se ha puesto sobre la mesa la “cuestión laboral” con la idea de injertar como es debido el mundo del trabajo en el empresarial, deberíamos tener el coraje de ir más allá de lo estrictamente salarial y de la durabilidad del trabajo para armonizar convenientemente en la vida de las empresas los roles de los empresarios capitalistas y de los trabajadores asalariados. Frente a tan problemática pantalla, solo me atrevo a insinuar que trabajar por un salario empobrece al trabajador e incluso desnaturaliza su trabajo. La envergadura laboral de un trabajador no se puede medir por la cuantía de un sueldo: considerando la empresa como un ser vivo, el trabajador, como también el empresario y el capital, es un órgano vital. De hecho, el fallo de cualquiera de esos tres órganos la hace inviable. Tengo la impresión de que, tras más de un siglo de dramáticas disputas entre marxismo y capitalismo, aquel nunca se ha atrevido a plantear la cuestión en términos tan esclarecedores como que los trabajadores son tan importantes como el capital y que también ellos son empresa.
Fijar en última instancia lo que son políticas de derechas o de izquierdas, zarzal en el que estamos metidos desde los inicios del s. XX, no solo se ha cobrado millones de víctimas, sino también empobrecido sobremanera nuestras sociedades. Es un problema que sigue muy verde en nuestros días. Sin duda, la persistente lucha obrera, que propugna “un salario mínimo digno”, ha contribuido a rescatar a los trabajadores de una explotación laboral que trataba de valorarlos únicamente como fuerza productiva y que de hecho los sometía y sigue sometiendo, no pocas veces, a una severa esclavitud. Si queremos salir del atolladero en que todavía nos encontramos, hemos de partir del hecho ya apuntado de que toda empresa está formada por el capital que la sostiene, por un cuerpo directivo que la planifica y por los obreros que le ponen carne al esqueleto, las tres columnas que sostienen el edificio: sin base económica no habría proyecto, sin dirigentes todo sería un caos y sin trabajadores no se daría ni un solo paso hacia adelante. La pacificación definitiva del mundo laboral vendrá únicamente de que la empresa funcione realmente como un cuerpo vivo en el que todos sus órganos vitales trabajen a pleno rendimiento.
Hoy, ningún empresario se atrevería a negarle a un trabajador la remuneración mínima suficiente para que puedan vivir él y su familia. De hacerlo, tendría que ser al margen de la ley que lo cuantifica. Sin duda, han quedado atrás los tiempos de la severa esclavitud laboral que muchos trabajadores han padecido, pero seguimos soportando todavía muchos desequilibrios, derivados de llamar empresa y considerar como tal únicamente al capital y a su personal directivo, mientras que los obreros quedaban reducidos a una masa laboral informe, obligada a producir el máximo rendimiento para sus patronos. Mis tiempos de comerciante me enseñaron que el beneficio comercial depende también y no poco de la gestión de compras y del control de los gastos de la transacción, el mayor de los cuales es siempre el costo laboral. De ahí que el trabajador, lejos de ser valorado como una de las tres columnas vertebrales de la empresa, quede reducido muchas veces a un “gasto” inevitable, tanto más soportable cuanto menor sea.
Yendo mucho más allá de cuanto se ha expuesto en tantísimos tratados sobre los empresarios y los trabajadores, sobre el capital y el trabajo, urge que los trabajadores sean colocados a la altura del capital. No me cansaré en insistir en que tan importante es para una empresa el capital sobre el que se funda como el trabajo que la desarrolla. Sin dinero, no hay base sobre la que construir, pero, sin trabajo, no hay construcción posible. Falta todavía mucho para que el trabajador se sienta dueño de alguna manera de la empresa en que trabaja. Cuando seamos capaces de plasmar en el funcionamiento de nuestras empresas ese proceder no solo habremos demostrado la inutilidad de la cansina dialéctica capital-trabajo, en la que seguimos inmersos por intereses económicos e ideológicos, sino también eliminado de raíz la conflictividad laboral que tantísimos disgustos causa, que tantas horas de trabajo tira por el sumidero y que tanto empobrece a los ciudadanos.
Partiendo de que la mínima aspiración de todo buen gobierno ha de consistir en procurar cobijo y comida a todos sus ciudadanos y de que el “salario mínimo” ha de ser de una cuantía que provea a las necesidades básicas del trabajador y de su familia, deberíamos diseñar empresas en las que los trabajadores sean beneficiarios de su productividad en la medida en que su trabajo los convierte en sus dueños. Sin duda, es una tarea harto difícil, pero el día en que se logre se dará al traste con toda la conflictividad laboral y se resolverá de un plumazo uno de los problemas más enquistados en la sociedad: conseguir que “los trabajadores trabajen”. El sistema actual favorece que se acomoden en él fácilmente cientos de miles de parásitos que viven chupando la sangre de otros y cuyos salarios, lejos de ser dignos, son robos descarados.
El doce de enero se daba cuenta en este mismo portal de RD de que el papa Francisco denunciaba que “el trabajo es a menudo rehén de la injusticia social” y pedía que “sea rescatado de la lógica del mero beneficio y pueda ser vivido como derecho y deber fundamental de la persona”. “Derecho” porque es eje esencial del funcionamiento de una empresa en la que se proyecta la vida profesional del trabajador. “Deber” porque incluso fuerza a dejarse la piel en una empresa que se convierte en el sustento de su familia. Hablamos de un equilibrio de fuerzas y de reparto de beneficios que no solo será difícil de diseñar, pues requerirá audaces desarrollos legislativos, sino también de implantar, pues tendrá que lidiar, por un lado, con la precariedad laboral en que se mueven muchas empresas y, por otro, con la cuantificación de la productividad real de cada trabajador.
En este contexto, permítaseme una rápida alusión al mundo de la emigración, tan problemático en nuestros días por incomprensibles razones políticas e ideológicas. Sé de lo que hablo al haber trabajado con emigrantes españoles en Francia y en el Reino Unido. Cuando la emigración no es forzada, sino que obedece al derecho básico que cada cual tiene para buscarse la vida donde mejor le parezca, es realmente una bendición para los pueblos. Lo digo porque, en la actual coyuntura, la emigración está resultando muy conflictiva no solo porque se está haciendo a las bravas, sino también porque el mal entendido “fair play” de algunas naciones facilita que emigren a ellas parásitos de toda índole y hasta peligrosos delincuentes. Sin embargo, cuando se planifica y se desarrolla conforme a la ley, el emigrante, que se ve sometido muchas veces a esfuerzos sobrehumanos, enriquece al mismo tiempo a sus dos pueblos: el de su origen, al que suele enviar importantes ahorros, y el de su destino, que resulta el más beneficiado por su trabajo. Son muchos los españoles que a mediados del siglo pasado contribuyeron, por ejemplo, al desarrollo de Francia, de Alemania y del Reino Unido, al mismo tiempo que, tras vivir ellos con severa austeridad, ayudaban con sus ahorros a sus familias y contribuían con ellos significativamente a sacar a España de la enquistada pobreza en que había caído tras tantas convulsiones políticas.
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