JOSEP LLUÍS BURGUERA
Nunca como en estos tiempos de agresividad verbal e ideológica se había atacado con tanta dureza y a cara descubierta al papa de Roma. Me refiero a los últimos cincuenta años, desde Juan XXIII hasta el papa actual, porque en épocas anteriores, algunos papas sin duda habrán sufrido críticas acerbas y hasta persecuciones, destierros y martirios, pero eran otros siglos.
El papa Francisco, ese porteño llegado a la cátedra de san Pedro a través de un largo camino de maduración, tras la histórica renuncia de Benedicto XVI, empezó su pontificado pidiendo a la muchedumbre de plaza san Pedro que rezaran por él porque era consciente de su debilidad y su pecado. Y algunos tomaron buena nota solo de la segunda parte.
Han pasado 9 años desde la elección del papa argentino y las críticas a no pocos aspectos de su pontificado se han multiplicado y divulgado a los cuatro vientos: que si Francisco ha convertido la Iglesia en una especie de ONG que no predica a Jesucristo, que si ha apostado por una especie de ecologismo cristiano teñido de un inconfesable panteísmo, que si está socavando los fundamentos del matrimonio cristiano o de la sociedad de mercado, acercándose peligrosamente a posiciones sociales colectivistas, populistas o incluso filocomunistas, que sí…
Se ha hecho habitual en ciertos foros, tertulias televisivas y declaraciones públicas referirse al papa Francisco como “Ciudadano Bergoglio”, como si estuvieran aún vigentes las fórmulas de tratamiento “Camarada Gorbachov” o “Compañero Felipe”. Pero lo más curioso del caso es que este tipo de apelativo aplicado al papa actual suele ser empleado desde sectores intraeclesiales “ultracatólicos”, utilizando la terminología vigente en los medios.
Unas búsquedas en YouTube o Twitter nos mostrarían con facilidad a tertulianos sabelotodo vociferando contra el papa argentino en especial por sus posiciones sociales con sus críticas a la injusta sociedad neoliberal y su defensa acérrima de los descartados por el sistema. No pocos de ellos gustan de utilizar el dichoso apelativo: “Ciudadano Bergoglio”, también entre ciertos políticos reclamadores de las esencias patrias y del legado católico de nuestra historia.
Y tampoco faltan los católicos a machamartillo que en nombre de no se sabe qué integridad de la fe y costumbres descalifican a Francisco con una crítica feroz en la que nunca se argumenta desde el Evangelio y la persona de Jesús, sino desde la doctrina y desde diversas citas del magisterio papal anterior, en muchas ocasiones sacadas de contexto y sin tener en cuenta la lógica evolución de los tiempos, la Iglesia misma y la sociedad en general.
Jesús fue atacado durante su vida pública porque mostró una verdad creíble y deseable, fue coherente con ella y la anunció a todos, en especial a los pobres y marginados. Algo así podemos ver que se cumple hoy en Francisco: un papa al que se le entiende -en ocasiones demasiado bien- y que resulta incómodo porque viaja a visitar pastoralmente periferias y minorías, dialoga con tirios y troyanos, tiende puentes y anuncia al Dios de Jesús que es ante todo misericordia y perdón y no tanto rey de reyes.
Demasiado para el cuerpo de algunos que desearían un jefe que diera seguridades de puertas adentro y que supiera ir al choque contra una sociedad que ha perdido el norte en valores y tradiciones, renegando -injustamente, la verdad- de sus raíces cristianas. Un papa para el rearme, no para ensanchar los bordes del manto de la Iglesia, concebida como hospital de campaña. “Las guerras se ganan, a las guerras no se va a montar hospitales”, pensarán algunos católicos de pura cepa.
No debe pasar desapercibida otra muestra de desdén: el silencio en determinadas redes sociales muy católicas respecto a citas o intervenciones del papa actual, mientras se citan una y otra vez, como mantras, a dos de los tres papas anteriores. “Espiral de silencio”, se llama esta figura y es igualmente dañina.
Pero el “Ciudadano Bergoglio” sabe que su pontificado es de “luces largas”, que su reloj vital avanza y hay que darse prisa, -“apurarse”, como diría él- en fundamentar las bases de una Iglesia del siglo XXI que comunique de manera nueva la universalidad del Evangelio de Jesucristo, con un mensaje de misericordia y esperanza, en especial para los empobrecidos y para los alejados.
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