(Félix Placer, Hacia un diálogo entre espiritualidades,
Tirant Humanidades, Valencia 2021)
Amigo, amiga lectora: las páginas que te presento son mucho más que unas reflexiones atinadas, documentadas y actuales sobre la espiritualidad. Son el testimonio reflexivo de toda una vida. Son palabras veraces de testigo. Emanan aliento vital.
Félix Placer, un hombre libre y entregado, que a sus 84 años sigue irradiando luz y vigor, traduce en palabra reflexiva el espíritu que ha animado su vida entera: su búsqueda permanente, su compromiso socio-político valiente, su amor al pueblo, su dedicación a la comunidad eclesial en profunda fidelidad crítica. Una larga vida vivida a fondo. ¿Y qué otra cosa es la espiritualidad sino eso: una vida vivida a fondo, es decir, con alma y aliento?
Aunque tal vez no sea muy propio del género literario de un prefacio, señalaré los rasgos fundamentales de la espiritualidad que irradian las páginas de este libro. Tómalos como claves de lectura.
Una espiritualidad en éxodo y tránsito. Una espiritualidad itinerante, que hace camino al andar. Vivimos tiempos de una profunda transición cultural, y ésta requiere no menos profundas transformaciones en el andamiaje institucional entero de las religiones tradicionales, del cristianismo católico en nuestro caso. La espiritualidad no se aferra a paisajes y caminos trillados, a paradigmas tradicionales de comprensión y de conducta. No desdeña ningún camino ni forma, pero tampoco se sujeta a ningún pasado. Escucha la llamada del Infinito a Abrahán: “Deja tu tierra conocida, ponte en camino a la tierra que yo te mostraré”. Y emprende camino hacia otra tierra, la tierra de todos, la tierra animada por el soplo de la vida siempre nueva.
Una espiritualidad en diálogo. La espiritualidad no depende de dogmas inmutables ni de verdades absolutas. No es prisionera de ningún credo ni código, de ninguna letra que mata. No desprecia la propia tierra en la que el aliento tomó forma, pero no la considera superior a otra forma cualquiera, pues sabe que en el fondo está animada por el mismo aliento. El Espíritu es universal y sopla donde quiere. Así, la espiritualidad es anchura de voluntad y de ánimo para ofrecer al otro y recibir del otro el mismo espíritu que nos anima a ambos.
Una espiritualidad comprometida. La realidad que somos y en cuyo seno vivimos está marcada por una radical limitación y una dolorosa conflictividad. Pero está abierta, nada está cerrado. La realidad entera tiene carácter promisorio. Cuanto es, es posibilidad y promesa de más. La espiritualidad es esa confianza en el carácter promisorio de la realidad en medio de su finitud y sus pequeñas y grandes luchas cotidianas. La espiritualidad es confianza fundamental que se traduce en compromiso de solidaridad –generosa, arriesgada, confiada–, para que nadie quede excluido de la tierra común de la promisión universal.
Una espiritualidad política. Una espiritualidad efectivamente implicada en la “cosa pública”, local y global, en sus concreciones personales e institucionales. Una espiritualidad pacífica y subversiva, contemplativa y transformadora. Una espiritualidad que aúne la mística de la comunión universal y el compromiso liberador activo. Una espiritualidad libre de toda dominación y liberadora de toda opresión.
Una espiritualidad ecológica. El Espíritu que “aleteaba sobre las aguas primordiales” inspira al profeta y el canto de los pájaros, respira en las plantas, anima el agua y la piedra, habita en el corazón del aire y de la llama, vibra en la partícula y en la onda. El Espíritu es la energía que mueve toda energía, es la matriz originaria más allá de todo dualismo espíritu-materia y de todos los demás dualismos. El Espíritu es la creatividad que empuja la emergencia de nuevas formas, es la autocreatividad del cosmos. Una espiritualidad ecológica es una espiritualidad que contempla el universo como infinita relación de todo con todo, y nos hace sentirnos y conducirnos, cortés y respetuosamente, como hermanas y hermanos de todos los seres.
Una espiritualidad trans-religiosa. Hemos pensado que la espiritualidad era monopolio de las religiones, pero hoy –con muchos siglos de retraso– descubrimos que nunca lo fue, y nos alegramos de ello. El horizonte se abre, el corazón se ensancha. Las religiones –el cristianismo incluido– no son más que sistemas simbólicos, lenguajes, formas o formaciones culturales contingentes, cambiantes y siempre provisionales. Hoy asistimos a la crisis radical, tal vez terminal, del andamiaje conceptual e imaginario de las religiones tradicionales. Pertenecen a un paradigma obsoleto. Lo mismo sucede con la idea y la representación monoteísta de “Dios” como como Ente Supremo, creador y gobernante universal; sobre él –a través de los mediadores sagrados que lo representaban– descansaba todo el sistema religioso y social, era la garantía de la verdad y del bien. En la cosmovisión científica y filosófica de hoy –primero en el Occidente europeo, pero cada vez más en el resto del mundo, a medida que se generaliza el acceso a la Universidad–, ya no queda lugar para un Ente Supremo que piensa, elige, ordena, premia o castiga.
De ahí que las religiones se hallan ante un reto histórico, epocal: o bien accedemos a transformar radicalmente nuestra manera de comprender y practicar las religiones tradicionales, dejándonos inspirar por el espíritu más allá de toda letra, o bien nos resignamos a que las religiones –el cristianismo incluido– se reduzcan a reductos sociales y culturales, hasta que más pronto que tarde se extingan, quedando en el olvido su legado espiritual originario.
Sea cual fuere el camino por el que opten las religiones –las Iglesias cristianas en nuestro caso–, me parece urgente que nuestra sociedad occidental y la humanidad por entero, si queremos sobrevivir, busquemos, reinventemos y cuidemos formas, lugares y tiempos para practicar, individual y socialmente, el silencio, la paz, el respeto, el respiro. Y llamémoslo como queramos: espiritualidad, interioridad, sabiduría vital, cualidad humana profunda…
A eso nos llaman en el fondo las páginas que siguen. Saludo, pues, con gusto y gratitud este testimonio vital y esta reflexión acrisolada, testamentaria, del amigo Félix Placer.
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