FE ADULTA
Los evangelios presentan a Juan el Bautista como el mensajero que “prepara el camino” de Jesús. Y lo retratan como un profeta austero y exigente, que no duda en recurrir a la amenaza divina para exigir la conversión de quienes se acercan a él.
En todas sus manifestaciones, los evangelistas subrayan, de manera expresa, su “inferioridad” con respecto a Jesús, patentizada en este caso por el diferente tipo de bautismo que realizan. Si el de Juan era algo simbólico –el agua en cuanto símbolo de limpieza–, el de Jesús es “espiritual”, en el sentido genuino del término: comunica el Espíritu.
Una lectura literal parecía entender esa expresión en el sentido de que Jesús transmitía el Espíritu de Dios –entendido como un Ser separado– a quienes creían en él, con lo cual la persona quedaba enriquecida y transformada para iniciar una nueva forma de vida.
Tal lectura, aun apuntando en la dirección adecuada, encerraba el peligro de –y, en la práctica, quedaba atrapada en– un dualismo insuperable y una objetivación del propio misterio que somos. En concreto, la salvación se consideraba como algo venido de fuera, como don de una divinidad separada y encarnada en un hombre particular, don adquirido gracias a la propia fe en él.
Desde la comprensión no-dual, la lectura queda modificada. No hay separación, nada viene desde “fuera” ni es consecuencia de la propia actitud. Lo que somos, lo somos siempre. En nuestra identidad profunda, somos Espíritu. Nadie nos lo comunica; lo que puede hacer es ayudarnos a caer en la cuenta, a comprender y reconocer lo que hemos sido desde siempre. La salvación no viene de fuera. Estamos ya salvados. Lo que nos hace falta es, sencillamente, comprenderlo.
Leídas desde la mente, estas afirmaciones suelen ser desechadas sin miramiento. Y desde la perspectiva religiosa, suelen considerarse como muestra de autosuficiencia, fruto de un pelagianismo que negaría la acción transcendente, fiándolo todo a la obra humana.
Sin embargo, el sujeto de aquellas afirmaciones no es el yo. No es él quien está salvado ni conoce la plenitud. El sujeto es nuestra identidad profunda, la consciencia ilimitada, atemporal y no-local que somos. Y lo que sucede en la comprensión es, justamente, lo opuesto a la inflación del ego: su disolución. No hay ningún ego que pueda salvarse. La comprensión nos “salva” de la identificación con el ego, al mostrarnos nuestra verdadera identidad. No estamos, por tanto, ante un yo pelagiano y engañosamente autosuficiente, sino ante el gozo de compartir la misma identidad profunda con todos los seres: el Espíritu.
¿Me abro a reconocerme en lo que somos, transcendiendo la identificación con el yo?
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