Al terminar mi relectura de la Biblia vuelvo la vista al panorama que he ido recorriendo y veo la Biblia como el diario de la vida de un pueblo durante más de trece siglos, que ha percibido destellos de lo trascendente y los ha ido expresando y acomodando conforme a los moldes culturales de cada momento, y a su instinto de supervivencia entre los pueblos vecinos.
La Biblia es vida y, como la vida, tiene altibajos y contradicciones. Es poesía y es realismo, es espíritu y es barro, es esperanza y es escepticismo. Es la humildad de Rut y la audacia de Judit. Es la obediencia de Abraham y la huida de Jonás. Es la parábola del hijo pródigo y la del juicio final.
En este panorama destacan las experiencias místicas en que se manifestó Dios a Abraham, Jacob, Moisés, y Elías, que fueron descritas con espontánea ingenuidad (Génesis, Éxodo, 1 Reyes 19). Estas experiencias tuvieron que ser explicadas y aplicadas al pueblo mediante normas y ritos que socializaran una práctica común (Deuteronomio). Necesariamente la espiritualidad se convirtió en religión. La religión no pudo impedir la corrupción en el pueblo, en sus jefes, y en sus sacerdotes. La auténtica experiencia religiosa suscitó profetas que denunciaron las injusticias y anunciaron la llegada de un Mesías que establecería un reinado de paz y concordia para el pueblo elegido, al que se acogerían todos los pueblos.
Los historiadores estuvieron más atentos al sentido religioso y nacionalista de la historia que a la exactitud de los hechos narrados. Job, Jonás y el Eclesiastés se rebelaron contra las soluciones simples.
Jesús de Nazaret tuvo la gran experiencia mística de sentir a Dios como padre y de anunciar ese reino prometido, pero no un reino basado en el poder y la riqueza, en leyes y ritos, sino en la fraternidad y el servicio gratuito libremente aceptados.
Pablo, perseguidor de Jesús como falso Mesías, tuvo la experiencia de ver a Jesús resucitado como verdadero Mesías, abierto a todos los pueblos. Marcos reconoció al Jesús terreno como Mesías. Lucas le añadió el discurso programático de llevar a los pobres la buena noticia, y las parábolas de la misericordia.
“Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de un Hijo” (Hebr 1,1).
Me gustaría acabar aquí la historia sagrada, pero la realidad se impuso una vez más. Las cartas del Nuevo Testamento muestran la adaptación de estos ideales a la realidad de unas comunidades dispersas que necesitaban organización y unidad. La doctrina, los preceptos y los ritos volvieron a predominar sobre la espiritualidad y la misericordia.
Ha habido corrupción y ha habido mártires y profetas. Hoy acaba de morir Pedro Casaldáliga. Ha habido experiencia de Dios y ha habido explicaciones doctrinales y jurídicas. Ha habido libertad y ha habido obligaciones. La historia avanza en espiral, pasando una y otra vez por los mismos ideales y por los mismos errores, pero acercándose cada vez más al centro, al reino de fraternidad.
La Biblia no es palabra de Dios, es mensaje de Dios en palabras humanas. “Dios escribe derecho con renglones torcidos” dice el refrán; y en la Biblia hay muchos renglones torcidos, y muy torcidos. Todas las referencias a Dios que encontramos en la Biblia son relativas, son aproximaciones a Dios, porque Dios es indecible; pero todas nos predisponen a descubrir nuestra propia experiencia de Dios.
Jesús no fue el final de la historia. Los discípulos seguían esperando la segunda venida de Cristo, el cristo místico, el cristo cósmico. El Apocalipsis, el último libro de nuestra Biblia termina con la exclamación: “¡Ven Señor Jesús!”.
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