A pesar de toda la información que ofrecen los medios de comunicación se nos hace difícil tomar conciencia de que vivimos en una especie de «isla de la abundancia», en medio de un mundo en el que más de un tercio de la humanidad vive en la miseria. Sin embargo, basta volar unas horas en cualquier dirección para encontrarnos con el hambre y la destrucción.
Esta situación solo tiene un nombre: injusticia. Y solo admite una explicación: inconsciencia. ¿Cómo nos podemos sentir humanos cuando a pocos kilómetros de nosotros –¿qué son, en definitiva, seis mil kilómetros?– hay seres humanos que no tienen casa ni terreno alguno para vivir; hombres y mujeres que pasan el día buscando algo que comer; niños que no podrán ya superar la desnutrición?
Nuestra primera reacción suele ser casi siempre la misma: «Pero nosotros, ¿qué podemos hacer ante tanta miseria?». Mientras nos hacemos preguntas de este género nos sentimos más o menos tranquilos. Y vienen las justificaciones de siempre: no es fácil establecer un orden internacional más justo; hay que respetar la autonomía de cada país; es difícil asegurar cauces eficaces para distribuir alimentos; más aún movilizar a un país para que salga de la miseria.
Pero todo esto se viene abajo cuando escuchamos una respuesta directa, clara y práctica, como la que reciben del Bautista quienes le preguntan qué deben hacer para «preparar el camino al Señor». El profeta del desierto les responde con genial simplicidad: «El que tenga dos túnicas que dé una a quien no tiene ninguna; y el que tiene para comer que haga lo mismo».
Aquí se terminan todas nuestras teorías y justificaciones. ¿Qué podemos hacer? Sencillamente no acaparar más de lo que necesitamos mientras haya pueblos que lo necesitan para vivir. No seguir desarrollando sin límites nuestro bienestar olvidando a quienes mueren de hambre. El verdadero progreso no consiste en que una minoría alcance un bienestar material cada vez mayor, sino en que la humanidad entera viva con más dignidad y menos sufrimiento.
Hace unos años estaba yo por Navidad en Butare (Ruanda), dando un curso de cristología a misioneras españolas. Una mañana llegó una religiosa navarra diciendo que, al salir de su casa, había encontrado a un niño muriendo de hambre. Pudieron comprobar que no tenía ninguna enfermedad grave, solo desnutrición. Era uno más de tantos huérfanos ruandeses que luchan cada día por sobrevivir. Recuerdo que solo pensé una cosa. No se me olvidará nunca: ¿podemos los cristianos de Occidente acoger cantando al niño de Belén mientras cerramos nuestro corazón a estos niños del Tercer Mundo?
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