Este noviembre, “mes de los muertos”, quiero escribir sobre ello. He tenido la suerte de que las personas queridas que he acompañado a vivir hasta el fin han sido personas que pudieron vivir y morir con dignidad, conscientes del trance que atravesaban, y despedirse de la vida con pasión, con amor y con una inmensa resiliencia y esperanza, pese al dolor y el misterio que las atravesaba. Se puede vivir y morir de muchas maneras y yo he tenido la suerte de ser testigo de esta forma de hacerlo.
Quizás por eso el sentimiento de presencia de estas vidas en mi existencia cotidiana es constante y se me revela como fuerza, como aliento de vida y agradecimiento permanente. Mis muertos no me abandonan. Forman parte de mi día a día. Se me hacen presentes cuando me doy crema en la cara y, en este gesto de cuidado, la presencia de mi madre se me hace más nítida con una sonrisa cómplice de aprobación, o cuando escucho atenta a mujeres jóvenes que andan buscando ser ellas mismas, enfrentando el precio que han de pagar por serlo; trato de apoyarlas con todas mis fuerzas, como hizo conmigo otra de mis muertas más queridas, mi compañera incondicional y siempre amiga Teresa. O cuando me sumo a las movilizaciones contra el genocidio de Gaza cantando “Libre, libre Palestina”, como aprendí de Conchita, una de mis muertas más insumisas. Quizás, por ello, por esa naturalidad con la que convivo con mis muertas más queridas, de manera que viven en mí y conmigo a cada instante, me resulta tan evocador un poema de Begoña Abad del que me he apropiado, recreándolo:
Cada día no hablo de ti, te guardo (…)
Cada vez que pronuncio palabras esenciales:
pan, agua, caricia, mano, beso (…)
silencio, libertad,
imaginación, misterio,
valentía,
presencia infinita y eterna
Dice Vinciane Despret en su libro que las teorías occidentales del duelo instan a cortar todos los lazos con las personas fallecidas, de manera que a los muertos no les queda otro rol más que el de hacerse olvidar. Así, los muertos solo están verdaderamente muertos si no les damos conversación; es decir, consideración. Por ello nos urge a crear y explorar de manera creativa y simbólica la relación con ellos porque, como señala también Anny Duperey, los muertos sólo están muertos si los enterramos, si no trabajan por y con nosotros. Por tanto, debemos acompañarlos y ayudarlos a acompañarnos, ofrecerles y reconocerles un plus de existencia.
En el momento en el que el individuo muere, su actividad está inacabada y puede decirse que permanece inacabada en tanto no subsistan seres capaces de reactualizar esta ausencia activa, semilla de consciencia. Creo que, en cierto sentido, la creencia cristiana de la Resurrección tiene que ver con esto y, sobre todo, la celebración de los muertos en tantas culturas, pero me refiero especialmente a los rituales mexicanos. Creo también que el miedo a la muerte en el Norte global tiene que ver con la ausencia de esta perspectiva.
Sin embargo, también hay otros muertos, millones de muertos, sin nombre, muertos que, como dice Judit Butler, sus vidas no son dignas de ser lloradas, muertos sin memoria que pierden -por tanto- su capacidad de revelación, que esperan ser rescatados de la amnesia colectiva: los desaparecidos y desaparecidas en tantas fosas comunes en México, Colombia, Argentina, Chile, España…y en el Mediterráneo o la ruta canaria, los más de 40.00 muertos masacrados en Gaza, los olvidados en África. Muertos que son también nuestros, por nuestro silencio o complicidad. Muertos que piden no ser olvidados y que las historias de abandono, de violencia, de injusticia, de barbarie, cuyas vidas representan, nunca más se repitan.
Tenemos una deuda de llanto, de grito, de justicia y reparación con ellos y ellas. Muertos que claman ante el desamor y en ese clamor está su plus de existencia, su presencia incómoda, porque como me recuerda mi muerta más querida, mi hermana Susana, el amor es la vida y nos hace eternas, porque quien ama y es amada no morirá jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario