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miércoles, 6 de noviembre de 2024

EL VALOR RELIGIOSO DE LA LIMOSNA NO ESTÁ EN REMEDIAR UNA NECESIDAD DOMINGO 32º (B) Mc 12,41-44

fe adulta


Nos encontramos en los últimos versículos del c. 12. Jesús una vez más, enseña. A pesar de que el episodio que hemos leído se reduce a cuatro versículos, tiene una profundidad enorme. Es el mejor resumen que se puede hacer del evangelio. La parafernalia religiosa no tiene ningún valor espiritual; lo que importa es el interior de cada persona. Seguramente el relato fue en su origen una parábola que se convirtió en relato real.

Este simple relato deja clara la crítica de Jesús a la religión de su tiempo. Señala la diferencia entre religión y espiritualidad; entre cumplimiento y vivencia; entre rito y experiencia de Dios. Hoy seguimos dando más importancia a lo externo que a una actitud interior. A la religión sigue interesándole más que seamos fieles a doctrina, ritos y normas. Seguimos estando más pendientes de lo que hacemos que de nuestra actitud vital.

Queda claro el talante de Jesús. Hoy le hubiéramos dicho a la viuda: no seas tonta; no des esas monedas a los sacerdotes; tienen más que tú. Utilízalas para comer. Pero Jesús, que acaba de criticar los trapicheos del templo, descubre la riqueza espiritual que manifiesta la viuda y reconoce que a ella sí le sirve ese modo de actuar, porque es reflejo de su actitud con Dios. Alejada de todo cálculo, se deja llevar por el sentimiento religioso más genuino.

Muchos ricos echaban cantidad. Las monedas se depositaban en una especie de embudos enormes en forma de bocina, colocados a lo largo del muro. La amplia boca de las bocinas de bronce permitía lanzar las monedas desde una distancia considerable. Los ricos podían oír con orgullo el sonido de sus monedas al chocar con el metal. Lo que echó la viuda fueron dos monedas del más bajo valor. Hoy serían dos céntimos, cantidad ridícula.

Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. El comienzo “en verdad os digo” indica que lo que sigue es muy importante. La idea de que Dios mira más el corazón que las apariencias no es nueva en la religiosidad judía; se encuentra en muchos comentarios del AT. Jesús profundiza en la idea y se la propone a los discípulos como ejemplo de auténtica actitud religiosa. Esta es la originalidad de la propuesta.

Dio todo lo que tenía para vivir. Para captar la fuerza de esta frase final, debemos tener en cuenta que en griego “bios” significa no sólo vida, sino también, modo de vida, recursos, sustento; sería el conjunto de bienes imprescindibles para la subsistencia. Hoy nosotros podíamos emplear otros términos: “víveres” o “sustento”. Dio todo lo que constituía su posibilidad de vivir. Equivaldría a poner su vida en manos de Dios.

Jesús ya había llevado a cabo la “purificación del templo”. Sabemos su opinión sobre la manera como se gestionaba el culto y su crítica al expolio de los pobres en nombre de Dios para que los sacerdotes vivieran como reyes. El templo era el centro económico de todo el país, basada en la obligación de ofrecer sacrificios y de dar al templo el diezmo de todo lo que cosechaban, además de proponer encarecidamente donativos voluntarios. También era el lugar donde todos los judíos, incluso de la diáspora, guardaban sus bienes más preciados.

En contra de lo que solemos pensar, el evangelio nos está diciendo que el principal valor de la limosna no es socorrer una necesidad perentoria de otra persona, sino mostrar una verdadera actitud religiosa. La limosna de la viuda, a pesar de su insignificancia, demuestra una actitud de total confianza en Dios y de total disponibilidad. En nuestra relación con Dios no sirven de nada las apariencias. La sinceridad es la única base para que la religiosidad sea efectiva. No podemos engañar a Dios ni debemos engañarnos con acciones calculadas.

No se trata directamente de generosidad, sino de desprendimiento. Lo que el evangelio deja claro es que el egoísmo y el amor son dos platillos de la misma balanza, no puede subir uno si el otro no baja. Nuestro error consiste en creer que podemos ser generosos sin dejar de ser egoístas. Lo que Jesús descubre en la viuda pobre es que, al dar todo lo que tenía, el platillo del ego bajó a cero; con lo que, el platillo del amor había subido hasta el infinito. Si mi limosna no disminuye mi egoísmo, no tiene valor espiritual.

El evangelio de hoy, ni cuestiona ni entra a valorar la limosna desde el punto de vista del necesitado, porque lo que la viuda echó en el cepillo no iba a solucionar ninguna necesidad. Se trata de valorar la limosna desde el punto de vista del que la hace. Es una perspectiva que solemos olvidar, por eso nuestros donativos terminan valorándose según la repercusión bienhechora que tengan en los destinatarios de la limosna. Es un error.

La limosna de la que hoy se habla no es la que salva al que la recibe, sino la que salva al que la da. La diferencia es tan sutil que corremos el riesgo de hablar hoy de tanta necesidad acuciante y, por tanto, de la necesidad de hacer limosna para remediar esas necesidades. Hoy se trata de dilucidar si ponemos nuestra confianza en la seguridad que dan las posesiones o en Dios, que no nos va a dar ninguna seguridad.

La motivación de la limosna no debe ser remediar la necesidad de otro sino el manifestar el desapego de las cosas materiales y afianzar nuestra confianza en lo que vale de verdad. La cuantía de la limosna en sí no tiene ninguna importancia; solo tendrá valor espiritual si el hacerla, supone privarme de algo. Dar de lo que nos sobra, puede aliviar la carencia de otro, pero no tiene ningún valor religioso para mí. Mi limosna valdrá solo cuando me duela.

El que recibe una limosna puede estar necesitado de lo que recibe; en ese caso, la limosna ha cumplido un objetivo social. Ese objetivo no es lo esencial. El que recibe una limosna, puede aceptarla sin descubrir la calidad humana del que se la ha dado. O puede darse cuenta de que la actitud del otro le está invitando a ser también él más humano. Si esto segundo no sucede, es que la limosna como acto religioso ha fallado para el que la recibe.

El que la da, puede dar de lo que le sobra; o puede ser que se prive de algo que necesita. En el primer caso podía demostrar la renuncia al afán de acaparar y buscar en las riquezas la única seguridad que me tranquiliza. En el segundo, entramos en una dinámica de desprendimiento que expresa auténtica religiosidad. Un necesitado podría dar una limosna al que no la necesita. En ese caso, el objetivo religioso, del que la da, se cumple. A veces no damos limosna, porque pensamos que no va a utilizarse para remediar una necesidad.

Solo cuando das lo último que te queda, demuestras que confías absolutamente. El primer céntimo no indica nada; el último lo expresa todo, decía S. Ambrosio: Dios no se fija tanto en lo que damos, cuanto en lo que reservamos para nosotros. Un famoso escritor actual dijo en una ocasión: solo se gana lo que se da; lo que se guarda se pierde. La viuda, al renunciar a toda seguridad, pone de manifiesto la verdadera pobreza.

 

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