Jesús sigue enseñando a orillas del Mar de Tiberíades. Y sigue proporcionando imágenes e historias. Las cosas que han de permanecer en el corazón y en la mente han de ser vistas con la imaginación, no meramente explicadas como una lección.
Y aquí Jesús, junto al agua, nos pide que imaginemos una llama. Es la de una lámpara que ilumina un dormitorio. No es fácil hacerlo junto al mar. Vemos la llama parpadeante que se extiende en el interior de una lámpara que la sostiene y expande su luz. Me vienen a la mente los lienzos de George La Tour, que era un fino observador de la realidad cotidiana con un ojo agudo para el juego de luces y sombras. A menudo ambientaba sus obras en interiores iluminados por una simple vela. Esto es exactamente lo que Jesús muestra a quienes le escuchan. En la brisa fresca del agua evoca una imagen muy cálida.
Y pregunta a sus oyentes: «¿Hay que poner la lámpara debajo del celemín o debajo de la cama? ¿O no hay que ponerla en el candelero?». El celemín es un recipiente que se utilizaba para medir el grano. No tiene nada que ver con la lámpara. Es absurdo utilizar un celemín para cubrir una llama que ilumina una habitación oscura. Si está encendida, la luz debe ser visible y hacer visibles las cosas. Es evidente.
El tono de las palabras que emplea revela una gran preocupación por parte de Jesús: es como si quisiera alertarnos de que en nosotros hay una tendencia innata a la oscuridad, a la penumbra, que corre el riesgo de ensombrecer lo que debería brillar. Por eso sus palabras están llenas de amor, son fuego, son llama. Eso es lo que deben ser, no palabras escasas y tal vez sin sol, como diría Sandro Penna. Se pronuncian para ser sacadas a la luz, difundidas ampliamente, como sucede ahora que habla en la orilla desde una pequeña barca que se balancea en la orilla.
En resumen: el discurso de Jesús no puede ni debe enjaularse dentro de cuencos que se apoderan de él hasta privarlo de oxígeno, apagarlo, amortiguarlo, tal vez con el pretexto de preservarlo. La lámpara no es un vaso invertido: está abierta. Por tanto, el fuego no puede estar reservado a una élite de entendidos, de una aristocracia del espíritu; no es el monopolio de una minoría religiosa orgullosa y esotérica, como si fuera un secreto reservado. No existe una oligarquía del fuego evangélico. Arde, y por eso ilumina todo y a todos, sin distinción. El mensaje de Jesús vive si, como una llama, se alimenta del aire que lo rodea, si es gratuito y está a disposición de todos. La llama dentro de la lámpara no es una poción mágica en el frasco.
E inmediatamente Jesús continúa: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Y luego: «¡Prestad atención a lo que oís!». Su discurso, en definitiva, se convierte en un llamamiento sincero y exclamativo. El oído escucha las palabras igual que el ojo ve la llama que le permite ver en la oscuridad. Las palabras del Evangelio iluminan, orientan en la oscuridad. Cuanto más ve el ojo en la oscuridad gracias a la llama, más lentamente se distinguen las cosas, los matices. Así se produce una escucha atenta, progresiva, que permite un conocimiento más profundo, pero siempre abierto, libre y popular.
Jesús quiere llevar una «buena noticia»: a sus palabras hay que acostumbrar los ojos, es decir, acostumbrar la vista a oírlas, estirar las pupilas en la oscuridad para oírlas y entenderlas cada vez mejor.
Todos, sigue diciendo Jesús, comprenden en la medida en que están abiertos a aceptar esta palabra que no pone vetos ni restricciones. La suya no es una teoría que comentar, sino una fuerza luminosa que decide la capacidad de vivir.
Antonio Spadaro sj
Religión Digital
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