Como no podía ser de otra manera, la Declaración “‘Dignitas Infinita’ sobre la dignidad humana” (08.04.2024) está siendo recibida, dejando aparte el enorme colectivo de los indiferentes, con dos tipos de generalizadas reacciones: la primera, de acogida -a veces entusiasta- tanto por parte de personas y colectivos abiertos como tradicionalistas y, la segunda, de crítica, sobre todo, por parte de algunos de los sectores más progresistas de la Iglesia católica y de la sociedad civil.
En la primera de la reacciones, la de acogida entusiasta, mucho ha tenido que ver el nombramiento del cardenal Víctor Manuel Fernández, un hombre teológicamente más cercano al Papa Francisco, como Prefecto del Dicasterio para la doctrina de la fe, después de que el obispo de Roma hubiera tenido que soportar las críticas -en privado y, a veces, en público- del también cardenal Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de dicha Congregación hasta el 2017, el año en el que, una vez finalizado su mandato, no le fue renovado.
Pero también después de que el obispo de Roma hubiera tenido que sobrellevar a Luis Francisco Ladaria como Prefecto de dicha Congregación desde 2017 hasta 2023. Este jesuita procedió -mientras estuvo al frente del Dicasterio- como lo había hecho antes de que lo nombrara para presidir dicha Congregación: como un teólogo conservador, poco o nada habituado a dialogar con la sociedad y bastante alejado de la perspectiva pastoral del Papa. La verdad es que su nombramiento sorprendió, en particular, a quienes le conocían tanto por su andadura académica como por sus intereses teológicos.
Quizá, pensaron los más bienintencionados, es muy posible que la común pertenencia a la Compañía de Jesús facilite al nuevo Prefecto la necesaria sintonía con las opciones de este singular Papa. Y que, en conformidad con tal potencial sintonía, el cardenal Ladaria presente las opciones y decisiones de Francisco con el adecuado y oportuno formato teológico, y que le acompañe en la tarea de afrontar las interpelaciones que le llegan desde ámbitos y medios anclados en una lectura involutiva y preconciliar del Vaticano II o -cuando menos- nostálgica del magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI. En definitiva, pensaron tales bienintencionados, es bastante probable que L. F. Ladaria pueda hacer un trabajo parecido al realizado por J. Ratzinger desde los primeros momentos del pontificado de Juan Pablo II.
Nada -o muy poco- de eso pasó. Su mandato al frente de la Congregación estuvo más presidido por no inquietar a los tradicionalistas que por ayudar al Papa Francisco a verter en un discurso teológicamente consistente sus intuiciones y decisiones o por acompañarle en el afrontamiento de las interpelaciones -frecuentemente ataques- que le llovían desde los ámbitos más involucionistas de la Iglesia católica.
Ha tenido que ser nombrado el cardenal V. M. Fernández al frente de dicho Dicasterio para que las cosas hayan empezado a cambiar. En concreto, no solo para dejar de condenar a los teólogos y respetar su libertad de investigación y docencia (indicación dada por Francisco al cardenal Müller), sino también para que se haya empezado a dejar de seguir contentando a los tradicionalistas (como ocurría en el tiempo en el que lo presidió el cardenal Ladaria) y comenzar a presentar las decisiones pastorales de Francisco y responder a las interpelaciones que se le venían formulando con propuestas y respuestas, teológicamente consistentes.
Es lo que se puede apreciar en las Declaraciones “Fiducia supplicans” (2023) y “Dignitas infinita” (2024) y, sobre todo, en la defensa papal de estos dos textos magisteriales en diferentes ocasiones, algo no ocurrido con otros documentos anteriores emanados de la Congregación, finalmente Dicasterio para la fe.
Y ahora, sí, hay que volver a recordar que, una vez publicada la Declaración “Dignitas Infinita”, están siendo, afortunadamente, muchos -como he adelantado- los que la están acogiendo de manera entusiasta, tanto progresistas como conservadores. Por ejemplo, están quienes valoran la recuperación de la dignidad humana que, propia de todos los seres humanos, también lo es de todas las personas, independientemente de su condición económica, social o vital, y, obviamente, del “nasciturus”.
También son muchos los que están recibiendo elogiosamente la voluntad -que atraviesa toda la Declaración- de conjugar la Escritura y la razón humana, reconociendo no solo una incuestionable circularidad entre ellas, sino, sobre todo, acogiendo la razón humana en libertad en la importancia que tiene cuando también se trata de discernir la voluntad de Dios. Al fin y al cabo, la razón en libertad, como la misma Escritura, es otro “lugar teológico” (M. Cano), a pesar de que no se la haya tomado en la relevancia que también tiene -y ha de seguir teniendo- en la Iglesia, ya sea porque se ha primado una lectura -frecuentemente sesgada- de la tradición, ya sea porque se han favorecido lecturas de la Escritura no siempre en sintonía con los mejores resultados de las investigaciones exegéticas o ya sea por el temor a no incurrir en una interpretación secularista; un riesgo tan evidente como, a veces, sospechosamente invocado para no tener presente que el sentir mayoritario del Pueblo de Dios -reconocido como “sensus fidei” en lo mejor de la tradición eclesial- también es expresión del Espíritu de Dios.
Pero también hay que volver a recordar que tampoco están faltando las críticas, sobre todo, por parte de algunos sectores más abiertos y progresistas de la Iglesia católica cuando centran su atención en algunas cuestiones particularmente polémicas en este texto: el Vaticano -han denunciado bastantes de ellos- no puede invocar la Declaración universal de los derechos humanos sin todavía haberlos ratificado y sin aplicarlos en la Iglesia. No es de recibo argumentar de esta manera.
Pero esta observación crítica, siendo notable, no es la única. En efecto, han recordado otros, los redactores han entregado un documento ayuno de autocrítica de principio a fin. Y esto, en un texto en el que se aborda la cuestión de la dignidad humana es algo de lo que la institución eclesial se encuentra particularmente necesitada, tanto como del agua el mes de mayo. Sin embargo, nada de eso es perceptible en el texto.
Y, sin ánimo de cerrar este apartado -en el que habrá que adentrarse más adelante- la Declaración vaticana cojea escandalosamente cuando se adentra en la cuestión del género y se limita repetir -con un pequeño cambio- lo dicho al respecto por Juan Pablo II, no atendiendo debidamente -tal y como de manera acertada se defiende en las opciones de fondo de la misma Declaración- a la razón en libertad o, lo que es lo mismo, los avances científicos al respecto, con la Escritura.
Los progresos que la razón humana está alcanzando sobre el género estos últimos años obligan a repensar el alcance y sentido de la llamada “ideología de género” que el documento modula como “Teoría de género”. Tal “ideología o teoría de género”, recuerdan los críticos, puede ser una denuncia procedente en abstracto, pero no tiene sentido cuando tenemos delante a una persona a la que se ha asignado -en conformidad con el criterio visual- un sexo biológico que no se corresponde con su manera de afrontar la existencia, de situarse y ser reconocida en el mundo o que, en el extremo, se encuentra en sus antípodas. La binariedad sexual o de género ha dejado de ser una evidencia. Toca cambiar por razones científicas. Y cuanto antes, mejor.
Estas y otras críticas, a la vez que explicitan algunas de las contradicciones en las que todavía se encuentra un magisterio eclesial que -interesado en articular Escritura y razón en libertad o, lo que es lo mismo, la moderna exégesis escriturística y los avances científicos- sigue teniendo dificultades para articular su proclamación de la “dignidad infinita” con la escucha atenta de los resultados que se vienen alcanzando en las investigaciones contemporáneas sobre sexo y género.
Si lo primero, la proclamación de la dignidad absoluta de la persona es de recibo en el plano de los principios, lo segundo, la escasa o nula atención a los avances que se vienen alcanzando en tales saberes sobre el sexo y el género, no es de recibo o, en todo caso, es manifiestamente criticable; a no ser que tal falta de articulación obedezca al temor -aunque se revista con un manto de prudencia- a desenterrar algunos de los muchos demonios familiares y extrapolaciones que todavía persisten entre las filas del catolicismo más tradicional cuando se practica sin complejos dicha articulación entre Escritura y razón en libertad.
Pero antes de adentrarse en este y en otros puntos críticos de la Declaración, es preciso asomarse a la misma realizando una lectura todo lo empática que sea posible. Solo habiendo dado este primer paso, tiene sentido volver a recuperar lo críticamente adelantado y adentrarse en esos y en otros puntos; algo que, al fin y al cabo, también es tarea y cometido de una teología responsable y, por ello, rigurosa.
Jesús Martínez Gordo
Religión Digital
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