fe adulta
Con demasiada frecuencia, el ser humano recurre a descalificaciones, utilizando recursos simplones, que consisten en imponer una etiqueta despectiva a quienes discrepan de sus propios planteamientos.
Como es lógico, las etiquetas varían, según el momento histórico y el ambiente cultural. Así, en tiempos de Jesús -en una cultura mítica y marcadamente religiosa-, una de las más graves acusaciones, con las que se pretendía descalificar a alguien de manera definitiva, era etiquetarlo como “endemoniado” o poseído por Satanás. En otros momentos, más cercanos a nosotros, a alguien se le descalifica de modo sumario colgándole otras etiquetas igualmente simplonas, según las modas y los propios prejuicios.
La descalificación degrada o incluso llega a imposibilitar la convivencia armoniosa, generando un ambiente de crispación, que tiende a retroalimentarse en un crescendo sin límites, donde cada cual busca la etiqueta más peyorativa con que descalificar al adversario. Encerrados en una mente dicotómica, cuesta reconocer que toda postura mental, por verdadera que parezca, contiene algún error, de la misma manera que toda postura errada contiene alguna verdad.
Bien mirado, el fenómeno de la descalificación esconde, al menos, estas características: pereza intelectual, autoafirmación del propio ego, desprecio del otro e inseguridad afectiva de base.
En primer lugar, resulta más sencillo colocar una etiqueta que entrar en un diálogo razonado y sereno que requiere inteligencia, lucidez, serenidad y empatía. En segundo lugar, quien descalifica no busca, aunque sea de manera inconsciente, sino autoafirmar su propio ego: es sabido que este vive únicamente gracias a la confrontación y a la creencia de separación; solo cuando me confronto con el otro, tengo la sensación de ser un “yo”. En tercer lugar, en esa confrontación afloran con facilidad actitudes de desprecio que buscan desvalorizar al otro como medio para autoafirmarse uno mismo. Y finalmente, en la base de ese tipo de comportamientos, yace, aunque no se advierta de manera consciente, un arraigado y quizás reprimido sentimiento de inseguridad afectiva: solo quien se siente inseguro intenta rebajar o anular al otro.
Frente a la tendencia a la descalificación, que con frecuencia suele ir acompañada de acritud, la convivencia sana requiere valoración del otro, respeto y empatía. Más brevemente, tal convivencia armoniosa únicamente es posible cuando, superando la falsa creencia de separatividad, que nos hace creernos yoes separados, se vive de manera expresa en la consciencia de unidad.
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